domingo, 3 de agosto de 2025

José Eustasio Rivera y el horror verde del progreso

 

Mi primer contacto con La vorágine fue en la clase de Español en secundaria. El plan lector, acompasado por la revisión de la historia de la literatura, hacía obligatorio el paso por la novela de Rivera que, dicho sea de paso, no tenía el mayor atractivo para un adolescente contaminado por la televisión y el heavy metal. A pesar de la entusiasta motivación de la profesora, solo hice un desplazamiento ocular de izquierda a derecha buscando las palabras clave para poder entregar el reporte de lectura. Hace unos meses adquirí la edición cosmográfica publicada por la Universidad de los Andes y decidí leer, ahora con otros ojos, esta influyente obra de la literatura colombiana que explora el conflicto clásico entre el hombre y la naturaleza y que, al mejor estilo de Conrad o Salgari, utiliza este marco para denunciar las atrocidades de la industria del caucho.

Seguir los pasos de Arturo Cova es descender a un inframundo vegetal, donde los árboles frondosos y las enredaderas sofocantes no solo enmarcan la geografía, sino que envuelven al lector en las visiones más crudas de la industria del caucho: las plantaciones, la esclavitud, el delirio. La novela traza una espiral descendente en la que un abogado lujurioso y poeta idealista se va convirtiendo, poco a poco, en un ser dominado por los instintos más primarios, avivados por el contacto directo con la selva.

Lo que inicia como un idílico y romántico escape —el de Cova con Alicia, su amante, una mujer de refinadas costumbres que está por ser comprometida con un acaudalado empresario— hacia los llanos del Casanare, se transforma en una búsqueda desesperada cuando Alicia es secuestrada por un empresario del caucho y llevada a lo profundo de la Amazonía. Cova, impulsado por el deseo y la culpa, se lanza a una travesía que lo enfrenta con la naturaleza indómita del llano y la selva, adentrándose en el corazón oscuro de una tierra donde la savia blanca de los árboles se ha vuelto la nueva fiebre del oro.

En ese trayecto, el protagonista se sumerge en el brutal sistema de extracción del caucho y es testigo —y víctima indirecta— de sus horrores: esclavización, tortura, genocidio de pueblos enteros, saqueo sistemático de los recursos naturales. Rivera intercala en la narración diversos testimonios que documentan esta barbarie con crudeza y precisión.

La vorágine es mucho más que una novela de aventuras o una historia de amor trágico: es una denuncia feroz contra la explotación del ser humano y de la naturaleza. Su vigencia es innegable, pues los conflictos sociales, económicos y ambientales que retrata siguen presentes en muchos rincones de América Latina. En su lenguaje vibrante y en su visión crítica, la novela se consolida como una obra esencial de nuestra literatura, capaz de mostrarnos tanto la belleza como el espanto de una selva que devora.

Lo que hace de La vorágine una obra tan potente no es solo su contenido de denuncia, sino el estilo narrativo con el que José Eustasio Rivera lo articula. Su prosa es exuberante, casi alucinada, cargada de imágenes poéticas y descripciones febriles que reflejan tanto la inmensidad salvaje de la selva como el caos emocional del protagonista. Hay momentos en que el lenguaje se desborda, se enreda, como si imitara el ritmo espeso y laberíntico de la naturaleza misma. Rivera fusiona lo lírico con lo testimonial: cada escena parece escrita desde el vértigo de quien presencia lo inenarrable y, sin embargo, intenta dejar constancia de ello.

Este estilo intensifica la experiencia del lector, no solo como espectador sino como partícipe de un descenso físico y espiritual. La selva no es solo paisaje; es una fuerza viva que transforma a quien la atraviesa, una entidad que resiste ser domesticada por el lenguaje o por el progreso.

El elenco de la puesta en escena televisiva 
A más de un siglo de su publicación, La vorágine sigue dialogando con las problemáticas contemporáneas: el extractivismo desmedido, la violencia contra comunidades indígenas, la devastación ecológica, el abandono estatal de las regiones periféricas. En una era en que la Amazonía continúa siendo saqueada en nombre del desarrollo, y donde los discursos oficiales aún minimizan o encubren el impacto de la destrucción ambiental, la novela de Rivera resuena como un eco incómodo, una advertencia que no ha perdido su vigencia. Leerla hoy no es un acto nostálgico, sino un ejercicio urgente de memoria crítica.

En definitiva, La vorágine no solo es una obra maestra del regionalismo latinoamericano, sino un grito persistente contra la barbarie disfrazada de civilización. Rivera nos obliga a mirar de frente las heridas abiertas por el progreso a sangre y caucho, y lo hace con una intensidad poética que no suaviza, sino que amplifica el horror. Leer esta novela hoy es reconocer que la selva sigue ardiendo, que sus ecos aún nos interpelan, y que la literatura, cuando se compromete con la verdad, puede convertirse en una forma de resistencia.

jueves, 31 de julio de 2025

Reseña: Natural Born Killers – La televisión como espejo sangriento

 

¿Cómo llamar la atención de la maquinaria mediática en una década devorada por el sensacionalismo y la desesperación por un sentido? ¿Qué ocurre cuando el amor se alía con la rabia en un país que convierte el crimen en espectáculo? ¿Son Mickey y Mallory los verdaderos asesinos por naturaleza, o apenas reflejos deformes de una sociedad que perdió su brújula moral?

El asfalto recibe la tosca caricia de los neumáticos del carruaje infernal que arrastra a Mickey Knox y Mallory. Huyen de un mundo que los moldeó con violencia y los arrojó al desecho. Ella, hija de un padre abusivo y una madre indiferente, él, prisionero de un sistema laboral sin futuro, ambos hijos bastardos del sueño americano. La suya no es una fuga, sino una cruzada mística y sangrienta, una performance de horror pop que los convierte en santos patronos de la rabia noventera.

Una parada en una anodina cafetería al borde de la carretera desata la chispa: cámaras, titulares, documentales, obsesión nacional. La televisión, voraz e insaciable, los devora y regurgita en forma de ídolos. En una era que ya no cree en héroes ni en padres fundadores, la audiencia necesita monstruos para creer en algo. Así, Mickey y Mallory se convierten en la respuesta sacrílega a los valores que naufragaron en la posguerra, la guerra de Vietnam y la resaca Reagan.

Oliver Stone, con la pluma de un Quentin Tarantino joven y provocador como detonante, construye una ópera fílmica rabiosa, fragmentada, hipersaturada. Se sirve de todos los lenguajes televisivos posibles: sitcoms, noticieros amarillistas, true crime, telerrealidad, video musical. La película es un zapping esquizofrénico por el inconsciente estadounidense. No hay descanso. La cámara se sacude, los colores cambian, la forma se subvierte. La violencia se vuelve estética, el crimen, mitología.

