miércoles, 30 de julio de 2025

Mindhunter: el origen del perfil criminal y la obsesión por entender al mal

 

¿Qué detona el instinto asesino? ¿Qué circunstancias llevan a desarrollar una patología criminal tan extrema como la del asesino serial? ¿Es posible anticiparlo o incluso evitarlo? Hasta la década de 1970, las herramientas con las que contaban los cuerpos policiales para abordar estos casos eran escasas, casi rudimentarias. No existía una teoría consolidada sobre la mente del criminal, ni un método científico que permitiera rastrear patrones. La figura del asesino múltiple era vista como una aberración incomprensible, más cercana a lo monstruoso que a lo explicable.

Es en ese contexto donde Mindhunter sitúa su relato. Armados apenas con una grabadora, un test de evaluación y largas jornadas de café, pizza y preguntas incómodas, los agentes del FBI Holden Ford y Bill Tench, junto a la doctora Wendy Carr, inician un proyecto vanguardista que busca comprender el pensamiento criminal desde dentro. Su objetivo: entrevistar a asesinos encarcelados, registrar sus testimonios y establecer patrones que permitan cimentar lo que más tarde se conocerá como perfilación criminal. Así nace la Unidad de Ciencias del Comportamiento.

Pero más allá del desarrollo institucional, la serie —inspirada en hechos reales— plantea una inquietud más profunda: ¿cómo entender el mal sin caer en su fascinación? En este punto, el espectador se encuentra ante un dilema similar al que en el siglo XIX expuso Thomas De Quincey en su célebre ensayo El asesinato considerado como una de las bellas artes. Allí, con ironía afilada, De Quincey sugería que el crimen —cuando se observa con la suficiente distancia— podía adquirir un inquietante valor estético. Lo decía así:

“Todo asesinato que se ejecuta con arte debe ser considerado como una obra de arte…”

De alguna manera, eso es lo que Mindhunter pone en escena: la tensión entre análisis y estetización, entre la necesidad de comprender y el riesgo de normalizar. En su intento por explicar lo inexplicable, los investigadores de la serie —y nosotros, como espectadores— nos adentramos en un terreno ambiguo donde el horror se vuelve narrativo, casi teatral, y donde las palabras de los criminales, lejos de tranquilizar, abren nuevas grietas en la comprensión de lo humano.

Lejos del modelo tradicional del detective infalible o del asesino carismático, Mindhunter ofrece una visión fría, casi clínica, de los inicios de la criminología moderna. A lo largo de sus dos temporadas, seguimos el recorrido de Ford, Tench y Carr mientras viajan por diferentes ciudades de Estados Unidos para entrevistar a asesinos reales —como Edmund Kemper, Richard Speck o Jerry Brudos— con el objetivo de mapear sus motivaciones, modos operandi y trayectorias vitales.

La ficción se sostiene en una base documental sólida, pero nunca se convierte en una simple reconstrucción. Lo que la distingue es su ritmo pausado, su construcción atmosférica y su enfoque en los procesos mentales, tanto de los criminales como de quienes los estudian. Cada entrevista se convierte en una especie de coreografía verbal, donde la lógica perversa del asesino desafía la razón de los investigadores. La tensión no reside en el crimen en sí, sino en cómo se relata, en el lenguaje que lo moldea y lo justifica.

Es precisamente en ese punto donde Mindhunter se emparenta con la tesis de De Quincey: no porque romantice el crimen, sino porque muestra cómo el acto violento se vuelve representación, relato, discurso. Los asesinos entrevistados no solo hablan de lo que hicieron: construyen una versión de sí mismos, conscientes de que están siendo escuchados, registrados, interpretados. En ese juego de espejos, la figura del criminal deja de ser un objeto de estudio para convertirse en un narrador perturbadoramente lúcido.

Al mismo tiempo, la serie no idealiza a los investigadores. Holden Ford, joven y ambicioso, se deja arrastrar por su propia necesidad de entender —y quizás de controlar— aquello que investiga. Su obsesión, que al inicio parece ser un motor de innovación, pronto revela una fragilidad emocional profunda. Bill Tench, más pragmático y escéptico, se convierte en el contrapeso ético del equipo, mientras que la doctora Carr aporta el rigor académico necesario para sistematizar los hallazgos, aunque a menudo debe lidiar con la rigidez de las instituciones y los sesgos de género. Todos ellos enfrentan el mismo dilema: cuanto más se acercan a la mente del asesino, más borrosas se vuelven las fronteras entre el bien y el mal, entre comprender y justificar.

Visualmente, Mindhunter lleva el sello inconfundible de David Fincher: composiciones simétricas, iluminación contenida, colores apagados y una estética que evoca la opresión burocrática de los años setenta. La frialdad de los encuadres no es gratuita: refuerza la sensación de que estamos observando un experimento, una muestra congelada de la historia del mal. La violencia nunca es mostrada de forma explícita, pero su presencia es constante, insinuada en los gestos, en las pausas, en los silencios.

El FBI que retrata la serie aún arrastra el legado autoritario de la era Hoover. Las tensiones internas del proyecto —entre la innovación científica y el conservadurismo institucional— también reflejan las contradicciones de una sociedad que apenas comienza a reconocer la complejidad de ciertos crímenes. A ello se suma la desconfianza del mundo académico hacia una agencia federal marcada por el espionaje político y el control ideológico. Esta dimensión política no está en primer plano, pero permea el trasfondo de muchas decisiones, recordando que la ciencia del comportamiento también está sujeta a intereses, recursos y jerarquías.

Mindhunter, en última instancia, no busca resolver misterios. Su propósito no es atrapar a los culpables, sino comprender las condiciones en las que el crimen se vuelve posible, e incluso sistemático. Al igual que en el ensayo de De Quincey, la pregunta no es solo qué lleva a alguien a matar, sino qué nos lleva a querer mirar, a querer saber, a querer contarlo.

Cancelada tras dos temporadas —pese al entusiasmo crítico—, la serie deja una obra compacta, coherente y profundamente influyente. Una ficción que se aproxima al crimen no como espectáculo, sino como objeto de estudio, y que convierte la entrevista criminal en un espacio de reflexión ética, lingüística y psicológica. En un panorama televisivo saturado de thrillers efectistas, Mindhunter se distingue por su contención, su inteligencia narrativa y su capacidad para incomodar.

Quizás esa incomodidad sea su mayor logro: en lugar de cerrar el caso, deja abierta la pregunta. Y en esa apertura, como diría De Quincey, el asesinato no se convierte en arte por su forma, sino por la forma en que lo miramos.

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