domingo, 20 de julio de 2025

Lazarus: el dolor como mercancía, la salvación como espectáculo

 

¿Qué pasaría si existiera un medicamento capaz de erradicar cualquier enfermedad o dolencia del cuerpo humano? ¿Lo tomarías, incluso si no conocieras sus efectos a largo plazo?

Este es el dilema central de Lazarus, la nueva serie animada escrita y dirigida por Shinichirō Watanabe —el aclamado creador de Cowboy Bebop y Samurai Champloo—, que nos sitúa en una Tierra del año 2052 marcada por el consumo tecnológico, la vigilancia estatal y una medicina convertida en amenaza existencial. A diferencia del tono melancólico y jazzístico de sus obras anteriores, Lazarus apuesta por una estética más cruda, veloz y enmarcada en un thriller biotecnológico que plantea preguntas urgentes sobre el cuerpo, el dolor y el control.

La serie parte de una premisa tan atractiva como inquietante: Hapna, un analgésico milagroso desarrollado por el neurocientífico Dr. Skinner, promete eliminar por completo cualquier dolor físico. Sin embargo, tres años después de su distribución global, Skinner reaparece en un video críptico para advertir que quienes la hayan consumido morirán en cuestión de meses, a menos que él mismo les entregue el antídoto. La cura se convierte en amenaza, y la salud, en deuda impagable.

A partir de ahí se configura el dispositivo narrativo clásico del “equipo imposible”: una célula especial conocida como Lazarus, conformada por individuos con habilidades extraordinarias y pasados oscuros. Liderado por la implacable Hersch Lindermann y monitoreado por la NSA, el grupo incluye a Axel Gilberto, un joven brasileño condenado a 888 años de prisión por su inusual talento para fugarse, así como a otros miembros que encarnan distintas formas de marginalidad y resistencia. La dinámica del grupo, sus fricciones internas y su enfrentamiento con fuerzas corporativas, militares y científicas configuran el arco principal de los 13 episodios que conforman la serie.

Más allá de la acción: un ensayo animado sobre la biopolítica

Si bien Lazarus ofrece persecuciones, combates y despliegue tecnológico dignos de una superproducción animada, su verdadero interés reside en las capas ideológicas que subyacen bajo la superficie de su narrativa. La serie puede leerse como una crítica a las lógicas farmacocapitalistas, donde el cuerpo ya no es un lugar de cuidado sino una zona de intervención, manipulación y rentabilidad. Hapna no cura, coloniza; no alivia, prolonga una dependencia letal. La pregunta que ronda toda la trama no es sólo quién salvará a la humanidad, sino quién tiene el derecho de decidir sobre la vida y la muerte en un mundo donde las farmacéuticas han reemplazado a los gobiernos.

Este discurso se enlaza con la noción foucaultiana de biopolítica: el poder ya no se ejerce sólo a través de la represión, sino del cuidado. Al prometer salud y eliminar el dolor, el sistema logra una forma más sofisticada de control. Skinner, en este sentido, no es sólo un científico loco: es un demiurgo tecnocrático que pone en evidencia el delirio de omnipotencia que habita en toda utopía médica. Su desaparición —y posterior reaparición— funcionan como acto teatral y castigo simbólico, recordando que el conocimiento sin ética puede convertirse en una forma de tiranía.

Un lenguaje visual acelerado y contradictorio

Desde el punto de vista formal, Lazarus es desigual pero provocadora. La animación, a cargo de estudios como MAPPA y Studio E&H Production, opta por una fusión entre estilos 2D y 3D que genera momentos de gran impacto visual, pero que en otras escenas puede sentirse rígida o artificiosa. El diseño de personajes es estilizado, con claras influencias del cómic occidental y del cine de acción de los años ochenta, mientras que la ambientación —una Ciudad de Babilonia futurista— oscila entre lo distópico y lo cyberpunk sin caer en clichés evidentes.

La música, como es costumbre en las obras de Watanabe, cumple un rol importante. Aunque no alcanza la sofisticación jazzística de Cowboy Bebop, logra acompañar el tono de urgencia y caos que predomina en la serie. El montaje es vertiginoso, lo cual refuerza la sensación de persecución constante, pero, en algunos episodios, sacrifica el desarrollo emocional de los personajes.

Conclusión: salvar al mundo, ¿pero desde qué ética?

Lazarus no es una obra perfecta, pero sí una serie valiente. En lugar de apostar por la nostalgia o la épica fácil, propone un universo en donde salvar al mundo no es una hazaña heroica, sino una lucha contra sistemas opacos que han hecho del dolor un negocio. Su crítica a la farmacologización de la vida, al abuso institucional y al culto de la ciencia sin alma la sitúan dentro de una tradición cada vez más necesaria: la ciencia ficción crítica.

En tiempos donde la salud se ha convertido en una moneda política, y donde el miedo a la enfermedad justifica todo tipo de restricciones y tecnologías invasivas, Lazarus plantea una advertencia incómoda: ¿quién decide cuánto dolor debemos soportar? ¿Y a cambio de qué?


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