Lanzada en 1993, La primera calle de la soledad de Horacio Porcayo es reconocida no solo como la primera novela ciberpunk de México, sino también como una de las exploraciones literarias más profundas sobre la subjetividad fracturada en un mundo de control digital y neoliberalismo emocional. Este texto se sitúa no en un futuro distópico, sino en un presente manipulado. Su estilo, forma y simbolismo se organizan en torno a una inquietante pregunta que resuena incluso tres décadas después: ¿qué queda de nosotros cuando ya no tenemos memoria de quiénes fuimos?
Prosa híbrida y herida, tecnopoética
La escritura de Porcayo es singular, fusionando lo técnico
con lo lírico de manera sorprendente. En una hoja aborda temas como algoritmos,
sueños programados o circuitos neuronales; y en la siguiente se recoge el dolor
de sueños quebrados, gaviotas lastimadas y almas sin nombre que vagan por
ciudades fantasmales. Esta novela emplea un lenguaje que no teme a la densidad
o la fragmentación, desafiando al lector a ensamblar el sentido, como si
recolectara fragmentos de un rompecabezas incompleto, igualmente afectado por
el sistema.
El resultado es una narrativa que tanto confunde como impacta. Al leer a Porcayo, el objetivo no es encontrar respuestas, sino más bien sentir la incertidumbre de no saber si los recuerdos que lo pueblan a uno son auténticos o implantados.
El Zorro: ciberpunk o alma arrasada
El personaje principal, El Zorro, se aleja del cliché del hacker atractivo del ciberpunk anglosajón. No es un rebelde sofisticado ni un saboteador digital. Es un fugitivo emocional, un individuo desgastado cuya identidad ha sido despojada, cuyos sueños han sido fabricados en laboratorios y cuya angustia ha sido elaborada como parte de un esquema de control.
Este planteamiento existencial transforma a La primera calle de la soledad en algo que trasciende la ciencia ficción. Se convierte en un poema distópico que retrata el alma latinoamericana intervenida por la lógica del capital, la biotecnología y la fe artificial. No existe evasión para El Zorro, ya que su prisión no tiene paredes: reside en su memoria, en su ser, en sus emociones.
Un entorno sin dolor físico… pero colmado de simulacros
La trama de la novela no incluye torturas tradicionales. En
cambio, presenta simulaciones emocionales, manipulación de recuerdos e
inserciones de traumas que, como el sueño de la gaviota, se tornan bellos y
aterradores a la vez. Los antagonistas no son soldados ni máquinas, sino
técnicos del emocionalismo: Bata Blanca, el Gordo, el Flaco. Gestores del
vacío. Administradores del dolor digital.
Este sistema de control está integrado por empresas como Laboratorios Mariano y la Trip Corporation, responsables de generar espiritualidad en masa, ilusiones consumistas y memorias preestablecidas. A su vez, una entidad como la CTP —difusa y omnipresente— se asemeja a un Estado descentralizado de vigilancia, reminiscente de las ideas de Foucault, pero adaptado al contexto neoliberal en América Latina.
Cristorecepcionismo: la fe como señal
Una de las creaciones más perturbadoras de la novela es el
cristorecepcionismo, una fe cibernética donde la creencia no es el resultado de
una convicción, sino de la recepción. La fe se transforma en un conjunto de
códigos y datos. En este sentido, Dios se percibe como una emisión más que como
una revelación. Así, Porcayo alcanza una crítica profunda tanto a nivel
espiritual como simbólico, recordando a autores como Philip K. Dick y
Burroughs: la religión ya no tiene el poder de sanar o condenar, solo actúa
como un mecanismo de sincronización.
El personaje de Mateo Ayala es un reflejo de esta alienación
teológica. Aunque es un ferviente creyente, se siente vacío. Cree sin
cuestionar su fe, que está alineada con una lógica de control. Su alma se ha
enlazado a una frecuencia divina que no demanda voluntad ni duda.
A pesar de que su visión incorpora elementos del ciberpunk
tradicional, Porcayo los recontextualiza dentro de una esfera emocional,
religiosa y política que lo arraiga en México. Se perciben ecos del país tras
el TLCAN, un México marcado por la privatización, la narcopolítica, el control
simbólico y simulacros de modernización. Además, hay resonancias con la música
urbana y melancólica: La primera calle de la soledad podría muy bien pertenecer
al mismo ámbito espiritual que las composiciones de Cecilia Toussaint o Jaime
López.
La “calle” no se define solo como un sitio físico, sino como una condición emocional; representa una zona intermedia entre lo que fuiste y lo que te permitieron ser. Es una interzona al estilo de Burroughs, una fisura en el sistema donde el dolor no es resistencia, sino una mera cifra.
Para resumir:
Con una prosa que mezcla complejidad conceptual,
sensibilidad poética y estructuras simbólicas, la novela no solo ha iniciado un
camino para la ciencia ficción mexicana contemporánea, sino que permanece como
una obra inquietante, relevante y emocionalmente devastadora.
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