En su travesía, la pareja se encuentra con chamanes en el desierto, cárceles infestadas de locura, detectives ególatras y showmen morbosos como Wayne Gale (Robert Downey Jr.), un periodista que vende tragedia como entretenimiento. Cada personaje es una alegoría más de ese país que ha perdido el norte, obsesionado con la fama, el rating, la transgresión como única forma de existir.

Natural Born Killers no solo se inspira en mitologías del crimen como Bonnie & Clyde, sino que bebe directamente del caso de Charles Starkweather y Caril Ann Fugate. En palabras del periodista Hunter S. Thompson:

“Charles Starkweather, asesino serial que en 1958 dejó una seguidilla de once muertos entre Nebraska y Wyoming junto a su novia menor de edad Caril Ann Fugate (tres de esos muertos eran la madre, la hermana y el padrastro de ella). Murió en la silla eléctrica al año siguiente, a los veintidós años. Oliver Stone y Quentin Tarantino se inspiraron en la pareja para el guion de Natural Born Killers.”

Pero más allá del hecho criminal o de la crítica a los medios, lo que hace inolvidable esta película es su capacidad para incomodar, para desarmar al espectador, para enfrentarlo a su propia complicidad. Porque al final, Natural Born Killers no trata solo de dos asesinos enamorados, sino de una sociedad que los crea, los eleva, los consume y los olvida. Una sociedad que prefiere el horror en prime time a mirar dentro de sí.

miércoles, 30 de julio de 2025

Mindhunter: el origen del perfil criminal y la obsesión por entender al mal

 

¿Qué detona el instinto asesino? ¿Qué circunstancias llevan a desarrollar una patología criminal tan extrema como la del asesino serial? ¿Es posible anticiparlo o incluso evitarlo? Hasta la década de 1970, las herramientas con las que contaban los cuerpos policiales para abordar estos casos eran escasas, casi rudimentarias. No existía una teoría consolidada sobre la mente del criminal, ni un método científico que permitiera rastrear patrones. La figura del asesino múltiple era vista como una aberración incomprensible, más cercana a lo monstruoso que a lo explicable.

Es en ese contexto donde Mindhunter sitúa su relato. Armados apenas con una grabadora, un test de evaluación y largas jornadas de café, pizza y preguntas incómodas, los agentes del FBI Holden Ford y Bill Tench, junto a la doctora Wendy Carr, inician un proyecto vanguardista que busca comprender el pensamiento criminal desde dentro. Su objetivo: entrevistar a asesinos encarcelados, registrar sus testimonios y establecer patrones que permitan cimentar lo que más tarde se conocerá como perfilación criminal. Así nace la Unidad de Ciencias del Comportamiento.

Pero más allá del desarrollo institucional, la serie —inspirada en hechos reales— plantea una inquietud más profunda: ¿cómo entender el mal sin caer en su fascinación? En este punto, el espectador se encuentra ante un dilema similar al que en el siglo XIX expuso Thomas De Quincey en su célebre ensayo El asesinato considerado como una de las bellas artes. Allí, con ironía afilada, De Quincey sugería que el crimen —cuando se observa con la suficiente distancia— podía adquirir un inquietante valor estético. Lo decía así:

“Todo asesinato que se ejecuta con arte debe ser considerado como una obra de arte…”

De alguna manera, eso es lo que Mindhunter pone en escena: la tensión entre análisis y estetización, entre la necesidad de comprender y el riesgo de normalizar. En su intento por explicar lo inexplicable, los investigadores de la serie —y nosotros, como espectadores— nos adentramos en un terreno ambiguo donde el horror se vuelve narrativo, casi teatral, y donde las palabras de los criminales, lejos de tranquilizar, abren nuevas grietas en la comprensión de lo humano.

Lejos del modelo tradicional del detective infalible o del asesino carismático, Mindhunter ofrece una visión fría, casi clínica, de los inicios de la criminología moderna. A lo largo de sus dos temporadas, seguimos el recorrido de Ford, Tench y Carr mientras viajan por diferentes ciudades de Estados Unidos para entrevistar a asesinos reales —como Edmund Kemper, Richard Speck o Jerry Brudos— con el objetivo de mapear sus motivaciones, modos operandi y trayectorias vitales.

La ficción se sostiene en una base documental sólida, pero nunca se convierte en una simple reconstrucción. Lo que la distingue es su ritmo pausado, su construcción atmosférica y su enfoque en los procesos mentales, tanto de los criminales como de quienes los estudian. Cada entrevista se convierte en una especie de coreografía verbal, donde la lógica perversa del asesino desafía la razón de los investigadores. La tensión no reside en el crimen en sí, sino en cómo se relata, en el lenguaje que lo moldea y lo justifica.

Es precisamente en ese punto donde Mindhunter se emparenta con la tesis de De Quincey: no porque romantice el crimen, sino porque muestra cómo el acto violento se vuelve representación, relato, discurso. Los asesinos entrevistados no solo hablan de lo que hicieron: construyen una versión de sí mismos, conscientes de que están siendo escuchados, registrados, interpretados. En ese juego de espejos, la figura del criminal deja de ser un objeto de estudio para convertirse en un narrador perturbadoramente lúcido.

Al mismo tiempo, la serie no idealiza a los investigadores. Holden Ford, joven y ambicioso, se deja arrastrar por su propia necesidad de entender —y quizás de controlar— aquello que investiga. Su obsesión, que al inicio parece ser un motor de innovación, pronto revela una fragilidad emocional profunda. Bill Tench, más pragmático y escéptico, se convierte en el contrapeso ético del equipo, mientras que la doctora Carr aporta el rigor académico necesario para sistematizar los hallazgos, aunque a menudo debe lidiar con la rigidez de las instituciones y los sesgos de género. Todos ellos enfrentan el mismo dilema: cuanto más se acercan a la mente del asesino, más borrosas se vuelven las fronteras entre el bien y el mal, entre comprender y justificar.

Visualmente, Mindhunter lleva el sello inconfundible de David Fincher: composiciones simétricas, iluminación contenida, colores apagados y una estética que evoca la opresión burocrática de los años setenta. La frialdad de los encuadres no es gratuita: refuerza la sensación de que estamos observando un experimento, una muestra congelada de la historia del mal. La violencia nunca es mostrada de forma explícita, pero su presencia es constante, insinuada en los gestos, en las pausas, en los silencios.

El FBI que retrata la serie aún arrastra el legado autoritario de la era Hoover. Las tensiones internas del proyecto —entre la innovación científica y el conservadurismo institucional— también reflejan las contradicciones de una sociedad que apenas comienza a reconocer la complejidad de ciertos crímenes. A ello se suma la desconfianza del mundo académico hacia una agencia federal marcada por el espionaje político y el control ideológico. Esta dimensión política no está en primer plano, pero permea el trasfondo de muchas decisiones, recordando que la ciencia del comportamiento también está sujeta a intereses, recursos y jerarquías.

