lunes, 28 de julio de 2025

Ciencia, familia y apocalipsis: el legado incómodo de los Cuatro Fantásticos

 

En abril de 1961, la carrera espacial alcanzaba un nuevo hito con la primera misión tripulada de la U.R.S.S., que logró poner en órbita al cosmonauta Yuri Gagarin. Los sueños que antes se habían plasmado en ingentes cantidades de tinta en las páginas de los pulps de los años cuarenta comenzaban a volverse realidad, posicionando el viaje al espacio como tema central en la cultura popular. Motivados por este entusiasmo, el escritor Martin Leeber y el dibujante Jack Kirby decidieron apostar por dar vida a un singular cuarteto de superhéroes que se convertiría en la piedra angular de “la Casa de las Ideas”: Los Cuatro Fantásticos.

Combinando los tropos convencionales de la space opera —grandes aventuras espaciales, viajes interestelares, conflictos a gran escala, imperios galácticos, razas alienígenas, tecnologías futuristas y elementos melodramáticos— con una fe absoluta en la ciencia como herramienta para enfrentar cualquier amenaza cósmica, Kirby y Lee construyen una atmósfera en la que sus cuatro protagonistas se convierten en protectores de la humanidad (una humanidad que, en su imaginario, se limita a los Estados Unidos), mientras intentan también funcionar como una familia.

Todo comienza con una misión de exploración espacial: el Dr. Reed Richards, su esposa Sue Storm, el hermano menor Johnny Storm y el estoico amigo Ben Grimm se embarcan en un vuelo experimental, sin saber que atravesarán una tormenta de rayos cósmicos que alterará su biología molecular. El accidente les otorga poderes acordes a sus temperamentos y funciones narrativas: elasticidad, invisibilidad, combustión ígnea y fuerza sobrehumana. Así, en noviembre de 1961 se publica la primera entrega de Los Cuatro Fantásticos, cuya portada muestra al cuarteto enfrentando a un elemental de las profundidades que amenaza con alterar la tranquilidad de la ciudad de Nueva York.

Recientemente se estrenó una nueva entrega de Los Cuatro Fantásticos, con el subtítulo Los Primeros Pasos, sin duda un homenaje póstumo al excelso dibujante Jack Kirby. La película nos transporta a una visión retrofuturista que intenta devolver al espectador la sensación de aquella primera lectura del cómic de 1961. Ambientada en la Tierra-828, el Dr. Richards busca un ungüento milagroso que finalmente encuentra su esposa Sue, quien además le revela que están esperando un hijo: el sueño idílico de la generación posguerra y de la familia nuclear. Sin embargo, Richards no puede evitar experimentar una felicidad incómoda, pues, como buen científico, su mente se llena de escenarios catastróficos que podrían amenazar esa anhelada paz doméstica.

Tras una secuencia de acciones preventivas, el equipo enfrenta diversas amenazas, entre ellas al Hombre Topo —un claro guiño tanto al primer número del cómic como a Los Increíbles, de Brad Bird—, quien interrumpe la inauguración de una torre de Panam. El primer acto ofrece una exposición dinámica con sabor clásico a space opera, pero el segundo acto introduce una desaceleración narrativa y un dilema moral: la llegada del heraldo de Galactus, una figura femenina recubierta en metal y transportada en una tabla de surf, anuncia la inminente llegada del devorador de mundos.

Este giro introduce una tensión existencial más profunda: ya no se trata solo de enfrentar monstruos o proteger la ciudad, sino de enfrentarse al fin de todo lo conocido. La elección de hacer del heraldo una mujer metálica parece un gesto deliberado para repensar los roles heroicos y dar a la película un aire de solemnidad operática. A diferencia de adaptaciones anteriores, esta entrega no evade el tono cósmico-melancólico del material original, sino que lo abraza. Las escenas en las que Richards contempla la inminencia de Galactus no remiten al heroísmo tradicional, sino al vértigo filosófico ante lo inconmensurable. Aquí, como en los mejores momentos del cómic, el horror cósmico y la maravilla científica se dan la mano.

Sin embargo, a partir del segundo acto la película comienza a perder el impulso narrativo con el que arrancó. El ritmo se torna errático y, pese a las amenazas cósmicas que se insinúan, no se logra un desarrollo consistente de los personajes. Las relaciones entre los miembros del equipo —uno de los pilares fundamentales del cómic original— quedan apenas esbozadas, sacrificadas en favor de escenas espectaculares que no alcanzan a sostener emocionalmente el relato. El drama interior de Reed, la ambivalencia maternal de Sue, la impulsividad de Johnny o el peso existencial de Ben Grimm son dejados de lado en favor de un conflicto cada vez más abstracto.

La resolución, por su parte, depende menos de un proceso dramático que de la irrupción de un clásico deus ex machina: el pequeño Franklin, hijo de Sue y Reed, cuya repentina manifestación de poderes cósmicos actúa como un interruptor narrativo que revierte el avance de Galactus. Lejos de sentirse como una culminación natural de los temas planteados, este desenlace apela a una lógica casi mística del guion, en la que la infancia simboliza una nueva posibilidad cósmica sin que se construya de manera sólida su justificación en pantalla. La película, así, parece más interesada en rendir homenaje visual al legado de Kirby que en arriesgarse a profundizar en las tensiones familiares, éticas y metafísicas que hicieron grande al cómic.

A pesar de sus tropiezos narrativos, Los Cuatro Fantásticos: Los Primeros Pasos cumple una función clave: recordar por qué este cuarteto fue, desde su creación, algo más que un grupo de superhéroes. En ellos convivían el asombro científico, la disfunción familiar, la aventura y el melodrama. Esta versión cinematográfica, aunque irregular, recupera parte de ese espíritu fundacional y se atreve a jugar con el imaginario retrofuturista que tanto le debe a Jack Kirby. Sin embargo, también evidencia lo difícil que resulta hoy actualizar ciertos mitos sin caer en la nostalgia o en la dependencia de soluciones simplistas. En un panorama saturado de narrativas superheroicas, los Cuatro Fantásticos siguen representando una idea de futuro donde el conocimiento, la cooperación y los lazos afectivos eran la base para enfrentar lo desconocido. Tal vez esa idea esté en crisis, pero sigue siendo necesaria.

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