martes, 22 de julio de 2025

La ley es el hombre: por qué Dredd (2012) sigue siendo una distopía incómodamente vigente

 

Megacity Uno. Hogar de más de ochocientos millones de personas, resguardadas tras muros que las separan del gigantesco yermo radioactivo en que se convirtió Estados Unidos tras los ataques nucleares. Para mantener a raya a delincuentes, proxenetas, expendedores y demás calaña que amenaza la convivencia, se creó un nuevo sistema de control y vigilancia: los Jueces. Funcionarios que encarnan, al mismo tiempo, a la policía, el tribunal y el verdugo. Entre ellos destaca el más temido de todos: el juez Dredd, un agente incorruptible dispuesto a hacer lo que sea necesario para limpiar las calles.

En un panorama cinematográfico saturado de superhéroes, precuelas y universos expandibles, Dredd (2012) llegó como una anomalía. Escrita por Alex Garland, antes de convertirse en uno de los cineastas más intrigantes del sci-fi contemporáneo (Ex Machina, Annihilation, Men), esta adaptación del mítico personaje de 2000 AD prescinde de la grandilocuencia habitual del género para ofrecernos una experiencia brutalista, compacta y radicalmente contenida.

Un día cualquiera en el infierno

La historia transcurre en tiempo casi real, durante un solo día, dentro del colosal bloque de viviendas conocido como Peach Trees. Allí, el juez Dredd (Karl Urban, impenetrable y fiel al cómic al jamás quitarse el casco) y la novata Anderson (Olivia Thirlby), una juez telépata en fase de evaluación, son atrapados por una banda criminal que controla el edificio. Al mando está Ma-Ma (Lena Headey, deliciosamente sádica), una exprostituta convertida en jefa narcotraficante, distribuidora de una droga que ralentiza la percepción del tiempo: el Slo-Mo.

El guion evita la épica para enfocarse en una narrativa de supervivencia. Más cerca de The Raid (2011) que de cualquier superproducción Marvel, Dredd apuesta por el encierro como recurso narrativo y simbólico. El edificio funciona como una cápsula social, una maqueta de Mega-City Uno: superpoblación, desigualdad, violencia sistemática y control autoritario.

Una estética de concreto y sangre

Visualmente, Dredd es cruda y eficiente. No hay glamour ni CGI desbordado. El diseño de producción apuesta por un brutalismo funcional que remite a las distopías de los años ochenta, mientras que la fotografía de Anthony Dod Mantle equilibra frialdad urbana y destellos psicodélicos.

La droga Slo-Mo introduce los únicos momentos de lirismo visual, con cámaras ultra lentas que capturan la percepción alterada de los usuarios. A diferencia del uso gratuito del ralentí en otras franquicias (sí, te estamos mirando, Rebel Moon), aquí el efecto tiene sentido dramático y estético: se convierte en un respiro ilusorio en medio de la carnicería.

Un antihéroe sin redención

Karl Urban encarna a Dredd con estoicismo absoluto. No hay historia de origen, ni trauma que humanice al personaje. Dredd es la ley. Alex Garland entendió que el verdadero poder del personaje está en su falta de ambigüedad: es una figura temible porque no cambia, porque representa la imposibilidad de negociar con el sistema.

La película no se esfuerza en justificar su mundo. Solo lo muestra. No hay esperanza, no hay mensaje inspirador. Y, sin embargo, esa honestidad brutal es lo que la hace tan inquietante. En tiempos donde la policía es cada vez más militarizada, donde la vigilancia digital y el castigo inmediato ganan terreno, Dredd se vuelve más profética que futurista.

El castigo de ser subestimada

Estrenada en 2012 con escaso respaldo promocional, Dredd fue un fracaso comercial. La competencia con películas más rimbombantes (y el mal sabor que había dejado la versión de 1995 con Sylvester Stallone) contribuyeron a su olvido. Pero con el tiempo, se ha convertido en una obra de culto: reivindicada por críticos, abrazada por fans del cómic y defendida como una de las mejores adaptaciones del personaje.

Es también un ejemplo perfecto de cómo Alex Garland construye mundos éticos a través del cine de género: universos cerrados donde la violencia, la inteligencia artificial o la percepción alterada nos revelan que lo monstruoso, casi siempre, está del lado del orden establecido.

Veredicto

Dredd no es una película que busque agradar. Es dura, implacable y maravillosamente enfocada. En su negación del sentimentalismo, en su arquitectura del encierro y su violencia estilizada, ofrece una distopía sin adornos que parece hablarle, más que al futuro, al presente inmediato.

Y es que quizá no haya nada más aterrador que una sociedad donde la justicia ya no es un proceso, sino un hombre armado con un veredicto.

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