La adaptación cinematográfica de La Larga Marcha, dirigida por Francis Lawrence, trae a la pantalla una de las novelas más perturbadoras escritas por Stephen King bajo el seudónimo de Richard Bachman. La premisa sigue siendo brutal en su sencillez: cien jóvenes compiten en una caminata sin fin, en la que detenerse o bajar el ritmo equivale a una sentencia de muerte. El vencedor obtendrá “cualquier cosa que desee”, pero el precio es la vida de todos los demás.
El
film abre con la figura de Raymond Garraty, acompañado por su madre Ginnie,
quien suplica que abandone antes de la partida. La negativa del protagonista y
la presentación de sus compañeros —entre ellos Peter McVries— marcan el tono de
una narración donde la amistad y la camaradería son tan efímeras como la propia
esperanza.
Francis
Lawrence no rehúye la deuda estética que su obra tiene con las distopías
juveniles de la última década. De hecho, Los Juegos del Hambre y Maze Runner beben
directamente de la imaginación de King: adolescentes enfrentados a un poder
totalitario, un espectáculo de masas y la muerte convertida en entretenimiento.
La película cierra así un círculo: la fuente inspiradora regresa ahora en un
lenguaje audiovisual que dialoga con sus herederas.
El
clímax llega con el último deseo de Garraty: la muerte del propio Comandante.
Lo que en la novela permanecía como una figura inaccesible, casi mítica, aquí
se materializa en un desenlace cargado de simbolismo: el poder absoluto no es
invencible y la marcha solo se detiene cuando el verdugo se convierte en
víctima.
En
definitiva, La Larga Marcha
no es solo una distopía adolescente más, sino un retrato demoledor sobre el
control social, la espectacularización de la violencia y la fragilidad del
cuerpo frente a un sistema que exige sacrificios en nombre de la patria. La
mirada de Lawrence consigue actualizar el material de King, devolviendo
vigencia a una historia que, lejos de envejecer, resuena con la misma crudeza
en un presente obsesionado con el espectáculo y la competencia sin límites.
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