Por un momento creímos que el futuro vendría.
Ahora sólo repetimos sus ruinas.
En 12 Monos, de Terry Gilliam, el apocalipsis ya ha ocurrido. No es un evento explosivo y cinematográfico, sino una catástrofe que se deslizó bajo la piel del tiempo: un virus anónimo, una cadena de errores, una memoria quebrada. Como en los bucles de una pesadilla que no se puede olvidar, el fin del mundo regresa una y otra vez, no para ser evitado, sino para ser confirmado.
James Cole, prisionero del año 2035, es
enviado al pasado para "recolectar información" sobre el virus que
arrasó con la humanidad. Pero lo que encuentra es aún más devastador: un tiempo
anterior tan deteriorado como el suyo, poblado por instituciones absurdas,
manicomios espectaculares, científicos risueños, policías paranoicos. Cole no
viaja al pasado para salvarlo, sino para quedar atrapado en él, como un eco
desfasado de sí mismo. Viaja al pasado como un fantasma sin futuro.
Mark Fisher habló del “futuro cancelado”: esa sensación de vivir en un presente sin proyección, donde el mañana no promete transformación, sino la repetición de una catástrofe ya conocida. 12 Monos encarna esa lógica a la perfección. El futuro ya no es lo que solía ser: no una utopía, ni siquiera una distopía brillante, sino un sótano húmedo lleno de pantallas sucias, subordinado a un pasado que se repite compulsivamente. Es el retorno del trauma en clave viral, donde el sujeto —como diría Deleuze— es apenas una interferencia en la señal del tiempo.
La película es una elegía a la imposibilidad
de intervenir. La ciencia es ritual y castigo. Los psiquiatras repiten
diagnósticos. Los activistas fracasan antes de comenzar. El “Ejército de los 12
Monos” no es una célula revolucionaria, sino un chiste antisistema con
consecuencias triviales. La revolución es parodia, y el poder —como en
Foucault— se disfraza de conocimiento bienintencionado. Incluso la memoria, ese
último refugio, está infectada. Cole cree recordar su infancia, pero lo que
rememora es su propia muerte vista desde otro cuerpo, en otro tiempo. Como en La
Jetée, de donde proviene su arquitectura narrativa, la imagen fundacional
del recuerdo no es real, sino una forma del destino.
La estructura de la película es una jaula temporal. Nada se transforma realmente. Los hechos se repiten, los cuerpos giran en bucle. En lugar de progresar, la historia se encierra en sí misma. El tiempo de 12 Monos no es lineal ni redentor, sino una ruina que se reconstruye sobre sí misma. Una especie de distopía estática. Benjamin lo dijo de otro modo: “la catástrofe no es que algo ocurra, sino que todo siga igual”.
Y eso es lo más perturbador: 12 Monos
no imagina el fin del mundo, lo da por sentado. Lo que pone en escena es
nuestra incapacidad de concebir otra cosa. El capitalismo sobrevive
incluso al colapso ecológico y viral. El tiempo es suyo. Su control es tan
efectivo que ni siquiera un viaje al pasado puede escapar del bucle. La
historia ha sido absorbida por el trauma y la administración.
Lo que queda, como Fisher advirtió, es un
estado afectivo: una melancolía cultural estructural, donde la angustia
ya no es personal, sino sistémica. Una depresión planetaria que toma la forma
de una película: sucia, saturada de voces fragmentadas, con una textura que
parece ya descompuesta. 12 Monos no ofrece futuro, ni solución, ni
siquiera redención. Es una carta desde el colapso. Un archivo enfermo del
tiempo. Un eco de lo que pudo haber sido y ya no será.
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