jueves, 17 de julio de 2025

El último hijo de Krypton vuelve a casa: Vulnerable, político y profundamente humano: así es el nuevo Superman que propone James Gunn.

 

Hace tres horas, Superman perdió su primera pelea. El paisaje desolado del Ártico, antes inmóvil, ha sido alterado por la caída del primer metahumano reconocido por la humanidad. Han pasado tres décadas desde su llegada a la Tierra como inmigrante de Krypton, un mundo al que jamás podrá regresar, del que solo quedan fragmentos errantes: restos de una civilización avanzada que sucumbió ante su propia soberbia científica.

En ese estado de fragilidad, Superman —como lo han nombrado los humanos— emite un silbido supersónico que alcanza a Krypto, un mastín indomesticable que acude de inmediato. Al verlo, Superman apenas logra decir: “A casa... llévame a casa”. El perro toma su capa con los dientes y lo guía hacia la Fortaleza de la Soledad, su refugio secreto. Allí, un cuerpo de androides activa el protocolo de recuperación: varias dosis de energía solar, fuente de los poderes que lo han convertido en protector de la humanidad. Es también lo que le permite seguir el legado de sus padres biológicos, aunque ellos estén a millones de años luz, entre ruinas cósmicas.

Así comienza Superman: Legacy, la nueva entrega fílmica dirigida por James Gunn, responsable del reinicio del universo cinematográfico de DC Comics. En sus primeros cinco minutos, la película apuesta por un enfoque más íntimo y vulnerable, alejando al personaje de la arrogancia invulnerable de sus versiones anteriores.

Gunn toma varias ideas del universo DC que ya habían sido exploradas por el escocés Grant Morrison, uno de los autores más influyentes del cómic moderno. Entre ellas están los famosos monos escritores, esos extraños seres meta-narrativos que aparecen en Animal Man y que representan las fuerzas que manipulan el relato desde las sombras, moldeando incluso el odio hacia Superman. También se notan guiños a All Star Superman, esa joya que funciona como carta de amor al personaje y que redefine lo que significa ser humano bajo una capa. De allí salen conceptos como el universo de bolsillo y la prisión en el vacío: pura mitología moderna con alma de ciencia ficción cósmica.

La película también incorpora a parte de la Liga de la Justicia —o mejor dicho, una versión alternativa con tintes más caóticos, bautizada irónicamente como la "Pandilla de la Justicia"— y nos presenta a un Lex Luthor que sigue siendo uno de los villanos más complejos del género: soberbio, manipulador, corporativo. Un genio empresarial que usa su inteligencia no solo para debilitar a Superman, sino para moldear la opinión pública en su contra. Y sí, aunque ahora vista de traje y tenga una empresa multinacional, no hay que olvidar que Luthor nació en los primeros cómics como el clásico científico loco: el tipo que quería destruir el mundo solo porque podía. Gunn lo sabe, y lo actualiza sin perder esa esencia de villano megalómano que tanto nos incomoda… y fascina.

Más allá de la acción y los guiños al cómic, Superman: Legacy también pone el foco en una serie de tensiones muy contemporáneas. El conflicto fronterizo se cuela en la trama como una metáfora de exclusión: Superman, el inmigrante último, no solo es cuestionado por su origen extraterrestre, sino también por representar una amenaza para el orden establecido. La narrativa deja entrever cómo ciertos sectores —militares, corporativos y mediáticos— conspiran para debilitar su imagen pública y neutralizarlo, no por lo que ha hecho, sino por lo que podría hacer. Hay aquí una lectura clara de cómo opera el poder: la sospecha y el miedo como herramientas de control.

Esta vez, la verdadera lucha de Superman no es contra un supervillano, sino contra una moralidad turbia que lo confronta constantemente: ¿hasta qué punto debe intervenir? ¿Cómo usar su poder sin convertirse en aquello que teme? En ese dilema, aparece su padre adoptivo, Jonathan Kent, con un mensaje que desarma cualquier pretensión mesiánica: “No somos los padres quienes decimos qué deben ser nuestros hijos. Solo les damos herramientas para que aprendan a caer… y a levantarse”. Es allí, en esa pausa emocional, donde el héroe encuentra su centro. No en la fuerza, sino en la decisión. No en el linaje, sino en el gesto.

Y en medio de esa tensión constante entre lo que es y lo que esperan que sea, aparece también Lois Lane. No como un simple interés romántico, sino como la única capaz de mirar a Clark Kent más allá del mito. Su presencia no está allí para rescatar al héroe, sino para recordarle que puede ser vulnerable sin dejar de ser valiente. Lois, periodista aguda y tenaz, se convierte en su conciencia paralela: le cuestiona, le sostiene, le confronta. En los momentos más oscuros, es ella quien le recuerda que su deber no es con el poder, sino con las personas. No con la perfección, sino con la verdad. La relación entre ambos no está idealizada, sino que se construye desde la confianza, la duda y la complicidad: como dos adultos que se eligen en medio del caos. Es en esa intimidad, más que en la Fortaleza de la Soledad, donde Superman realmente encuentra su hogar.

El clímax de Superman: Legacy no se resuelve con una explosión ni con un rayo en el cielo —tan comunes en el cine de superhéroes— sino con una decisión que redefine su lugar en el mundo. Superman se enfrenta a una disyuntiva ética: salvar a sus enemigos o dejar que sus actos les pasen factura. La batalla final no es solo externa, sino interna: resistir el odio, la manipulación y la presión de ser un símbolo que no pidió ser. En un momento de duda, en medio del caos, recuerda las palabras de su padre terrestre y opta por lo más difícil: la compasión. Esa elección, tan sencilla y radical, es lo que lo separa de los villanos y lo afirma como un verdadero defensor de la humanidad. No porque sea invulnerable, sino porque elige no rendirse.

Superman: Legacy no es una película perfecta, pero sí necesaria. James Gunn logra algo que pocas veces hemos visto: humanizar al último hijo de Krypton sin despojarlo de su aura mítica. El filme no apuesta todo al espectáculo, sino a la construcción de un símbolo frágil, autoconsciente y profundamente actual. Algunos críticos han elogiado su madurez narrativa, mientras que otros cuestionan su ritmo o la ausencia de grandilocuencia visual. Pero más allá de eso, queda la sensación de que por fin volvemos a tener un Superman que importa, no por lo que puede levantar con sus brazos, sino por lo que carga en su conciencia. Un héroe que, en tiempos de ruido, opta por escuchar. Que, frente al cinismo, todavía cree en algo tan subversivo como la esperanza.

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