miércoles, 17 de diciembre de 2025

Vineland y el fracaso heredado: revolución, televisión y control en la novela posmoderna de Thomas Pynchon

 

Si se espera una novela convencional, con una exposición clara que introduce un detonante y conduce al lector hacia un enigma destinado a resolverse en el desenlace, Vineland no transita ese camino. Me sentí motivado a leerla tras ver la puesta en escena de Paul Thomas Anderson en Una batalla tras otra. La película se centra en un grupo de personajes que en otro tiempo lideraron una revolución destinada a liberar a los marginados de un régimen estatal opresivo, pero cuya efervescencia se diluye con el auge del libre mercado y de una nueva política económica. Aquella energía transformadora termina convertida en una ola que —como señaló en su momento Hunter S. Thompson— aplastó a quienes creían que realmente era posible cambiar algo; que las drogas, la expansión de la conciencia y las vibraciones del rock and roll lograrían apaciguar el espíritu de la era nuclear.

Publicada en 1990, Vineland ocupa un lugar singular dentro de la obra de Thomas Pynchon. A diferencia de la densidad enciclopédica de Gravity’s Rainbow, esta novela adopta una forma más fragmentaria, aparentemente ligera, saturada de referencias pop, televisión y cultura de masas. Sin embargo, bajo esta superficie accesible, Pynchon despliega una reflexión profundamente crítica sobre el legado de la revolución de los años sesenta y su derrota frente a nuevas formas de dominación. Como uno de los grandes exponentes de la novela posmoderna, Pynchon construye en Vineland una yuxtaposición de relatos, tiempos y registros que cuestiona la eficacia de la política revolucionaria frente al poder seductor de la televisión, el consumismo y el capitalismo tardío.

La acción principal se sitúa en la California de 1984, durante la presidencia de Ronald Reagan, pero la novela está estructurada como un continuo ir y venir entre el presente y los recuerdos de las décadas anteriores. Esta fragmentación temporal responde a lo que Fredric Jameson identifica como una de las marcas del posmodernismo: la dificultad de experimentar la historia como una narrativa coherente. En El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo tardío, Jameson afirma que el sujeto posmoderno vive en una “perpetua superficie del presente”, incapaz de articular una relación profunda con el pasado histórico. Vineland dramatiza precisamente esta condición: el pasado revolucionario no ha desaparecido, pero retorna como fragmento, rumor y trauma no resuelto.

La figura de Prairie Wheeler encarna esta crisis histórica. Adolescente criada en un entorno dominado por la televisión y la despolitización, Prairie intenta reconstruir la historia de su madre, Frenesi Gates, militante radical en los años sesenta y setenta. Su investigación no es solo personal, sino generacional: Prairie pertenece a una época que hereda los restos de una revolución fracasada sin haber participado en ella. Como sugiere Jameson, el problema ya no es la represión directa de la memoria histórica, sino su neutralización mediante la saturación de imágenes y relatos inconexos.

Frenesi Gates constituye el núcleo moral de la novela. Lejos de ofrecer una imagen heroica de la militancia, Pynchon presenta una contracultura vulnerable a la seducción del poder. Frenesi, cineasta política, termina colaborando con el fiscal Brock Vond y traicionando a sus compañeros. Esta traición no se explica únicamente por el miedo, sino por una atracción más profunda hacia la autoridad, el orden y la disciplina. En este sentido, Vineland desmonta la narrativa romántica de los años sesenta y coincide con la crítica de Jameson al “mito de la subversión cultural”, fácilmente absorbida por el sistema que pretende combatir.

Brock Vond representa la forma moderna del poder estatal. No es un tirano visible, sino un burócrata convencido de que la revolución fue una enfermedad social. Su proyecto no es solo castigar a los antiguos radicales, sino interrumpir la transmisión generacional de la disidencia, “reeducando” a sus hijos. Prairie se convierte así en el objeto de su obsesión: no como individuo, sino como símbolo del último residuo del pasado subversivo. El poder, en Vineland, ya no necesita aplastar; necesita administrar, normalizar y olvidar.

En este punto, la novela dialoga directamente con Jean Baudrillard y su crítica a la sociedad del simulacro. Para Baudrillard, en la era de los medios masivos “la simulación ya no oculta la verdad: es la verdad la que oculta que no hay ninguna”. La televisión en Vineland funciona como ese régimen de simulación: no informa ni emancipa, sino que sustituye la experiencia política por su representación constante. La revolución, que aspiraba a transformar la realidad, queda reducida a imagen, recuerdo estilizado o mercancía cultural.

La televisión no reprime la disidencia; la vuelve innecesaria. Como señala Baudrillard en La sociedad de consumo, el sistema no controla prohibiendo, sino saturando el deseo, ofreciendo infinitas opciones que neutralizan cualquier impulso transformador. En Vineland, los personajes viven inmersos en un flujo constante de programas, películas y referencias pop que sustituyen la acción por el consumo pasivo. La política se vuelve espectáculo, y el espectáculo se vuelve la forma dominante de lo real.

El consumismo completa este dispositivo de control. La cultura capitalista absorbe incluso los signos de la rebelión, transformándolos en estilos de vida inofensivos. Pynchon muestra cómo los símbolos revolucionarios sobreviven solo como nostalgia, vaciados de su potencia histórica. Aquí resuena nuevamente Jameson, cuando afirma que el posmodernismo no elimina el pasado, sino que lo reconvierte en pastiche, despojado de conflicto y profundidad.

La estructura narrativa de Vineland refuerza esta crítica. No hay un héroe central ni una resolución épica. Personajes como Zoyd Wheeler, DL Chastain, Takeshi Fumimota o los Thanatoides representan formas fragmentarias de resistencia o supervivencia. Zoyd no traiciona, pero tampoco vence; DL resiste de manera corporal y privada; los Thanatoides simbolizan a una generación suspendida, atrapada en injusticias legales que nunca se resuelven. Esta dispersión narrativa responde a una lógica posmoderna: no hay totalidad posible, solo historias parciales.

El final de la novela confirma esta visión. La caída de Brock Vond no constituye una victoria política, sino un fallo momentáneo del sistema provocado por el caos y la solidaridad familiar. No hay revolución, pero tampoco cierre definitivo. En este sentido, Vineland coincide con el diagnóstico de Baudrillard: el sistema no colapsa, sino que se reconfigura continuamente, absorbiendo incluso sus propias crisis.

En última instancia, Pynchon sugiere que la única forma de resistencia posible en este contexto es la memoria narrada. Frente a la televisión que homogeneiza y al consumismo que lo absorbe todo, contar historias —aunque fragmentarias, incómodas o moralmente ambiguas— se convierte en un gesto político mínimo. Prairie, al escuchar el pasado de su madre sin idealizarlo, encarna una ética posrevolucionaria: no repetir el mito, pero tampoco aceptar el olvido.

Así, Vineland se consolida como una novela profundamente posmoderna, no solo por su forma, sino por su diagnóstico cultural. Pynchon nos muestra un mundo en el que el poder ya no necesita imponerse porque ha aprendido a seducir, simular y consumir, y en el que el legado de la revolución persiste únicamente como una pregunta incómoda en medio del ruido mediático.

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