¿Cómo llamar la atención de la maquinaria
mediática en una década devorada por el sensacionalismo y la desesperación por
un sentido? ¿Qué ocurre cuando el amor se alía con la rabia en un país que
convierte el crimen en espectáculo? ¿Son Mickey y Mallory los verdaderos
asesinos por naturaleza, o apenas reflejos deformes de una sociedad que perdió
su brújula moral?
El asfalto recibe la tosca caricia de los neumáticos del carruaje infernal que arrastra a Mickey Knox y Mallory. Huyen de un mundo que los moldeó con violencia y los arrojó al desecho. Ella, hija de un padre abusivo y una madre indiferente, él, prisionero de un sistema laboral sin futuro, ambos hijos bastardos del sueño americano. La suya no es una fuga, sino una cruzada mística y sangrienta, una performance de horror pop que los convierte en santos patronos de la rabia noventera.
Una parada en una anodina cafetería al borde
de la carretera desata la chispa: cámaras, titulares, documentales, obsesión
nacional. La televisión, voraz e insaciable, los devora y regurgita en forma de
ídolos. En una era que ya no cree en héroes ni en padres fundadores, la
audiencia necesita monstruos para creer en algo. Así, Mickey y Mallory se
convierten en la respuesta sacrílega a los valores que naufragaron en la
posguerra, la guerra de Vietnam y la resaca Reagan.
Oliver Stone, con la pluma de un Quentin Tarantino joven y provocador como detonante, construye una ópera fílmica rabiosa, fragmentada, hipersaturada. Se sirve de todos los lenguajes televisivos posibles: sitcoms, noticieros amarillistas, true crime, telerrealidad, video musical. La película es un zapping esquizofrénico por el inconsciente estadounidense. No hay descanso. La cámara se sacude, los colores cambian, la forma se subvierte. La violencia se vuelve estética, el crimen, mitología.
En su travesía, la pareja se encuentra con
chamanes en el desierto, cárceles infestadas de locura, detectives ególatras y
showmen morbosos como Wayne Gale (Robert Downey Jr.), un periodista que vende
tragedia como entretenimiento. Cada personaje es una alegoría más de ese país
que ha perdido el norte, obsesionado con la fama, el rating, la transgresión
como única forma de existir.
Natural Born Killers no solo se inspira en mitologías del crimen como Bonnie & Clyde,
sino que bebe directamente del caso de Charles Starkweather y Caril Ann Fugate.
En palabras del periodista Hunter S. Thompson:
“Charles Starkweather, asesino serial que en
1958 dejó una seguidilla de once muertos entre Nebraska y Wyoming junto a su
novia menor de edad Caril Ann Fugate (tres de esos muertos eran la madre, la
hermana y el padrastro de ella). Murió en la silla eléctrica al año siguiente,
a los veintidós años. Oliver Stone y Quentin Tarantino se inspiraron en la
pareja para el guion de Natural Born Killers.”
Pero más allá del hecho criminal o de la crítica a los medios, lo que hace inolvidable esta película es su capacidad para incomodar, para desarmar al espectador, para enfrentarlo a su propia complicidad. Porque al final, Natural Born Killers no trata solo de dos asesinos enamorados, sino de una sociedad que los crea, los eleva, los consume y los olvida. Una sociedad que prefiere el horror en prime time a mirar dentro de sí.
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