Mindhunter, en última instancia, no busca resolver misterios. Su propósito no es atrapar a los culpables, sino comprender las condiciones en las que el crimen se vuelve posible, e incluso sistemático. Al igual que en el ensayo de De Quincey, la pregunta no es solo qué lleva a alguien a matar, sino qué nos lleva a querer mirar, a querer saber, a querer contarlo.

Cancelada tras dos temporadas —pese al entusiasmo crítico—, la serie deja una obra compacta, coherente y profundamente influyente. Una ficción que se aproxima al crimen no como espectáculo, sino como objeto de estudio, y que convierte la entrevista criminal en un espacio de reflexión ética, lingüística y psicológica. En un panorama televisivo saturado de thrillers efectistas, Mindhunter se distingue por su contención, su inteligencia narrativa y su capacidad para incomodar.

Quizás esa incomodidad sea su mayor logro: en lugar de cerrar el caso, deja abierta la pregunta. Y en esa apertura, como diría De Quincey, el asesinato no se convierte en arte por su forma, sino por la forma en que lo miramos.

lunes, 28 de julio de 2025

El sueño persiste: The Sandman, entre el escándalo y la redención estética

¿Puede un sueño morir?

Y de ser así, ¿qué ocurriría con la realidad que lo produce?

En 1989, el joven escritor y periodista Neil Gaiman, inspirado por una conversación con Alan Moore, aceptó el reto de la editora Karen Berger de resucitar a Sandman, un justiciero olvidado de los años cuarenta, para traerlo de vuelta con un tono que conectara con la sensibilidad oscura y ambigua de los noventa. Así comenzó la era de The Sandman, una narración inclasificable que se extendió hasta 1996 en 75 entregas y que revolucionó el cómic como medio. Su mezcla de mitología, poesía, filosofía, horror cósmico y cultura pop —con ecos de Shakespeare y del punk, de los sueños y de las heridas más íntimas— la convirtió en una obra de culto. Su paso al lenguaje audiovisual parecía imposible. Pero en 2022, The Sandman cobró vida como serie en Netflix.

¿Cumplió con las expectativas del mito?

La respuesta breve: sí, aunque con matices.

La primera temporada adapta con notable fidelidad Preludios y Nocturnos y parte de La Casa de Muñecas, respetando la estructura episódica y la multiplicidad de tonos del cómic original. Tom Sturridge encarna a Sueño (Dream o Morfeo), uno de los Eternos, con una interpretación distante, melancólica y casi sobrenatural: una elección discutida, pero coherente dentro del contexto mitológico que habita. Su evolución emocional, aunque pausada, aporta profundidad y humanidad al relato.

Uno de los mayores aciertos de la serie radica en su dirección artística. Los paisajes oníricos, infernales y urbanos se suceden sin perder coherencia visual. El Infierno —con una Gwendoline Christie imponente como Lucifer— se muestra majestuoso y hostil, mientras que El Reino del Sueño, al reconstruirse, se convierte en una metáfora visual del trauma y la sanación. El episodio 6, “The Sound of Her Wings”, sobresale como joya narrativa: conmovedor, existencial, íntimo. Kirby Howell-Baptiste ofrece una Muerte luminosa y profundamente humana.

No obstante, la adaptación no está exenta de dificultades. La serie a veces cae en la literalidad, explicando con palabras lo que en el cómic era sugerencia o símbolo. Esto, unido a un ritmo que puede parecer fragmentado o contemplativo para quienes no están familiarizados con el universo Gaiman, puede alejar a algunos espectadores. Algunos hilos narrativos, como el de Rose Walker, se sienten comprimidos y menos resonantes que en el papel.

Aun así, estos tropiezos son comprensibles. Adaptar una obra tan ecléctica y ambiciosa exige sacrificios. Lo importante es que The Sandman no solo intenta reproducir el cómic: lo celebra con reverencia, actualizando aspectos necesarios —como el reparto diverso o las redefiniciones de género— sin traicionar el alma del original. La supervisión de Gaiman como productor ejecutivo asegura esa continuidad emocional e ideológica.

Una de las dimensiones más ricas de la serie es su compromiso con las identidades queer. Pero esto no es un añadido contemporáneo: desde sus orígenes, The Sandman ha sido una obra que abraza lo fluido, lo andrógino, lo marginal. Personajes como Deseo (interpretade por Mason Alexander Park) encarnan esta hibridez desde su concepción: una entidad no-binaria, sensual y ambigua, cuya mera existencia disuelve los límites entre lo masculino y lo femenino, entre el deseo y el peligro. No es inclusión, es ontología.

Otras decisiones —como la racialización de Muerte o el género de Johanna Constantine— amplifican el espíritu del cómic en lugar de diluirlo. En The Sandman, la otredad no es un obstáculo a superar: es la grieta por donde se filtran lo sagrado, lo monstruoso y lo poético.

Visualmente, la serie se adentra sin pudor en una estética gótica postmoderna: ruinas y vitrales rotos, cuerpos tatuados, arquitecturas imposibles y un aura barroca que remite tanto al cine de Jean Cocteau como al videoclip noventero (con ecos de The Cure, Marilyn Manson o Nine Inch Nails). Es un universo que se siente tanto literario como musical, decadente y vibrante a la vez.

Así, The Sandman se convierte en un santuario para sensibilidades no normativas, un refugio para quienes habitan los márgenes del lenguaje y del cuerpo. Es un espacio liminal —como el propio Sueño— donde género, muerte, fe y deseo se reinterpretan desde las zonas más grises de la experiencia humana.

Puede que no sea una adaptación perfecta. Pero es una obra profundamente necesaria. En un panorama televisivo saturado de fórmulas, The Sandman recuerda que aún es posible soñar con narrativas distintas. Sueños que no mueren, sino que regresan para abrir nuevas puertas.

La llegada de la segunda temporada de The Sandman —luego de un año turbulento marcado por controversias alrededor de Neil Gaiman y debates sobre autoría, apropiación y ética— parecía estar en riesgo de naufragar en medio del ruido mediático. Sin embargo, contra todo pronóstico, la nueva entrega no solo reafirma el poder visual y narrativo de la serie, sino que ofrece un cierre emocionalmente resonante que conecta con las preguntas centrales del cómic: ¿puede un sueño cambiar? ¿Puede un dios dejar de ser lo que era? Al dar forma televisiva a algunos de los arcos más introspectivos de la obra original —especialmente los que rodean a Delirio, Destrucción y el conflicto interno de Morfeo—, la serie encuentra una gracia final que trasciende a su creador. Es como si The Sandman hablara por sí mismo, como si los Eternos —y sus lectores— estuvieran destinados a continuar soñando, incluso cuando el mundo despierta abruptamente.


