El pasado viernes 28 de noviembre
fui invitado a la presentación del informe del proyecto de
investigación-creación Ritmo 2021, liderado por el
docente asociado e investigador Luis Fernando Medina de la Universidad Nacional
de Colombia, en calidad de panelista para conversar sobre el fanzine, sus
características y el rol que puede ejercer dentro de la academia. Además de
este servidor, participaron la diseñadora, docente y editora de Mirabilia Libros Angélica Caballero y el
editor e investigador Daniel Pinzón Lizarazo.
La
conversación se centró en cuatro preguntas que, lejos de agotarse en respuestas
cerradas, detonaron nuevas inquietudes sobre este artefacto contracultural que,
en sus orígenes, se configuró como un espacio abiertamente antiacadémico,
antihegemónico y antisistema. Cada una de estas preguntas me llevó a organizar
mis anotaciones y actualizar una reflexión sobre el fanzine y su vigencia en
tiempos de redes sociales, fake news y deepfakes.
La
primera pregunta giraba en torno a las características del fanzine y la manera
en que estas lo convierten, simultáneamente, en objeto de investigación y en
vehículo de divulgación académica. El fanzine puede entenderse como un
laboratorio, un espacio de experimentación donde el error no solo es posible,
sino que históricamente ha funcionado como señal de autenticidad: una herencia
del espíritu hazlo tú mismo
que marcó su nacimiento.
Si
bien hoy la mayoría de las herramientas para producir fanzines están contenidas
en los computadores, esto no implica que hayan desaparecido las tijeras, el
pegante y el papel: conviven, se mezclan, se contaminan. Aun así, persiste la
idea de que el fanzine es un objeto “mal hecho”: con errores, fallas de
composición, fotocopiado en baja calidad, distribuido gratuitamente. Pero es
necesario subrayar que los fanzines responden a las condiciones de producción
de cada época y al espíritu que los impulsa. Por ello, el error ya no define su
esencia: hoy la publicación de escritorio (desktop publishing) es una
constante en sus procesos de creación, sin que esto implique abandonar su
naturaleza crítica, accesible y experimental.
La
segunda pregunta se orientó hacia los procesos de publicación, tanto dentro de
los espacios académicos como por fuera de ellos. Frente a este tema surgieron
varias líneas de fuga, entre ellas la creación de talleres y electivas
interdisciplinares que los estudiantes toman para completar sus créditos
académicos y, a la vez, acceder a dinámicas distintas a las que encuentran en
sus asignaturas habituales.
Que
las universidades hayan adoptado tan rápidamente el fanzine es, en buena
medida, consecuencia de su conversión en objeto de investigación. Una práctica
que durante décadas habitó los márgenes —sostenida por comunidades
alternativas, subculturas y colectivos autodidactas— es visibilizada de pronto
por la academia como un artefacto casi exótico y, al mismo tiempo, como un
dispositivo creativo capaz de activar procesos que no serían posibles dentro de
las condicionantes propias del encargo o del proyecto de clase.
Desde
los primeros ejercicios de fanzine en la década de 1970, tanto en Europa como
en Estados Unidos, estas publicaciones se consolidaron como órganos de difusión
para las ideas, posturas y gustos de grupos minoritarios: comunidades al margen
que la cultura oficial no reconoce o incluso señala por desviarse del canon de
lo aceptable. Y, sin embargo, es justamente en esa característica donde
persiste el núcleo vital del fanzine: visibilizar aquello que la cultura
dominante no ve, otorgarle la validez que merece y hacerlo lejos de la
curaduría, la mediación y la aprobación del establecimiento.
La
tercera pregunta se orientó hacia la manera en que las publicaciones
académicas, rigurosas y periódicas, pueden articularse con un fanzine, una
publicación independiente que responde a parámetros distintos y no siempre
regulados por la rigurosidad institucional. Para ampliar esta inquietud es
necesario considerar que, dentro de los requisitos para los registros
calificados y la certificación del Ministerio, se exige la existencia de
productos de investigación divulgados en revistas indexadas y en publicaciones
internas. Sin embargo, la reciente inclusión de la literatura gris como categoría
válida para los productos derivados de investigación abre un nuevo camino:
permite que los fanzines sean reconocidos como forma legítima de publicación y
—quién sabe— que en un futuro puedan incluso indexarse y convertirse en una
suerte de oasis para quienes buscan divulgar y socializar sus proyectos por
vías alternativas.
