domingo, 27 de julio de 2025

Los Superhéroes y el Mito del Orden Artificial

 

A propósito del reciente estreno de Cuatro Fantásticos: Primeros Pasos, una entretenida reinterpretación del cuarteto que desató la creatividad contenida de Stan Lee y Jack “el Rey” Kirby, conviene detenernos a pensar en el lugar que ocupan los superhéroes en nuestra cultura contemporánea. Los Cuatro Fantásticos marcaron el inicio de lo que luego se conocería como “la casa de las ideas”, al fusionar la space opera tan popular durante la edad dorada de la ciencia ficción con una fe casi religiosa en la ciencia como herramienta para enfrentar y resolver todo tipo de amenazas.

La misión espacial del Dr. Reed Richards, su esposa Sue Storm, su mejor amigo Ben Grimm y su cuñado Johnny Storm, termina con un accidente que altera su biología molecular y los dota de poderes sobrehumanos. A partir de entonces, se autoproclaman protectores de la humanidad –si entendemos por “humanidad” a los Estados Unidos–. Pero lo que no calcularon es que toda acción tiene ecos en el universo: su presencia como guardianes de la Tierra no sólo representa una defensa, sino también una provocación para entidades oscuras que aguardan una excusa para irrumpir y destruir.

El reconocido escritor inglés Alan Moore ha reflexionado con agudeza sobre este fenómeno. En relación con Superman, el primer metahumano y piedra fundacional del género, señaló:

“El mito de Superman es una épica obra de la grandeza y el cumplir deseos. Todas las leyendas de superhéroes se basan en este concepto. Superman es el sol alrededor del cual giran todos los demás héroes. La gran historia de un ser extraterrestre que llega a la Tierra y, casualmente, se mezcla con los humanos usando sus habilidades únicas, no para superarnos, sino para ayudarnos. No se puede ser un dios porque los dioses son dictadores que imponen reglas a otros. Superman impone sus propias reglas a sí mismo y las usa para nuestro beneficio. Si Estados Unidos tiene una leyenda comparable a los mitos eternos de la antigüedad, esa es Superman.”

Esta declaración expone un ingrediente esencial que ha moldeado nuestra percepción moderna del poder y la moralidad: la necesidad de proyectar un orden trascendente para compensar la ansiedad colectiva, delegando nuestras capacidades y responsabilidades en figuras “elevadas” que puedan absorber simbólicamente el caos. Así, el superhéroe se vuelve una muleta cultural, una construcción mítica que tranquiliza, pero también infantiliza, al espectador. Una promesa de salvación que opera desde fuera del sistema, pero que rara vez lo cuestiona.

Ese exceso de confianza y fe depositados en estas entidades ficticias –héroes, dioses, salvadores tecnológicos– ha generado una forma de dependencia cultural. Millones de lectores, espectadores y usuarios no solo consumen estas leyendas, sino que extraen de ellas motivación, guía moral e incluso sentido de propósito. Lo que en apariencia es simple entretenimiento se convierte en una arquitectura simbólica que sustenta decisiones personales, justifica conductas e inhibe la responsabilidad individual.

Esta dinámica alimenta lo que podría entenderse como una egregora: una energía psíquica colectiva, nutrida por la atención, la emoción y la fe de una comunidad. Al igual que en las antiguas religiones, donde se entregaba el peso del juicio y del destino a una divinidad omnisciente, en el culto moderno a los superhéroes se delega la capacidad de actuar, de decidir y de transformar la realidad. Se invoca así una hiperstición: una ficción performativa que, al ser creída con suficiente intensidad, comienza a moldear el mundo que habitamos. Pero esta fe ciega no empodera; por el contrario, facilita una forma sofisticada de irresponsabilidad. Se espera que algo o alguien resuelva el caos, mientras se evita enfrentar las complejidades y contradicciones que supone la libertad real.

Uno de los ejemplos más reveladores de esta hiperrealidad simbólica es el culto contemporáneo a Batman. A diferencia de Superman, cuya promesa mesiánica apela a la esperanza, Batman opera desde las sombras del trauma personal y la vigilancia absoluta. Bruce Wayne, un millonario heredero convertido en justiciero, representa una fantasía profundamente arraigada en el imaginario neoliberal: la del individuo ultracompetente, sin ataduras legales, que se autoriza a sí mismo para ejercer violencia en nombre de un orden supuestamente superior. Gotham, esa ciudad permanentemente sumida en el colapso, parece necesitar —e incluso merecer— un redentor enmascarado que actúe fuera del sistema, reforzando la idea de que las instituciones han fallado y que solo una élite con recursos y voluntad puede restaurar el equilibrio.

En este sentido, Batman no es solo un personaje, sino una moral encarnada: desconfía del Estado, glorifica la autosuficiencia y convierte la paranoia en virtud. Su figura ha sido exaltada como modelo aspiracional en discursos que celebran la "meritocracia" y justifican el control total como forma de justicia. Así, el murciélago no protege tanto como vigila; no repara tanto como castiga. Su popularidad creciente en tiempos de crisis económicas, malestar social o deslegitimación institucional no es casual: expresa un deseo colectivo de orden, pero no un orden compartido, sino uno impuesto desde arriba, por quien pueda —y quiera— ejercerlo.

La crítica más feroz y lúcida al mito del superhéroe probablemente se encuentre en Watchmen, la obra maestra de Alan Moore y Dave Gibbons. Publicada en 1986, en plena era Reagan-Thatcher, la serie plantea un mundo en el que los superhéroes existen realmente… y ese es precisamente el problema. En lugar de redimir a la humanidad, los enmascarados se convierten en instrumentos de control, guerra o narcisismo. Desde el nihilismo absoluto de El Comediante hasta el distanciamiento cósmico del Dr. Manhattan, cada personaje expone una forma distinta de la impotencia moral frente al poder.

Rorschach, en particular, encarna la deriva más inquietante: un vigilante extremo, dogmático y misántropo, que interpreta la justicia como castigo absoluto. Su popularidad en ciertos sectores conservadores revela una verdad incómoda: detrás del antifaz muchas veces se esconde el deseo de simplificación, la pulsión autoritaria, la necesidad de que alguien —quien sea— se atreva a hacer "lo que hay que hacer". Watchmen no destruye el mito del superhéroe, sino que lo lleva hasta su punto de ruptura: ¿qué sucede cuando quienes tienen el poder de intervenir en el mundo ya no creen en él, ni en sus habitantes?

En definitiva, el superhéroe contemporáneo se ha convertido en una parodia trágica de lo político. Nació como una alegoría del bien, pero terminó ocupando el lugar del Estado fallido, del redentor imposible, del castigo que se disfraza de protección. Su omnipresencia en la cultura popular no indica vitalidad, sino carencia: es el síntoma de una imaginación política agotada, que ya no puede concebir formas colectivas de transformación y recurre, una y otra vez, a la figura del individuo extraordinario que nos salva de nosotros mismos. Pero como toda parábola, esta también advierte: cuanto más dependamos de salvadores, más lejos estaremos de salvarnos.

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