Ciencia, familia y apocalipsis: el legado incómodo de los Cuatro Fantásticos

 

En abril de 1961, la carrera espacial alcanzaba un nuevo hito con la primera misión tripulada de la U.R.S.S., que logró poner en órbita al cosmonauta Yuri Gagarin. Los sueños que antes se habían plasmado en ingentes cantidades de tinta en las páginas de los pulps de los años cuarenta comenzaban a volverse realidad, posicionando el viaje al espacio como tema central en la cultura popular. Motivados por este entusiasmo, el escritor Martin Leeber y el dibujante Jack Kirby decidieron apostar por dar vida a un singular cuarteto de superhéroes que se convertiría en la piedra angular de “la Casa de las Ideas”: Los Cuatro Fantásticos.

Combinando los tropos convencionales de la space opera —grandes aventuras espaciales, viajes interestelares, conflictos a gran escala, imperios galácticos, razas alienígenas, tecnologías futuristas y elementos melodramáticos— con una fe absoluta en la ciencia como herramienta para enfrentar cualquier amenaza cósmica, Kirby y Lee construyen una atmósfera en la que sus cuatro protagonistas se convierten en protectores de la humanidad (una humanidad que, en su imaginario, se limita a los Estados Unidos), mientras intentan también funcionar como una familia.

Todo comienza con una misión de exploración espacial: el Dr. Reed Richards, su esposa Sue Storm, el hermano menor Johnny Storm y el estoico amigo Ben Grimm se embarcan en un vuelo experimental, sin saber que atravesarán una tormenta de rayos cósmicos que alterará su biología molecular. El accidente les otorga poderes acordes a sus temperamentos y funciones narrativas: elasticidad, invisibilidad, combustión ígnea y fuerza sobrehumana. Así, en noviembre de 1961 se publica la primera entrega de Los Cuatro Fantásticos, cuya portada muestra al cuarteto enfrentando a un elemental de las profundidades que amenaza con alterar la tranquilidad de la ciudad de Nueva York.

Recientemente se estrenó una nueva entrega de Los Cuatro Fantásticos, con el subtítulo Los Primeros Pasos, sin duda un homenaje póstumo al excelso dibujante Jack Kirby. La película nos transporta a una visión retrofuturista que intenta devolver al espectador la sensación de aquella primera lectura del cómic de 1961. Ambientada en la Tierra-828, el Dr. Richards busca un ungüento milagroso que finalmente encuentra su esposa Sue, quien además le revela que están esperando un hijo: el sueño idílico de la generación posguerra y de la familia nuclear. Sin embargo, Richards no puede evitar experimentar una felicidad incómoda, pues, como buen científico, su mente se llena de escenarios catastróficos que podrían amenazar esa anhelada paz doméstica.

Tras una secuencia de acciones preventivas, el equipo enfrenta diversas amenazas, entre ellas al Hombre Topo —un claro guiño tanto al primer número del cómic como a Los Increíbles, de Brad Bird—, quien interrumpe la inauguración de una torre de Panam. El primer acto ofrece una exposición dinámica con sabor clásico a space opera, pero el segundo acto introduce una desaceleración narrativa y un dilema moral: la llegada del heraldo de Galactus, una figura femenina recubierta en metal y transportada en una tabla de surf, anuncia la inminente llegada del devorador de mundos.

Este giro introduce una tensión existencial más profunda: ya no se trata solo de enfrentar monstruos o proteger la ciudad, sino de enfrentarse al fin de todo lo conocido. La elección de hacer del heraldo una mujer metálica parece un gesto deliberado para repensar los roles heroicos y dar a la película un aire de solemnidad operática. A diferencia de adaptaciones anteriores, esta entrega no evade el tono cósmico-melancólico del material original, sino que lo abraza. Las escenas en las que Richards contempla la inminencia de Galactus no remiten al heroísmo tradicional, sino al vértigo filosófico ante lo inconmensurable. Aquí, como en los mejores momentos del cómic, el horror cósmico y la maravilla científica se dan la mano.

Sin embargo, a partir del segundo acto la película comienza a perder el impulso narrativo con el que arrancó. El ritmo se torna errático y, pese a las amenazas cósmicas que se insinúan, no se logra un desarrollo consistente de los personajes. Las relaciones entre los miembros del equipo —uno de los pilares fundamentales del cómic original— quedan apenas esbozadas, sacrificadas en favor de escenas espectaculares que no alcanzan a sostener emocionalmente el relato. El drama interior de Reed, la ambivalencia maternal de Sue, la impulsividad de Johnny o el peso existencial de Ben Grimm son dejados de lado en favor de un conflicto cada vez más abstracto.

La resolución, por su parte, depende menos de un proceso dramático que de la irrupción de un clásico deus ex machina: el pequeño Franklin, hijo de Sue y Reed, cuya repentina manifestación de poderes cósmicos actúa como un interruptor narrativo que revierte el avance de Galactus. Lejos de sentirse como una culminación natural de los temas planteados, este desenlace apela a una lógica casi mística del guion, en la que la infancia simboliza una nueva posibilidad cósmica sin que se construya de manera sólida su justificación en pantalla. La película, así, parece más interesada en rendir homenaje visual al legado de Kirby que en arriesgarse a profundizar en las tensiones familiares, éticas y metafísicas que hicieron grande al cómic.

A pesar de sus tropiezos narrativos, Los Cuatro Fantásticos: Los Primeros Pasos cumple una función clave: recordar por qué este cuarteto fue, desde su creación, algo más que un grupo de superhéroes. En ellos convivían el asombro científico, la disfunción familiar, la aventura y el melodrama. Esta versión cinematográfica, aunque irregular, recupera parte de ese espíritu fundacional y se atreve a jugar con el imaginario retrofuturista que tanto le debe a Jack Kirby. Sin embargo, también evidencia lo difícil que resulta hoy actualizar ciertos mitos sin caer en la nostalgia o en la dependencia de soluciones simplistas. En un panorama saturado de narrativas superheroicas, los Cuatro Fantásticos siguen representando una idea de futuro donde el conocimiento, la cooperación y los lazos afectivos eran la base para enfrentar lo desconocido. Tal vez esa idea esté en crisis, pero sigue siendo necesaria.

domingo, 27 de julio de 2025

Los Superhéroes y el Mito del Orden Artificial

 

A propósito del reciente estreno de Cuatro Fantásticos: Primeros Pasos, una entretenida reinterpretación del cuarteto que desató la creatividad contenida de Stan Lee y Jack “el Rey” Kirby, conviene detenernos a pensar en el lugar que ocupan los superhéroes en nuestra cultura contemporánea. Los Cuatro Fantásticos marcaron el inicio de lo que luego se conocería como “la casa de las ideas”, al fusionar la space opera tan popular durante la edad dorada de la ciencia ficción con una fe casi religiosa en la ciencia como herramienta para enfrentar y resolver todo tipo de amenazas.

