Hace tres horas, Superman perdió su primera pelea. El
paisaje desolado del Ártico, antes inmóvil, ha sido alterado por la caída del
primer metahumano reconocido por la humanidad. Han pasado tres décadas desde su
llegada a la Tierra como inmigrante de Krypton, un mundo al que jamás
podrá regresar, del que solo quedan fragmentos errantes: restos de una
civilización avanzada que sucumbió ante su propia soberbia científica.
En ese estado de fragilidad,
Superman —como lo han nombrado los humanos— emite un silbido supersónico que
alcanza a Krypto, un mastín
indomesticable que acude de inmediato. Al verlo, Superman apenas logra decir:
“A casa... llévame a casa”. El perro toma su capa con los dientes y lo guía
hacia la Fortaleza de la Soledad, su refugio secreto. Allí, un cuerpo de
androides activa el protocolo de recuperación: varias dosis de energía solar,
fuente de los poderes que lo han convertido en protector de la humanidad. Es
también lo que le permite seguir el legado de sus padres biológicos, aunque
ellos estén a millones de años luz, entre ruinas cósmicas.
Gunn toma varias ideas del
universo DC que ya habían sido exploradas por el escocés Grant Morrison, uno de los autores
más influyentes del cómic moderno. Entre ellas están los famosos monos
escritores, esos extraños seres meta-narrativos que aparecen en Animal Man y que
representan las fuerzas que manipulan el relato desde las sombras, moldeando
incluso el odio hacia Superman. También se notan guiños a All Star Superman, esa joya que
funciona como carta de amor al personaje y que redefine lo que significa ser
humano bajo una capa. De allí salen conceptos como el universo de bolsillo y la
prisión en el vacío: pura mitología moderna con alma de ciencia ficción
cósmica.
La película también incorpora
a parte de la Liga de la Justicia —o mejor dicho, una versión alternativa con
tintes más caóticos, bautizada irónicamente como la "Pandilla de la
Justicia"— y nos presenta a un Lex Luthor que sigue siendo uno de
los villanos más complejos del género: soberbio, manipulador, corporativo. Un
genio empresarial que usa su inteligencia no solo para debilitar a Superman,
sino para moldear la opinión pública en su contra. Y sí, aunque ahora vista de
traje y tenga una empresa multinacional, no hay que olvidar que Luthor nació en
los primeros cómics como el clásico científico loco: el tipo que quería
destruir el mundo solo porque podía. Gunn lo sabe, y lo actualiza sin perder
esa esencia de villano megalómano que tanto nos incomoda… y fascina.
Esta vez, la verdadera lucha
de Superman no es contra un supervillano, sino contra una moralidad turbia que
lo confronta constantemente: ¿hasta qué punto debe intervenir? ¿Cómo usar su
poder sin convertirse en aquello que teme? En ese dilema, aparece su padre
adoptivo, Jonathan Kent, con un mensaje que desarma cualquier pretensión
mesiánica: “No somos los padres quienes decimos qué deben ser nuestros hijos.
Solo les damos herramientas para que aprendan a caer… y a levantarse”. Es allí,
en esa pausa emocional, donde el héroe encuentra su centro. No en la fuerza,
sino en la decisión. No en el linaje, sino en el gesto.
Superman: Legacy no es una película
perfecta, pero sí necesaria. James Gunn logra algo que pocas veces hemos visto:
humanizar al último hijo de Krypton sin despojarlo de su aura mítica. El filme
no apuesta todo al espectáculo, sino a la construcción de un símbolo frágil,
autoconsciente y profundamente actual. Algunos críticos han elogiado su madurez
narrativa, mientras que otros cuestionan su ritmo o la ausencia de
grandilocuencia visual. Pero más allá de eso, queda la sensación de que por fin
volvemos a tener un Superman que importa, no por lo que puede levantar con sus
brazos, sino por lo que carga en su conciencia. Un héroe que, en tiempos de
ruido, opta por escuchar. Que, frente al cinismo, todavía cree en algo tan
subversivo como la esperanza.
No hay comentarios:
Publicar un comentario