sábado, 22 de noviembre de 2025

El show no ha terminado: The Running Man en su nueva era

En la novela original, publicada por Stephen King bajo el seudónimo de Richard Bachman, The Running Man planteaba un futuro donde los medios ya no solo informaban: fabricaban realidad. La nueva adaptación de Edgar Wright retoma esa intuición, pero la desplaza a un terreno contemporáneo en el que la lucha por la verdad no ocurre entre instituciones, sino entre relatos en competencia.

Por eso resulta tan significativa la aparición de El Apóstol, un influencer que expone las mentiras de la corporación Network mientras convierte su propia indignación en contenido viral. Su figura encarna un fenómeno actual: incluso la resistencia adopta los códigos del espectáculo, la edición frenética, el gesto performativo, la marca personal.

En paralelo, Wright introduce un contrapunto analógico: el fanzine clandestino The Truth, editado por Bradley Throckmorton. Contrario al frenesí digital, The Truth recupera la tradición de los panfletos revolucionarios y de los medios alternativos impresos que buscaban abrir grietas en sistemas de control aparentemente herméticos. Uno opera en el caos del algoritmo; el otro en la intimidad subterránea del papel.

Ambos, sin embargo, convergen en un punto esencial: convertir a Ben Richards en símbolo, en detonante narrativo y político, no solo de una rebelión física sino de una batalla por quién define la realidad.

El corazón del relato sigue siendo Ben Richards, aunque su interpretación varíe entre versiones. En la novela de Bachman, Richards es un hombre exhausto por la pobreza, expulsado laboralmente tras una huelga, con una hija enferma y sin ninguna vía de supervivencia. Su participación en The Running Man no nace del heroísmo, sino de la desesperación absoluta.

Bachman escribía desde un lugar oscuro, casi nihilista: su Richards era más frágil que combativo, más humano que mítico. Era, en cierto modo, la representación del ciudadano aplastado por un sistema que transforma la miseria en espectáculo vendible.

La adaptación de Paul Michael Glaser en 1987 convirtió esa miseria en un espectáculo vibrante. Arnold Schwarzenegger reemplazó al Richards famélico de la novela con un cuerpo y una presencia más propios del cine de acción que de la distopía proletaria; además, era uno de los grandes arquetipos del género en la época, junto a Stallone y Van Damme.

Ese gesto transformó The Running Man en un artefacto pop profundamente ochentero: colores saturados, violencia coreografiada, villanos que parecían estrellas de TV y una crítica social digerida como entretenimiento. Aunque menos fiel a la crudeza bachmaniana, la película capturó con precisión el espíritu mediático de su tiempo: si la televisión ya era un circo, ¿por qué la distopía no habría de serlo también?

La versión actual de Edgar Wright hace algo distinto: mezcla elementos de la novela con una reflexión sobre cómo las plataformas han amplificado la lógica del show hasta absorber la vida cotidiana. Wright entiende que la violencia como entretenimiento ya no es excepcional; es parte del ecosistema digital. Bajo esa premisa, The Running Man se actualiza no mediante efectos especiales, sino mediante la integración del lenguaje del presente: notificaciones, transmisiones en vivo, reacciones instantáneas y la presencia constante de múltiples versiones del mismo relato.

Aunque Glenn Powell no encarna físicamente al Richards demacrado de la novela —ni pretende hacerlo—, su interpretación funciona sorprendentemente bien. Powell proyecta una vulnerabilidad sutil, atravesada por rabia y humor negro, que lo acerca al espíritu bachmaniano.

No es un héroe musculoso al estilo Schwarzenegger, sino alguien atrapado en una maquinaria que solo puede destruirlo o convertirlo en mercancía. Su Richards no es un símbolo por elección, sino por saturación: el sistema lo vuelve visible para controlarlo, pero la resistencia lo vuelve visible para liberarse.

En conjunto, la novela de Bachman, la película de Glaser y la versión de Wright trazan una línea histórica sobre cómo cada época entiende la relación entre violencia, verdad y espectáculo:

  • Bachman denuncia la precariedad como show.

  • Glaser la convierte en entretenimiento pop y autoconsciente.

  • Wright la actualiza a una era donde la verdad se negocia en tiempo real entre influencers, corporaciones y medios alternativos.

El resultado es una obra que, a través de sus múltiples vidas, repite un mensaje inquietante: no hay espectáculo inocente. Y en un mundo donde hasta la resistencia se monetiza, The Running Man sigue siendo menos una distopía del futuro que un espejo del presente.

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