La misión espacial del Dr. Reed Richards, su esposa Sue Storm, su mejor amigo Ben Grimm y su cuñado Johnny Storm, termina con un accidente que altera su biología molecular y los dota de poderes sobrehumanos. A partir de entonces, se autoproclaman protectores de la humanidad –si entendemos por “humanidad” a los Estados Unidos–. Pero lo que no calcularon es que toda acción tiene ecos en el universo: su presencia como guardianes de la Tierra no sólo representa una defensa, sino también una provocación para entidades oscuras que aguardan una excusa para irrumpir y destruir.

El reconocido escritor inglés Alan Moore ha reflexionado con agudeza sobre este fenómeno. En relación con Superman, el primer metahumano y piedra fundacional del género, señaló:

“El mito de Superman es una épica obra de la grandeza y el cumplir deseos. Todas las leyendas de superhéroes se basan en este concepto. Superman es el sol alrededor del cual giran todos los demás héroes. La gran historia de un ser extraterrestre que llega a la Tierra y, casualmente, se mezcla con los humanos usando sus habilidades únicas, no para superarnos, sino para ayudarnos. No se puede ser un dios porque los dioses son dictadores que imponen reglas a otros. Superman impone sus propias reglas a sí mismo y las usa para nuestro beneficio. Si Estados Unidos tiene una leyenda comparable a los mitos eternos de la antigüedad, esa es Superman.”

Esta declaración expone un ingrediente esencial que ha moldeado nuestra percepción moderna del poder y la moralidad: la necesidad de proyectar un orden trascendente para compensar la ansiedad colectiva, delegando nuestras capacidades y responsabilidades en figuras “elevadas” que puedan absorber simbólicamente el caos. Así, el superhéroe se vuelve una muleta cultural, una construcción mítica que tranquiliza, pero también infantiliza, al espectador. Una promesa de salvación que opera desde fuera del sistema, pero que rara vez lo cuestiona.

Ese exceso de confianza y fe depositados en estas entidades ficticias –héroes, dioses, salvadores tecnológicos– ha generado una forma de dependencia cultural. Millones de lectores, espectadores y usuarios no solo consumen estas leyendas, sino que extraen de ellas motivación, guía moral e incluso sentido de propósito. Lo que en apariencia es simple entretenimiento se convierte en una arquitectura simbólica que sustenta decisiones personales, justifica conductas e inhibe la responsabilidad individual.

Esta dinámica alimenta lo que podría entenderse como una egregora: una energía psíquica colectiva, nutrida por la atención, la emoción y la fe de una comunidad. Al igual que en las antiguas religiones, donde se entregaba el peso del juicio y del destino a una divinidad omnisciente, en el culto moderno a los superhéroes se delega la capacidad de actuar, de decidir y de transformar la realidad. Se invoca así una hiperstición: una ficción performativa que, al ser creída con suficiente intensidad, comienza a moldear el mundo que habitamos. Pero esta fe ciega no empodera; por el contrario, facilita una forma sofisticada de irresponsabilidad. Se espera que algo o alguien resuelva el caos, mientras se evita enfrentar las complejidades y contradicciones que supone la libertad real.

Uno de los ejemplos más reveladores de esta hiperrealidad simbólica es el culto contemporáneo a Batman. A diferencia de Superman, cuya promesa mesiánica apela a la esperanza, Batman opera desde las sombras del trauma personal y la vigilancia absoluta. Bruce Wayne, un millonario heredero convertido en justiciero, representa una fantasía profundamente arraigada en el imaginario neoliberal: la del individuo ultracompetente, sin ataduras legales, que se autoriza a sí mismo para ejercer violencia en nombre de un orden supuestamente superior. Gotham, esa ciudad permanentemente sumida en el colapso, parece necesitar —e incluso merecer— un redentor enmascarado que actúe fuera del sistema, reforzando la idea de que las instituciones han fallado y que solo una élite con recursos y voluntad puede restaurar el equilibrio.

En este sentido, Batman no es solo un personaje, sino una moral encarnada: desconfía del Estado, glorifica la autosuficiencia y convierte la paranoia en virtud. Su figura ha sido exaltada como modelo aspiracional en discursos que celebran la "meritocracia" y justifican el control total como forma de justicia. Así, el murciélago no protege tanto como vigila; no repara tanto como castiga. Su popularidad creciente en tiempos de crisis económicas, malestar social o deslegitimación institucional no es casual: expresa un deseo colectivo de orden, pero no un orden compartido, sino uno impuesto desde arriba, por quien pueda —y quiera— ejercerlo.

La crítica más feroz y lúcida al mito del superhéroe probablemente se encuentre en Watchmen, la obra maestra de Alan Moore y Dave Gibbons. Publicada en 1986, en plena era Reagan-Thatcher, la serie plantea un mundo en el que los superhéroes existen realmente… y ese es precisamente el problema. En lugar de redimir a la humanidad, los enmascarados se convierten en instrumentos de control, guerra o narcisismo. Desde el nihilismo absoluto de El Comediante hasta el distanciamiento cósmico del Dr. Manhattan, cada personaje expone una forma distinta de la impotencia moral frente al poder.

Rorschach, en particular, encarna la deriva más inquietante: un vigilante extremo, dogmático y misántropo, que interpreta la justicia como castigo absoluto. Su popularidad en ciertos sectores conservadores revela una verdad incómoda: detrás del antifaz muchas veces se esconde el deseo de simplificación, la pulsión autoritaria, la necesidad de que alguien —quien sea— se atreva a hacer "lo que hay que hacer". Watchmen no destruye el mito del superhéroe, sino que lo lleva hasta su punto de ruptura: ¿qué sucede cuando quienes tienen el poder de intervenir en el mundo ya no creen en él, ni en sus habitantes?

En definitiva, el superhéroe contemporáneo se ha convertido en una parodia trágica de lo político. Nació como una alegoría del bien, pero terminó ocupando el lugar del Estado fallido, del redentor imposible, del castigo que se disfraza de protección. Su omnipresencia en la cultura popular no indica vitalidad, sino carencia: es el síntoma de una imaginación política agotada, que ya no puede concebir formas colectivas de transformación y recurre, una y otra vez, a la figura del individuo extraordinario que nos salva de nosotros mismos. Pero como toda parábola, esta también advierte: cuanto más dependamos de salvadores, más lejos estaremos de salvarnos.

sábado, 26 de julio de 2025

Lo que aprendí de Jack Reacher (y de mis prejuicios adolescentes)

 

Debo hacer una confesión.
En mi adolescencia solía señalar a los fisicoculturistas como personas narcisistas, obsesionadas con su masa muscular y poco interesadas en cultivar la mente. Desde mi punto de vista de aquel entonces, ser fuerte implicaba, casi por defecto, no ser inteligente. Quizás todo cambió cuando conocí a Flex Mentallo y a Jack Reacher, el investigador creado por el escritor Lee Child, quien ha sido llevado tanto a la gran pantalla como al streaming, con una serie que ya cuenta con tres temporadas en Amazon Prime.

