miércoles, 3 de diciembre de 2025

Caminar para Recordar: Travis y la herida abierta del sueño americano / Una mirada a Paris -Texas (1984) de Wim Wenders

 

Un hombre deambula por el desierto. Llega a una gasolinera perdida en Texas; parece haber caminado durante kilómetros persiguiendo algo que solo él podría describir. Entra en la tienda y se lleva a la boca un puñado de hielo. El choque térmico lo derrumba de inmediato: su cuerpo cae, por pura inercia, sobre el polvoriento piso de madera. Despierta en una camilla, ante un hombre que parece médico y que intenta arrancarle alguna palabra. Nada. Travis —aunque aún no lo sabemos— parece haber hecho un voto de silencio. El médico encuentra en sus pertenencias una tarjeta con el nombre de Walter y un número. Llama. Al otro lado, alguien promete ir a recoger al desconocido.

Tras recorrer varios kilómetros desde Los Ángeles, Walter descubre que ese hombre desorientado es su hermano Travis, desaparecido hace cuatro años. El regreso juntos no será solo un viaje físico: para Travis será la lenta reconstrucción del rompecabezas que él mismo deshizo al abandonar a su familia en busca de una redención que aún no comprende del todo. ¿De qué huye Travis? ¿Qué envuelve el misterio de su desaparición? ¿Por qué esa necesidad casi ritual de caminar?

El director alemán Wim Wenders entrega en Paris, Texas un retrato devastador del mito estadounidense: la tierra de la libertad convertida en desierto emocional. A través de Travis, el espectador viaja por una road movie con tintes de western crepuscular, donde cada tramo parece preguntarse qué significa alcanzar una libertad auténtica más allá de las ataduras de una sociedad que promete abundancia mientras ahoga, lentamente, a quienes intentan seguir sus reglas. El silencio de Travis, que gobierna gran parte del film, se rompe finalmente en la conversación más emotiva de la película: el reencuentro con Jane, su esposa. Allí, en ese espacio suspendido, se revela el misterio que ha sostenido más de dos horas de incertidumbre.

El propio Wenders lo resume con precisión: “París, Texas despierta en mí una sensación inmoral básica del ser humano: una llamada desesperada a la libertad incondicional y a la desatadura de una sociedad que ha creado unas bases ‘morales’ que diezman constantemente el libre albedrío de sus habitantes.”

Harry Dean Staton, Nastassja Kinski y Wim Wenders
En Paris, Texas, Wenders desmonta con sutileza la iconografía de la familia nuclear estadounidense: esa tríada perfecta —padre, madre, hijo— que se erige como emblema de estabilidad y virtud moral. Travis regresa a un país cuya estructura afectiva se sostiene sobre una promesa rota: la de que el trabajo, el hogar y el consumo bastan para construir un sentido de plenitud. La familia feliz, ese mito que Estados Unidos exportó al mundo, funciona aquí como una carcasa vacía. Walter vive en una casa ordenada, con un hijo bien cuidado, una nevera llena y un trabajo estable; aun así, hay un desajuste emocional que se percibe en los silencios, en las miradas evasivas, en lo que no se dice. Wenders revela el precio de sostener esa imagen: el sacrificio de las emociones profundas en favor de una normalidad prefabricada.

Uno de los gestos más reveladores es la escena de los zapatos. Travis, todavía perdido entre la culpa y la necesidad de reparar, se sienta a limpiar y pulir todos los zapatos de la casa, como si cada par representara una vida que intenta devolver a la luz. Es un acto mínimo, casi ritual, de darle “una segunda vida” a lo material mientras él mismo busca esa segunda oportunidad. Los zapatos brillados son un símbolo poderoso: objetos que recorren caminos, que guardan huellas y que, al igual que él, han quedado desgastados por la distancia. En un país donde la acumulación de cosas funciona como anestesia emocional, Travis intenta, paradójicamente, sanar a través de un cuidado íntimo de lo material, aunque lo que realmente busca es recomponer el vínculo humano que destruyó.

La ausencia prolongada de Travis también coloca el tema del abandono paterno en el centro del relato. Su hijo —Hunter— lo recibe no con rechazo, sino con una curiosidad desbordada que expone la herida abierta que deja un padre ausente. El niño lo observa como si fuera un fantasma que vuelve de otra dimensión. Y, de algún modo, esa es exactamente la condición de Travis: alguien que dejó de existir en el mundo familiar para exiliarse en un desierto físico y emocional. La película confronta la figura paterna desde la vulnerabilidad: no el proveedor fuerte y estable, sino un hombre fracturado que intenta recuperar una relación que no vio nacer. La humillación, la vergüenza y el arrepentimiento actúan como cargas invisibles que lo acompañan en cada plano, revelando que la masculinidad también puede estar hecha de quiebres, silencios y arrepentimientos que duelen tanto como cicatrices visibles.

En última instancia, Paris, Texas es una meditación sobre la libertad, pero también sobre la responsabilidad afectiva. Es una película que se mueve entre la fuga y el retorno, entre la búsqueda de identidad y la desesperación por reparar un daño ya hecho. Wenders nos muestra que la redención no siempre consiste en recuperar lo perdido, sino en comprender cuándo soltar. La decisión final de Travis —ese acto de amor que implica retirarse para permitir que otros puedan reconstruir su propia vida— sintetiza la esencia misma del filme: la libertad no siempre está en avanzar hacia el horizonte, sino en reconocer los límites de uno mismo y aceptar que, a veces, el mayor gesto de amor es apartarse.

Paris, Texas permanece como una de las obras más profundas del cine contemporáneo porque logra unir la poesía del paisaje con la desolación interna del ser humano. Nos interpela sobre el fracaso del sueño americano, sobre las heridas familiares que el tiempo no cura por sí solo, y sobre la posibilidad —mínima, incierta, pero luminosa— de encontrar un camino propio en medio del silencio y la pérdida. Una película que, como su protagonista, camina despacio para dejarnos ver lo indispensables que son nuestras grietas.

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