Si se espera una novela
convencional, con una exposición clara que introduce un detonante y conduce al
lector hacia un enigma destinado a resolverse en el desenlace, Vineland no
transita ese camino. Me sentí motivado a leerla tras ver la puesta en escena de
Paul Thomas Anderson en Una
batalla tras otra. La película se centra en un grupo de personajes
que en otro tiempo lideraron una revolución destinada a liberar a los
marginados de un régimen estatal opresivo, pero cuya efervescencia se diluye
con el auge del libre mercado y de una nueva política económica. Aquella
energía transformadora termina convertida en una ola que —como señaló en su
momento Hunter S. Thompson— aplastó a quienes creían que realmente era posible
cambiar algo; que las drogas, la expansión de la conciencia y las vibraciones
del rock and roll lograrían apaciguar el espíritu de la era nuclear.
Publicada en 1990, Vineland ocupa un lugar singular dentro de la
obra de Thomas Pynchon. A diferencia de la densidad enciclopédica de Gravity’s
Rainbow, esta novela adopta una forma más fragmentaria, aparentemente
ligera, saturada de referencias pop, televisión y cultura de masas. Sin
embargo, bajo esta superficie accesible, Pynchon despliega una reflexión
profundamente crítica sobre el legado de la revolución de los años sesenta y su
derrota frente a nuevas formas de dominación. Como uno de los grandes
exponentes de la novela posmoderna, Pynchon construye en Vineland una yuxtaposición
de relatos, tiempos y registros que cuestiona la eficacia de la política
revolucionaria frente al poder seductor de la televisión, el consumismo y el
capitalismo tardío.
La acción principal se sitúa en la California de 1984, durante la presidencia de Ronald Reagan, pero la novela está estructurada como un continuo ir y venir entre el presente y los recuerdos de las décadas anteriores. Esta fragmentación temporal responde a lo que Fredric Jameson identifica como una de las marcas del posmodernismo: la dificultad de experimentar la historia como una narrativa coherente. En El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo tardío, Jameson afirma que el sujeto posmoderno vive en una “perpetua superficie del presente”, incapaz de articular una relación profunda con el pasado histórico. Vineland dramatiza precisamente esta condición: el pasado revolucionario no ha desaparecido, pero retorna como fragmento, rumor y trauma no resuelto.
La figura de Prairie Wheeler encarna esta crisis histórica. Adolescente
criada en un entorno dominado por la televisión y la despolitización, Prairie
intenta reconstruir la historia de su madre, Frenesi Gates, militante radical
en los años sesenta y setenta. Su investigación no es solo personal, sino
generacional: Prairie pertenece a una época que hereda los restos de una
revolución fracasada sin haber participado en ella. Como sugiere Jameson, el
problema ya no es la represión directa de la memoria histórica, sino su neutralización
mediante la saturación de imágenes y relatos inconexos.
Frenesi Gates constituye el núcleo moral de la novela. Lejos de ofrecer
una imagen heroica de la militancia, Pynchon presenta una contracultura
vulnerable a la seducción del poder. Frenesi, cineasta política, termina
colaborando con el fiscal Brock Vond y traicionando a sus compañeros. Esta
traición no se explica únicamente por el miedo, sino por una atracción más
profunda hacia la autoridad, el orden y la disciplina. En este sentido, Vineland
desmonta la narrativa romántica de los años sesenta y coincide con la crítica
de Jameson al “mito de la subversión cultural”, fácilmente absorbida por el
sistema que pretende combatir.
Brock Vond representa la forma moderna del poder estatal. No es un tirano visible, sino un burócrata convencido de que la revolución fue una enfermedad social. Su proyecto no es solo castigar a los antiguos radicales, sino interrumpir la transmisión generacional de la disidencia, “reeducando” a sus hijos. Prairie se convierte así en el objeto de su obsesión: no como individuo, sino como símbolo del último residuo del pasado subversivo. El poder, en Vineland, ya no necesita aplastar; necesita administrar, normalizar y olvidar.
En este punto, la novela dialoga directamente con Jean Baudrillard y su
crítica a la sociedad del simulacro. Para Baudrillard, en la era de los medios
masivos “la simulación ya no oculta la verdad: es la verdad la que oculta que
no hay ninguna”. La televisión en Vineland funciona como ese régimen de
simulación: no informa ni emancipa, sino que sustituye la experiencia política
por su representación constante. La revolución, que aspiraba a transformar la
realidad, queda reducida a imagen, recuerdo estilizado o mercancía cultural.
La televisión no reprime la disidencia; la vuelve innecesaria. Como
señala Baudrillard en La sociedad de consumo, el sistema no controla
prohibiendo, sino saturando el deseo, ofreciendo infinitas opciones que
neutralizan cualquier impulso transformador. En Vineland, los personajes
viven inmersos en un flujo constante de programas, películas y referencias pop
que sustituyen la acción por el consumo pasivo. La política se vuelve
espectáculo, y el espectáculo se vuelve la forma dominante de lo real.
El consumismo completa este dispositivo de control. La cultura
capitalista absorbe incluso los signos de la rebelión, transformándolos en
estilos de vida inofensivos. Pynchon muestra cómo los símbolos revolucionarios
sobreviven solo como nostalgia, vaciados de su potencia histórica. Aquí resuena
nuevamente Jameson, cuando afirma que el posmodernismo no elimina el pasado,
sino que lo reconvierte en pastiche, despojado de conflicto y profundidad.
La estructura narrativa de Vineland refuerza esta crítica. No hay un héroe central ni una resolución épica. Personajes como Zoyd Wheeler, DL Chastain, Takeshi Fumimota o los Thanatoides representan formas fragmentarias de resistencia o supervivencia. Zoyd no traiciona, pero tampoco vence; DL resiste de manera corporal y privada; los Thanatoides simbolizan a una generación suspendida, atrapada en injusticias legales que nunca se resuelven. Esta dispersión narrativa responde a una lógica posmoderna: no hay totalidad posible, solo historias parciales.
El final de la novela confirma esta visión. La caída de Brock Vond no
constituye una victoria política, sino un fallo momentáneo del sistema
provocado por el caos y la solidaridad familiar. No hay revolución, pero
tampoco cierre definitivo. En este sentido, Vineland coincide con el
diagnóstico de Baudrillard: el sistema no colapsa, sino que se reconfigura
continuamente, absorbiendo incluso sus propias crisis.
En última instancia, Pynchon sugiere que la única forma de resistencia
posible en este contexto es la memoria narrada. Frente a la televisión que
homogeneiza y al consumismo que lo absorbe todo, contar historias —aunque
fragmentarias, incómodas o moralmente ambiguas— se convierte en un gesto
político mínimo. Prairie, al escuchar el pasado de su madre sin idealizarlo, encarna
una ética posrevolucionaria: no repetir el mito, pero tampoco aceptar el
olvido.
Así, Vineland se consolida como una novela profundamente
posmoderna, no solo por su forma, sino por su diagnóstico cultural. Pynchon nos
muestra un mundo en el que el poder ya no necesita imponerse porque ha
aprendido a seducir, simular y consumir, y en el que el legado de la revolución
persiste únicamente como una pregunta incómoda en medio del ruido mediático.
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