Cameo del escritor en la serie
Con una estatura de 1.90 metros y más de 120 kilos de peso, Reacher —como prefiere que lo llamen— recorre las carreteras de Estados Unidos como un nómada moderno. Un hombre sin rumbo fijo al que, curiosamente, los problemas siempre encuentran primero. Pero, más allá de su imponente corpulencia, Reacher es un agudo observador, un detective sagaz moldeado por las circunstancias: una especie de mezcla improbable entre Sherlock Holmes y un eficiente soldado que se cansó de recibir órdenes y ahora se dedica a hacer justicia por su cuenta. Lo que más odia en el mundo son los bravucones que se salen con la suya. Su motivación es sencilla pero poderosa: hacer lo correcto, cumplir con el deber, y sentir la satisfacción de haber restablecido un poco de equilibrio en el caos cotidiano.

Lo fascinante de Jack Reacher como figura narrativa es que encarna una paradoja: es, al mismo tiempo, un personaje casi mitológico y un hombre ordinario. En cada historia, Reacher aparece como un forastero que se ve arrastrado a conflictos locales —generalmente en pequeños pueblos marcados por la corrupción, la impunidad o el abuso de poder— y, sin embargo, actúa con la eficacia quirúrgica de un héroe clásico. Su fuerza física descomunal no eclipsa su inteligencia; más bien, es complementada por un pensamiento deductivo casi matemático. Lee Child lo construye como un sujeto estoico, con códigos morales férreos y un pasado militar que lo persigue, pero que también le otorga las herramientas necesarias para enfrentar lo que otros no pueden o no quieren.

En la versión cinematográfica interpretada por Tom Cruise, se acentuó el aspecto enigmático del personaje: su paso por las ciudades era casi fantasmal, y su carisma reposaba más en la actitud que en la corpulencia. Aunque Cruise ofreció una actuación sólida, la distancia entre su físico y el del Reacher descrito en las novelas generó críticas entre los seguidores más fieles. La narrativa allí apostaba más por el thriller urbano, estilizado y vertiginoso, donde el protagonista funcionaba como un detective de acción en una trama algo más hollywoodense.

En cambio, la serie de Amazon Prime, protagonizada por Alan Ritchson, parece haber entendido mejor la esencia del personaje. Su imponente presencia física coincide por fin con la imagen literaria, pero lo más importante es que el guion le da espacio para pensar, deducir, observar. Ritchson logra equilibrar brutalidad y sensibilidad con una economía de palabras y gestos que recuerda a los cowboys solitarios del western. La narrativa serial, al tener más tiempo, le permite a la historia respirar: cada caso se despliega con mayor profundidad, los personajes secundarios tienen desarrollo, y el misterio crece con un ritmo más cercano al del noir clásico. Es allí donde Reacher no solo resuelve crímenes: también revela las fisuras de un sistema donde la violencia estructural se esconde tras fachadas de normalidad.

Tal vez por eso Jack Reacher resuena con tanta fuerza en estos tiempos: porque encarna una fantasía de justicia directa en un mundo donde las instituciones parecen cada vez más inoperantes o cómplices del abuso. Es el tipo de héroe que actúa cuando la burocracia se detiene, que interviene cuando la ley se queda corta o está del lado equivocado. Su violencia —aunque letal— nunca es gratuita: responde a un código, a una ética que, aunque rústica, parece más transparente que la de muchos de nuestros sistemas judiciales o policiales.

Visto desde hoy, Reacher no solo es un personaje de ficción, sino un síntoma cultural. Su figura nómada, desarraigada y autónoma habla del deseo contemporáneo de desvincularse del ruido digital, de las jerarquías impuestas, de los lazos vacíos. En él se proyecta una nostalgia por una justicia más simple, menos cínica. Quizás por eso me gusta tanto: porque, aunque sigue siendo un gigante musculoso, también es un hombre que piensa. Y porque en un mundo lleno de discursos ambiguos y personajes tibios, ver a alguien actuar con convicción —aunque sea en la pantalla— resulta, paradójicamente, reconfortante.

Camino Desolación: crónica de un pueblo fuera del tiempo

El planeta rojo ha sido, desde hace siglos, una fuente inagotable de inspiración para escritores que ven en sus arenas carmesí un espejo de sus memorias y un vehículo para destilar ficciones capaces de transportar a millones de lectores a paisajes agrestes y melancólicos. Desde La guerra de los mundos de H.G. Wells hasta la trilogía marciana de Kim Stanley Robinson, Marte —el cuarto planeta, bautizado en honor al dios de la guerra— ha evolucionado de un mundo alienígena a una colonia terraformada poblada por exiliados de la Tierra. Es en ese umbral donde irrumpe la insólita travesía del doctor Alimantando, un científico errante que, guiado por un hombre verde de setecientos años en estado agónico, emprende un viaje temporal que lo coloca en el sitio y momento exactos para cumplir su destino: fundar Camino Desolación, un pueblo que nunca debió existir, pero que terminó acogiendo a la más insólita variedad de habitantes provenientes de otras colonias marcianas.

Con Camino Desolación (Desolation Road, 1988), el escritor británico Ian McDonald consolida una visión propia y profundamente original dentro del universo marciano. Lejos de los futuros limpios y homogéneos de la ciencia ficción clásica, McDonald construye un Marte barroco, mutante y profundamente humano, en la línea de su posterior trabajo en River of Gods o la trilogía Luna. Aquí, el planeta rojo no es un simple escenario interestelar, sino un territorio mitológico, atravesado por ciclos de tiempo, residuos tecnológicos y pulsos espirituales.

La narración se despliega en una Marte alterna, reconfigurada tras siglos de colonización, donde los asentamientos humanos son fragmentos de naciones perdidas, ideologías extintas y culturas híbridas. Camino Desolación no es solo una anomalía geográfica, sino también histórica: un pueblo imposible que emerge en una grieta temporal, donde convergen viajeros del pasado, experimentos fallidos del futuro y fugitivos de realidades paralelas. El relato sigue los pasos del doctor Alimantando, pero también se ramifica hacia las vidas errantes de sus habitantes: un botánico que cultiva recuerdos en forma de líquenes, una bibliotecaria ciega que memoriza libros prohibidos y un niño que parece hablar con la atmósfera. El pueblo no es un escenario, sino un organismo latente, lleno de susurros, de brechas en la lógica, de rituales que desafían la física y la historia.