A
esto se suma que, dado que las universidades cuentan con presupuestos de
investigación limitados, el fanzine se presenta como una forma práctica,
asequible y materialmente atractiva para producir resultados divulgables sin
incurrir en grandes costos. Su condición de objeto impreso —su textura, su
manufactura, su carácter manual o semimanual— lo convierte en un producto
altamente valorado, capaz de generar un vínculo sensible con el lector, quizá
más efectivo que una revista académica cuyos artículos solo interesan a una
minoría especializada.
Otro
punto que emerge es el creciente interés de instituciones como la Biblioteca
Nacional, el Banco de la República y otros repositorios estatales por
recopilar, catalogar y archivar fanzines. Y, sin embargo, en medio de esta
legitimación, siento que el fanzine nunca ha buscado —ni debería buscar— ser
estabilizado, narrado o fijado desde una lógica institucional. Todo lo
contrario: el fanzine rehúsa ser petrificado, enmarcado o mostrado como un
cadáver en exhibición. Al fanzine solo le interesa algo esencial: ser
compartido, circular, construirse desde la intuición y seguir siendo ese
laboratorio de ideas en constante ebullición que lo ha mantenido vivo durante
décadas.
La
cuarta pregunta nos llevó a examinar lo que podría denominarse un giro epistemológico
en los procesos de divulgación científica y de creación de obra cuando se
utiliza el fanzine como forma de publicación. Como mencioné previamente, los
fanzines son objetos resbalosos: mutan de manera permanente y, en los últimos
años, lo hacen de forma acelerada. A comienzos de la primera década del siglo
XXI, la eclosión de publicaciones independientes llevó a estudiantes y
profesionales en artes, diseño y áreas afines a ver en el fanzine una vía de
publicación y, al mismo tiempo, una forma de construir hoja de vida a través de
las múltiples ferias que surgieron para su circulación.
Fanzines
de dibujo, poesía, cuento, fotografía, historia y otros campos de las ciencias
humanas encontraron lugar entre las páginas de papel de pulpa —de gramajes
superiores a noventa gramos— y las tintas de fotocopia, litografía o
risografía. En ese contexto, la epistemología del fanzine puede
entenderse como una epistemología situada, menor y procesual, construida desde
los márgenes y no desde los centros de validación del conocimiento. Su fuerza
no reside en la búsqueda de una verdad universal, sino en la producción de
saberes locales, tácticos y encarnados, que emergen de experiencias, urgencias
y pulsiones específicas.
El
fanzine se origina en el hacer: en el gesto manual, la experimentación y el
error. Su conocimiento no se formula en abstracto: surge mientras se produce.
Se trata de una epistemología cercana al bricolaje, a la maker culture, a la deriva, donde
el pensamiento se encarna en la acción. Su saber no es hegemónico: es
subalterno y contracultural, nacido del deseo de decir aquello que el sistema
editorial, institucional o mediático no quiere —o no sabe— escuchar.
No
es una epistemología estable ni definitiva: es mutable, transitoria y dinámica.
Se construye en el momento de su producción y se resignifica en cada lectura y
relectura. El fanzine, en última instancia, encarna una epistemología de la
liberación del saber: producir conocimiento sin pedir permiso,
sin esperar validación y sin renunciar ni al error ni a la intuición.
En última instancia, pensar el
fanzine como una epistemología implica reconocer que allí se articula una
política del conocimiento que privilegia la autonomía, el gesto y la comunidad.
El fanzine no busca ser canonizado ni momificado en vitrinas institucionales:
su vitalidad depende de circular, de contaminarse, de fallar y volver a
empezar. Su gran aporte a la academia no es ofrecer un nuevo formato de
publicación, sino recordarle que el conocimiento también puede ser un acto de
libertad: producir saber sin pedir permiso, sin garantías de permanencia, sin
renunciar a la intuición ni al riesgo. El fanzine, en esa medida, no solo
publica: desacomoda, desobedece y reabre el horizonte de lo que entendemos por
crear y conocer.
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