Estas y otras preguntas laten en el corazón de Sinners, la más reciente
película de Ryan Coogler, reconocido por revitalizar el universo de Rocky
con Creed y por llevar al MCU a nuevas alturas con Pantera Negra.
Ambientada en la
era de las leyes Jim Crow —ese sistema de segregación racial que, bajo el
engañoso lema de "separados pero iguales", institucionalizó el
racismo en los Estados Unidos—, Sinners nos sumerge en una historia de
resistencia, música y redención. El relato gira en torno a dos hermanos,
interpretados por Michael B. Jordan, que deciden desafiar el statu quo
reclutando a músicos marginalizados para abrir un club donde la gente negra pueda
encontrar, a través del blues, ese estado de libertad que el sistema les niega.
Al ritmo de guitarras, armónicas y pianos que parecen hablar con los muertos,
el club se convierte en un espacio sagrado de comunión, goce y poder.
Todo es celebración
hasta que irrumpen tres forasteros: un trío de paisanos armados no con armas,
sino con un violín, un banjo y una guitarra. Han llegado tras escuchar la
vibrante interpretación del hijo del reverendo —un joven prodigio que nos
regala la escena musical más poderosa del filme—, y piden ser parte de la
fiesta. Pero el imponente portero y los hermanos que custodian la entrada les
niegan el paso. Ellos se alejan en silencio y la música continúa.
Intrigada, una
joven —amante de uno de los hermanos— decide seguirlos. Al encontrarlos, se
deja seducir tanto por su melodía como por las relucientes monedas de oro que
porta uno de ellos. Pero algo en su instinto se activa: hay una oscuridad
latente bajo esa armonía perfecta. Cuando se da vuelta para regresar, ya es
demasiado tarde. Ha aceptado una invitación que la transporta a otro mundo, uno
poblado por los no-muertos, por los portadores de plagas milenarias llegadas
desde el viejo continente. Sí, hablamos de vampiros.
Lo que parecía una
historia de superación y lucha social, muta en una fábula gótica profundamente
simbólica. Sinners subvierte el imaginario del blues como un lenguaje
del alma para revelarlo como un campo de batalla espiritual: un espacio donde
el legado africano resiste contra las fuerzas parasitarias del colonialismo,
aquí encarnadas en criaturas que devoran, corrompen y seducen. Coogler
entrelaza el horror con el folclore afroamericano para recordarnos que el miedo
—como la música— también tiene memoria.
En tiempos donde el
terror se banaliza en fórmulas previsibles, Sinners recupera la
dimensión política y ancestral del horror. Es una película que nos obliga a
escuchar, a mirar atrás y a reconocer que, a veces, los verdaderos monstruos no
vienen de leyendas, sino de historias reales que aún sangran.
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