martes, 23 de septiembre de 2025

La marcha interminable: cuerpo, poder y espectáculo en la distopía

 

La adaptación cinematográfica de La Larga Marcha, dirigida por Francis Lawrence, trae a la pantalla una de las novelas más perturbadoras escritas por Stephen King bajo el seudónimo de Richard Bachman. La premisa sigue siendo brutal en su sencillez: cien jóvenes compiten en una caminata sin fin, en la que detenerse o bajar el ritmo equivale a una sentencia de muerte. El vencedor obtendrá “cualquier cosa que desee”, pero el precio es la vida de todos los demás.

El film abre con la figura de Raymond Garraty, acompañado por su madre Ginnie, quien suplica que abandone antes de la partida. La negativa del protagonista y la presentación de sus compañeros —entre ellos Peter McVries— marcan el tono de una narración donde la amistad y la camaradería son tan efímeras como la propia esperanza.

Francis Lawrence no rehúye la deuda estética que su obra tiene con las distopías juveniles de la última década. De hecho, Los Juegos del Hambre y Maze Runner beben directamente de la imaginación de King: adolescentes enfrentados a un poder totalitario, un espectáculo de masas y la muerte convertida en entretenimiento. La película cierra así un círculo: la fuente inspiradora regresa ahora en un lenguaje audiovisual que dialoga con sus herederas.

Uno de los giros más potentes de la adaptación está en el destino de los personajes: contra el cliché del cine mainstream, no muere el competidor afroamericano sino un joven blanco que parecía tener todas las condiciones para resistir hasta el final. Este cambio subvierte la expectativa de la audiencia y apunta a un gesto político que intenta corregir los tropos raciales habituales en el género.

El clímax llega con el último deseo de Garraty: la muerte del propio Comandante. Lo que en la novela permanecía como una figura inaccesible, casi mítica, aquí se materializa en un desenlace cargado de simbolismo: el poder absoluto no es invencible y la marcha solo se detiene cuando el verdugo se convierte en víctima.

En definitiva, La Larga Marcha no es solo una distopía adolescente más, sino un retrato demoledor sobre el control social, la espectacularización de la violencia y la fragilidad del cuerpo frente a un sistema que exige sacrificios en nombre de la patria. La mirada de Lawrence consigue actualizar el material de King, devolviendo vigencia a una historia que, lejos de envejecer, resuena con la misma crudeza en un presente obsesionado con el espectáculo y la competencia sin límites.

 En conclusión, La Larga Marcha ofrece una lectura profundamente contemporánea de la distopía al situar la violencia como espectáculo y la obediencia como forma de control político. En tiempos en los que el reality show y la competencia extrema se confunden con entretenimiento, la obra de King —y su relectura por Lawrence— nos recuerda que la línea entre ficción y realidad es cada vez más delgada. La marcha no es solo un ritual de sacrificio juvenil, sino también una metáfora del desgaste social bajo sistemas que convierten la vida en mercancía y la resistencia en espectáculo.

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