¿Puede un sueño morir?
Y de ser así, ¿qué ocurriría con la realidad que lo produce?
En 1989, el joven
escritor y periodista Neil Gaiman, inspirado por una conversación con Alan
Moore, aceptó el reto de la editora Karen Berger de resucitar a Sandman,
un justiciero olvidado de los años cuarenta, para traerlo de vuelta con un tono
que conectara con la sensibilidad oscura y ambigua de los noventa. Así comenzó
la era de The Sandman, una narración inclasificable que se extendió
hasta 1996 en 75 entregas y que revolucionó el cómic como medio. Su mezcla de
mitología, poesía, filosofía, horror cósmico y cultura pop —con ecos de
Shakespeare y del punk, de los sueños y de las heridas más íntimas— la
convirtió en una obra de culto. Su paso al lenguaje audiovisual parecía
imposible. Pero en 2022, The Sandman cobró vida como serie en Netflix.
¿Cumplió con las
expectativas del mito?
La respuesta breve:
sí, aunque con matices.
La primera temporada adapta con notable fidelidad Preludios y Nocturnos y parte de La Casa de Muñecas, respetando la estructura episódica y la multiplicidad de tonos del cómic original. Tom Sturridge encarna a Sueño (Dream o Morfeo), uno de los Eternos, con una interpretación distante, melancólica y casi sobrenatural: una elección discutida, pero coherente dentro del contexto mitológico que habita. Su evolución emocional, aunque pausada, aporta profundidad y humanidad al relato.
Uno de los mayores
aciertos de la serie radica en su dirección artística. Los paisajes oníricos,
infernales y urbanos se suceden sin perder coherencia visual. El Infierno —con
una Gwendoline Christie imponente como Lucifer— se muestra majestuoso y hostil,
mientras que El Reino del Sueño, al reconstruirse, se convierte en una metáfora
visual del trauma y la sanación. El episodio 6, “The Sound of Her Wings”,
sobresale como joya narrativa: conmovedor, existencial, íntimo. Kirby
Howell-Baptiste ofrece una Muerte luminosa y profundamente humana.
No obstante, la
adaptación no está exenta de dificultades. La serie a veces cae en la
literalidad, explicando con palabras lo que en el cómic era sugerencia o
símbolo. Esto, unido a un ritmo que puede parecer fragmentado o contemplativo
para quienes no están familiarizados con el universo Gaiman, puede alejar a
algunos espectadores. Algunos hilos narrativos, como el de Rose Walker, se
sienten comprimidos y menos resonantes que en el papel.
Aun así, estos tropiezos son comprensibles. Adaptar una obra tan ecléctica y ambiciosa exige sacrificios. Lo importante es que The Sandman no solo intenta reproducir el cómic: lo celebra con reverencia, actualizando aspectos necesarios —como el reparto diverso o las redefiniciones de género— sin traicionar el alma del original. La supervisión de Gaiman como productor ejecutivo asegura esa continuidad emocional e ideológica.
Una de las
dimensiones más ricas de la serie es su compromiso con las identidades queer.
Pero esto no es un añadido contemporáneo: desde sus orígenes, The Sandman
ha sido una obra que abraza lo fluido, lo andrógino, lo marginal. Personajes
como Deseo (interpretade por Mason Alexander Park) encarnan esta hibridez desde
su concepción: una entidad no-binaria, sensual y ambigua, cuya mera existencia
disuelve los límites entre lo masculino y lo femenino, entre el deseo y el
peligro. No es inclusión, es ontología.
Otras decisiones
—como la racialización de Muerte o el género de Johanna Constantine— amplifican
el espíritu del cómic en lugar de diluirlo. En The Sandman, la otredad
no es un obstáculo a superar: es la grieta por donde se filtran lo sagrado, lo
monstruoso y lo poético.
Visualmente, la
serie se adentra sin pudor en una estética gótica postmoderna: ruinas y
vitrales rotos, cuerpos tatuados, arquitecturas imposibles y un aura barroca
que remite tanto al cine de Jean Cocteau como al videoclip noventero (con ecos
de The Cure, Marilyn Manson o Nine Inch Nails). Es un
universo que se siente tanto literario como musical, decadente y vibrante a la
vez.
Así, The Sandman
se convierte en un santuario para sensibilidades no normativas, un refugio para
quienes habitan los márgenes del lenguaje y del cuerpo. Es un espacio liminal
—como el propio Sueño— donde género, muerte, fe y deseo se reinterpretan desde
las zonas más grises de la experiencia humana.
Puede que no sea
una adaptación perfecta. Pero es una obra profundamente necesaria. En un
panorama televisivo saturado de fórmulas, The Sandman recuerda que aún
es posible soñar con narrativas distintas. Sueños que no mueren, sino que
regresan para abrir nuevas puertas.
La llegada de la segunda temporada de The Sandman —luego de un año
turbulento marcado por controversias alrededor de Neil Gaiman y debates sobre
autoría, apropiación y ética— parecía estar en riesgo de naufragar en medio del
ruido mediático. Sin embargo, contra todo pronóstico, la nueva entrega no solo
reafirma el poder visual y narrativo de la serie, sino que ofrece un cierre
emocionalmente resonante que conecta con las preguntas centrales del cómic:
¿puede un sueño cambiar? ¿Puede un dios dejar de ser lo que era? Al dar forma
televisiva a algunos de los arcos más introspectivos de la obra original
—especialmente los que rodean a Delirio, Destrucción y el conflicto interno de
Morfeo—, la serie encuentra una gracia final que trasciende a su creador. Es
como si The Sandman
hablara por sí mismo, como si los Eternos —y sus lectores— estuvieran
destinados a continuar soñando, incluso cuando el mundo despierta abruptamente.
1 comentario:
Genial
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