Struzan nació en 1947, y su carrera se forjó en un momento de transición entre la ilustración clásica y la era del marketing cinematográfico moderno. En los años setenta y ochenta, cuando el auge del blockbuster redefinía la industria, sus carteles acompañaron títulos que marcaron una generación: Star Wars, Indiana Jones, Blade Runner, Back to the Future, The Thing, The Goonies, Harry Potter y muchos más. Cada una de estas obras lleva impresa la impronta del artista: rostros iluminados por una luz interior, atmósferas saturadas de emoción, y una disposición casi barroca en la que todos los elementos —personajes, objetos, escenarios— parecen respirar un mismo pulso narrativo.
La composición en Struzan es un arte del equilibrio. A primera vista, sus carteles parecen densos, casi abigarrados, pero cada línea responde a una lógica de jerarquía visual y afectiva. El espectador no solo ve, sino que lee la imagen. En un solo golpe de vista puede intuir quién es el héroe, cuál es el conflicto, y qué tipo de universo está a punto de desplegarse en la pantalla. Struzan no se limita a retratar personajes: los integra en una trama visual que condensa el tiempo del relato en un instante pictórico. Esa es su genialidad narrativa. En un solo cuadro, logra articular la estructura dramática de toda una película.Técnicamente, su obra es una síntesis magistral entre dibujo, pintura y retoque fotográfico. Struzan trabajaba sobre papel ilustración, combinando acrílicos, aerógrafo y lápiz de color. Su dominio del aerógrafo —instrumento esencial en su técnica— le permitía crear transiciones suaves de luz y textura, un efecto de “neblina luminosa” que envuelve a los personajes y genera una sensación de profundidad cinematográfica. Esa cualidad atmosférica es la que hace que sus pósters parezcan fotogramas soñados: imágenes que existen en el umbral entre lo real y lo mítico.
La manera en que Struzan entiende el rostro humano es central a su estilo. No busca la fidelidad fotográfica, sino una expresividad que intensifica la presencia del actor. Sus retratos no son copias: son interpretaciones emocionales. En ellos, el brillo de una mirada o la sombra en una mejilla se convierten en metáforas visuales del destino del personaje. El rostro en Struzan es el núcleo de la narrativa. Todo gira en torno a esa energía afectiva que emana de los ojos. De ahí su impacto: al mirar uno de sus carteles, el espectador no solo reconoce al actor, sino que siente la promesa de una historia que ya lo está mirando a él.Drew Struzan pertenece a una genealogía que incluye al legendario Bob Peak, considerado el padre del póster moderno. Peak, con su estilo dinámico, fragmentado y lleno de movimiento, rompió con la rigidez del retrato clásico y dotó al cartel de una energía expresionista. Struzan tomó esa herencia y la retradució en clave emocional, suavizando el gesto, equilibrando la composición y apostando por una narrativa más simbólica. Si Peak era el pintor del ritmo, Struzan fue el pintor de la emoción. Donde el primero celebraba la energía cinética del cine, el segundo celebraba su humanidad. En ese tránsito se define el espíritu visual de toda una generación.
Lo que diferencia a Struzan de otros ilustradores de su tiempo es su capacidad para crear un universo afectivo coherente entre películas muy distintas. Su estilo se convirtió en un sello de autenticidad emocional. Cuando el público veía un cartel de Struzan, sabía que detrás había una historia digna de asombro, una aventura épica o un viaje emocional profundo. En cierta forma, fue un curador visual del espíritu del cine de los ochenta y noventa: un tiempo en que la imaginación, la nostalgia y la aventura se mezclaban con un optimismo melancólico.A nivel conceptual, sus obras también dialogan con una noción de narrativa expandida. Cada cartel no solo presenta, sino que amplía el universo fílmico. Es como si Struzan construyera un relato paralelo: un espacio donde los personajes se reúnen por última vez antes de ser liberados a la pantalla. En ese sentido, su arte tiene una dimensión casi litúrgica. El póster es un altar donde se condensan las fuerzas narrativas del film, un espacio liminar entre el deseo y la proyección. De ahí que sus composiciones tengan algo de “montaje espiritual”: una suma de momentos que, vistos juntos, generan una emoción anticipada, un eco del relato por venir.
La llegada del diseño digital y la fotografía como estándar de la publicidad cinematográfica marcó un cambio radical. En los años dos mil, cuando los estudios comenzaron a preferir composiciones fotográficas hiperrealistas y campañas basadas en branding, el arte de Struzan se volvió un gesto de resistencia. Su pincelada recordaba que el cine no solo se consume, sino que se imagina. Su estética artesanal nos devuelve a una época en que el cartel era una promesa de magia, un puente entre el mundo real y la ficción. No por nostalgia, sino por la convicción de que la mano humana, con su imperfección y su aura, transmite una verdad emocional que la máquina aún no puede replicar.En retrospectiva, Drew Struzan no solo ilustró películas; ilustró la memoria del cine. Sus obras son cápsulas de tiempo, fragmentos de un sueño colectivo donde los héroes, los villanos y las criaturas imposibles conviven en equilibrio. En sus carteles se siente la reverencia por el mito, la pasión por la narrativa y la fe en la imagen como portal hacia lo desconocido. Por eso, más que un ilustrador, Struzan es un narrador invisible: un contador de historias que habla desde el color, la luz y el trazo.
Su legado, junto al de Bob Peak, nos recuerda que el cine también se mira antes de verse. Que la primera imagen que amamos de una película no pertenece al proyector, sino al cartel. Y que en esa imagen —hecha a mano, saturada de humanidad, compuesta con el rigor de un pintor renacentista— late todavía el milagro de la imaginación.
Drew Struzan, con cada póster, nos enseñó que ver el cine es, ante todo, soñar con él.
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