La prosa de McDonald oscila entre lo contemplativo y lo visionario. Su estilo —rico en digresiones, detalles sensoriales y personajes excéntricos— recuerda a los mejores momentos de Le Guin, Delany o incluso Italo Calvino. Es una ciencia ficción que se rehúsa a ser solo técnica: aquí, la geografía emocional de los personajes pesa tanto como las coordenadas planetarias. No hay batallas espaciales ni clímax catárticos, pero sí una tensión sutil y constante, como una niebla densa que lo cubre todo. Es también una novela sobre la espera, sobre la posibilidad de que lo extraordinario ocurra no en el campo de batalla, sino en el silencio compartido de una comunidad que no encaja en ningún futuro conocido.

En el corazón de la novela late una pregunta que es tanto científica como espiritual: ¿puede fundarse una comunidad fuera del tiempo? Camino Desolación plantea la terraformación no solo como empresa tecnológica, sino como acto simbólico: un intento por reescribir la historia desde los márgenes. El tiempo, la identidad, la memoria genética y el duelo por la Tierra perdida son ejes recurrentes, abordados desde una estética que mezcla lo retrofuturista con lo onírico. En sus páginas hay ecos de teología apócrifa, ciencia de frontera y melancolía espacial.

Camino Desolación no es una lectura sencilla, pero sí profundamente reveladora. Es una de esas novelas que parecen haber sido escritas desde el borde de un sueño largo, como si sus páginas fueran restos de una civilización que aún no ha existido. Leerla es caminar por una frontera difusa entre lo posible y lo olvidado. En un momento en que la ciencia ficción tiende a lo espectacular o a lo distópico inmediato, Ian McDonald apuesta por lo íntimo, lo ritual y lo fragmentario. Y en ese riesgo radica la fuerza visionaria de su obra.

jueves, 24 de julio de 2025

¿Y si no vinieran a vernos? Reseña de Cita con Rama, de Arthur C. Clarke (Ediciones B, 2023, ilustraciones de Björk Stiernström)


El 4 de octubre de 1957, el lanzamiento del satélite Sputnik aceleró el impulso hacia la exploración del espacio, una aventura que ya había comenzado con las primeras obras de ciencia ficción etiquetadas como space opera: subgénero que combina aventuras épicas, ambientaciones espaciales y conflictos a gran escala, a menudo con batallas interestelares, tecnologías futuristas y héroes carismáticos.

Unos años después, en 1961, el astrónomo Frank Drake formuló su famosa ecuación con el fin de calcular cuántas civilizaciones extraterrestres podríamos detectar en nuestra galaxia. Así surgieron en la cultura popular unas preguntas fundamentales: ¿estamos solos en el universo? ¿Existen otras especies que sean similares o más avanzadas que nosotros? ¿Serán benévolas o buscarán apropiarse de nuestros recursos?

Arthur C. Clarke, una de las figuras más relevantes de la era dorada de la ciencia ficción —junto a Isaac Asimov y Robert Heinlein—, abordó estas inquietudes desde un ángulo tranquilo y reflexivo en su obra Cita con Rama, publicada en 1973. En vez de concebir una guerra a escala galáctica o una invasión, Clarke se aventuró en la posibilidad de un encuentro con lo auténticamente extraño, tan ajeno a nosotros que podría no tener interés en nuestra existencia.

Arthur C. Clarke
La novela fue reeditada en 2023 por Ediciones B, en una hermosa edición ilustrada por el artista sueco Björk Stiernström, y nos sitúa en el año 2130. En este contexto, la humanidad ha realizado avances en la colonización del Sistema Solar y ha instituido un robusto sistema de vigilancia astronómica: el Proyecto Vigilancia Espacial, creado para detectar asteroides que puedan representar un riesgo. Es así como identifican un objeto que inicialmente parece insignificante… hasta que el análisis revela algo extraordinario: una estructura cilíndrica, de 50 kilómetros de longitud por 20 de diámetro, que se aproxima al Sol a gran velocidad. La nombran Rama, ya habiendo agotado los nombres de las mitologías griega y romana, sin imaginar que se preparan para encarar el más grande de los misterios.

En esta narrativa, el verdadero protagonista no es un héroe individual, sino una misión científica: la nave Endeavour, capitaneada por el comandante Bill Norton y su equipo. En lugar de conflictos o tramas conspirativas, lo que predomina es una exploración rigurosa. Clarke centra su atención en la observación, en los aspectos técnicos y en el mismo proceso del conocimiento. Lo que la tripulación halla al adentrarse en Rama no representa un peligro, ni tampoco una cálida bienvenida. Es una construcción monumental, ajena a la lógica humana, donde todo —desde la iluminación hasta el clima interno— parece haber sido elaborado con gran precisión, pero sin un propósito comunicativo.

Dentro de Rama, descubren ciudades desiertas, máquinas automáticas y titánicas estructuras cuyo uso sigue siendo un enigma. Una atmósfera que se forma lentamente. Un mar central. El cilindro rota, creando gravedad artificial. Todo indica la existencia de una forma de inteligencia ordenada, meticulosa y avanzada. Sin embargo, esa inteligencia permanece oculta. No se manifiesta, no se revela, no plantea preguntas y no ofrece respuestas.

Uno de los logros más destacados de Cita con Rama es la habilidad de crear una atmósfera de misterio sin recurrir a clichés ni soluciones fáciles. Clarke prefiere el asombro al conflicto, logrando que la experiencia de lectura se convierta en un acto de humildad. La trama no gira en torno a la humanidad; no se centra en nosotros. En un tiempo en que abundan las narrativas centradas en el ser humano, esta perspectiva resulta profundamente inquietante.

El estilo de escritura de Clarke se caracteriza por su sobriedad casi clínica. Las descripciones técnicas coexisten con instantes de una belleza contenida. Hay una frialdad intencionada que, lejos de restar poesía, la enmarca. En lugar de presentar emociones intensas o dilemas existenciales evidentes, hay una conexión silenciosa con lo incomprensible. De esta forma, Cita con Rama se distancia de los estándares propios del thriller o la aventura, acercándose más al clásico sense of wonder de la ciencia ficción dura: la impresión de insignificancia ante lo vasto, lo no humano, lo que trasciende nuestra comprensión.

Aunque los personajes pueden ser más funcionales que memorables, desempeñan un papel esencial: sirven de puente entre el lector y el enigma de Rama. El comandante Norton, en particular, representa al explorador racional y ético, un legado directo de la tradición científica ilustrada. No hay lugar para la histeria ni para la violencia. Las decisiones se fundamentan en el conocimiento, el protocolo y la ética de la exploración. Clarke no requiere antagonistas: la tensión surge del desconcierto en sí mismo.

