¿Qué tienen en común una monja, un algoritmo complaciente y el Santo Grial? A primera vista, nada. Pero en La Señora Davis la lógica cotidiana se suspende y el azar —esa fuerza imprevisible que desordena la vida— se convierte en motor narrativo. La historia arranca con un guiño delirante: el doctor Arthur Schödinger y su gato Apolo ultiman los detalles de un cohete pirotécnico con el que esperan atraer un barco para ser rescatados. Tras el milagroso estallido de luces en el cielo, un carguero aparece. Y lo más insólito todavía está por venir, pues la capitana no habla por sí misma sino a través de un auricular conectado a “La Señora Davis”, una inteligencia artificial que asegura poder complacer cualquier deseo humano.
La serie, creada por Tara Hernandez y Damon Lindelof, se despliega como una sátira que oscila entre la fábula medieval y el thriller tecnológico. Su protagonista, la monja Simone, se enfrenta a la IA con un objetivo aparentemente imposible: destruirla. Pero lo que podría haber sido un relato solemne sobre la amenaza de los algoritmos se convierte en una comedia irreverente, llena de escenas que parecen sacadas de un sketch de Monty Python: caballeros ridículos buscando el Santo Grial, conspiraciones que rozan lo grotesco y diálogos que desarman cualquier intento de tomar demasiado en serio la épica de la fe y la tecnología.
El humor absurdo funciona como un espejo crítico: ¿no son nuestras relaciones con las aplicaciones y asistentes virtuales tan absurdas como hablar con una voz invisible que promete satisfacción inmediata? La Señora Davis se ríe de nuestras certezas y de la promesa de un algoritmo que todo lo sabe, mostrando que el verdadero misterio sigue siendo humano.La serie, más que ofrecer respuestas, insiste en la incomodidad de las preguntas: ¿qué significa creer en algo o en alguien? ¿Qué tan libres somos cuando todo está mediado por una entidad que “nos conoce mejor que nosotros mismos”? Y al mismo tiempo, recuerda que el absurdo, el juego y la ironía son armas poderosas contra cualquier dogma, sea religioso o tecnológico.
En última instancia, La Señora Davis no es solo una serie: es un conjuro que mezcla misticismo medieval y paranoia digital, un delirio que se ríe de lo sagrado y lo profano con el mismo desparpajo. Como un sketch de Monty Python perdido en un servidor celestial, nos recuerda que lo absurdo sigue siendo la mejor herramienta para hablar de lo real.
Y así, cuando la pantalla se apaga, lo que queda no es la voz complaciente del algoritmo ni la solemnidad de los caballeros del Grial, sino la carcajada de fondo: esa risa espectral que atraviesa el tiempo y nos susurra que la fe y la tecnología son apenas dos caras de la misma farsa cósmica. La Señora Davis ha cumplido su promesa: complacernos hasta el desconcierto, llevarnos de la mano hasta el borde del sinsentido, y dejarnos allí, con una sonrisa nerviosa, como si acabáramos de sobrevivir a un milagro que nunca debió suceder.
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