Un elemento valioso en esta edición de Ediciones B es la colaboración visual de Björk Stiernström. Sus ilustraciones, sobrias y atmosféricas, no buscan resolver los enigmas de Rama, sino amplificarlos. Con sus líneas limpias y paletas frías, evocan el esplendor vacío de la nave, sus proporciones monumentales y sus silencios densos. No son ilustraciones narrativas, sino interpretativas: capturan la sensación en lugar de representar la acción.

A casi cincuenta años de su publicación inicial, Cita con Rama sigue teniendo un impacto sorprendente. Tal vez su relevancia sea mayor que nunca. En un periodo definido por el cambio climático, la automatización y la exploración de inteligencias artificiales, las preguntas que plantea Clarke resuenan con una nueva fuerza: ¿y si el universo está repleto de vida, pero esa vida no siente curiosidad por nosotros? ¿Y si ese tan esperado “primer contacto” nunca se produce, porque somos simplemente una especie joven observando el paso de los dioses?

Lo asombroso de Cita con Rama es que no presenta una narrativa de fracaso ni de salvación. Más bien, se trata de una reflexión sobre la posición del ser humano en el vasto universo. El encuentro con Rama no altera a la humanidad a través de un discurso revelador ni mediante un don de sabiduría. De hecho, el encuentro nunca realmente sucede. Y esa es la lección más importante: ante nuestra profunda curiosidad, existe la posibilidad de ser completamente ignorados. El cosmos no está en deuda con nosotros por ofrecer explicaciones.

En un gesto conclusivo que encapsula de manera elegante su mensaje, Clarke permite que Rama prosiga su travesía. Sin detenerse, sin conmocionarse, sin cambiar su dirección. La humanidad ha alcanzado un vislumbre de algo trascendental, y eso es suficiente para transformar su visión del universo. Tal vez nunca lleguemos a conocer quién creó a Rama ni los motivos detrás de su existencia. Sin embargo, su tránsito ha dejado una huella de asombro.

Cita con Rama no es solo una novela de ciencia ficción: es una fábula científica sobre los límites de nuestra comprensión. Una obra que, lejos de ofrecer respuestas, cultiva preguntas. Leerla hoy es asomarse a la posibilidad —a la certeza, quizá— de que no somos el centro de nada. Solo testigos accidentales de una sinfonía cósmica que no fue compuesta para nosotros.

 

martes, 22 de julio de 2025

Reseña: Mickey 7 de Edward Ashton y su adaptación cinematográfica por Bong Joon-ho

 

“Esta va a ser la más estúpida de todas mis muertes hasta la fecha”.

Con esta frase cargada de humor negro, Edward Ashton nos introduce al universo de Mickey 7, una novela que mezcla ciencia ficción, sátira existencial y filosofía pop en clave de comedia espacial. Su protagonista, Mickey Barnes —ahora conocido como Mickey 7— es un “prescindible”: un humano contratado para morir en nombre de la ciencia y ser clonado cada vez que su cuerpo falla durante misiones suicidas. Lo que otros evitan, Mickey lo repite.

El mundo en que vive, colonizado por humanos en su expansión galáctica, está regido por jerarquías rígidas y creencias religiosas que aborrecen la clonación. Tras una misión fallida en el planeta helado Niflheim, Mickey 7 es dado por muerto, pero sobrevive gracias a una criatura nativa que lo guía hasta la cúpula humana. El problema: a su regreso se encuentra con su sucesor ya impreso, Mickey 8. Y ahora hay dos.

Ashton articula esta historia como una aventura ligera con fondo filosófico, combinando terraformación, dilemas sobre la identidad, y el absurdo de una existencia repetida. La novela también explora el rechazo social que enfrenta quien desafía las normas divinas de la muerte, personificadas en figuras como el comandante Marshall, un natalista radical, y una sociedad que ve en los clones una abominación.

Destacan personajes como Berto, el piloto jugador de pogbol, y Nasha, pareja de Mickey, quienes complejizan la trama con su ambivalencia ante la duplicación. ¿Qué significa amar a alguien si ese alguien puede tener copias? ¿Qué distingue a un "yo" de su versión descargada?

De las páginas a la pantalla: Mickey 17 de Bong Joon-ho

La potencia conceptual de la novela no tardó en llamar la atención del cine. En 2025, Bong Joon-ho estrenó Mickey 17, una adaptación libre que reimagina el material original desde su sensibilidad estética y crítica social. Protagonizada por Robert Pattinson en los papeles de Mickey 17 y Mickey 18, la película se aleja del tono lúdico del libro para sumergirse en una sátira más oscura y alegórica.

Con un elenco de lujo (Naomi Ackie, Steven Yeun, Toni Collette, Mark Ruffalo), y música de Jung Jae-il (Parasite), Bong construye una distopía estilizada donde el dilema del clon se convierte en metáfora del cuerpo precario bajo regímenes de poder. Aquí, la muerte repetida no es solo una condición laboral, sino una crítica al sistema que explota, borra y reemplaza identidades.

Mickey 17 fue bien recibida por la crítica, alcanzando un 77% de aprobación en Rotten Tomatoes. Collider la calificó como “la mejor película en inglés del director”, y aunque la taquilla mundial bordeó los 132 millones de dólares, no logró recuperar su alto presupuesto inicial, lo que no ha impedido que se perciba como una obra ambiciosa y provocadora.

Novela vs. película: un mismo ADN, mutaciones distintas

Aspecto

Novela Mickey7

Película Mickey17

Tono general

Humor existencial, aventura ligera

Sátira política, visualmente intensa

Protagonista

Mickey 7 y su réplica Mickey 8

Mickey 17 y Mickey 18

Temas principales

Clonación, identidad, inmortalidad

Explotación, control, repetición existencial

Narrativa

En primera persona, reflexiva y cómica

Coral, visual, simbólica

Estilo

Ágil, pop, introspectivo

Estilizado, inquietante, metafórico


Conclusión

Mickey 7 y Mickey 17 representan dos formas de abordar una misma pregunta: ¿qué valor tiene la vida cuando se puede replicar? Edward Ashton propone una respuesta juguetona e irónica, mientras Bong Joon-ho transforma esa premisa en un espejo sombrío de nuestra época. Ambas obras, con sus diferencias de tono y enfoque, dialogan como las versiones clonadas de un mismo cuerpo: similares en esencia, pero marcadas por contextos y mutaciones distintas.

Ideal para quienes buscan ciencia ficción con preguntas éticas, humor sarcástico y una buena dosis de absurdo existencial.

 

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