A propósito del reciente estreno de Cuatro
Fantásticos: Primeros Pasos, una entretenida reinterpretación del cuarteto
que desató la creatividad contenida de Stan Lee y Jack “el Rey” Kirby, conviene
detenernos a pensar en el lugar que ocupan los superhéroes en nuestra cultura
contemporánea. Los Cuatro Fantásticos marcaron el inicio de lo que luego se
conocería como “la casa de las ideas”, al fusionar la space opera tan popular
durante la edad dorada de la ciencia ficción con una fe casi religiosa en la
ciencia como herramienta para enfrentar y resolver todo tipo de amenazas.
La misión espacial del Dr. Reed Richards, su
esposa Sue Storm, su mejor amigo Ben Grimm y su cuñado Johnny Storm, termina
con un accidente que altera su biología molecular y los dota de poderes
sobrehumanos. A partir de entonces, se autoproclaman protectores de la
humanidad –si entendemos por “humanidad” a los Estados Unidos–. Pero lo que no
calcularon es que toda acción tiene ecos en el universo: su presencia como
guardianes de la Tierra no sólo representa una defensa, sino también una
provocación para entidades oscuras que aguardan una excusa para irrumpir y
destruir.
El reconocido escritor inglés Alan Moore ha reflexionado con agudeza sobre este fenómeno. En relación con Superman, el primer metahumano y piedra fundacional del género, señaló:
“El mito de Superman es una épica obra de la
grandeza y el cumplir deseos. Todas las leyendas de superhéroes se basan en
este concepto. Superman es el sol alrededor del cual giran todos los demás
héroes. La gran historia de un ser extraterrestre que llega a la Tierra y,
casualmente, se mezcla con los humanos usando sus habilidades únicas, no para
superarnos, sino para ayudarnos. No se puede ser un dios porque los dioses son
dictadores que imponen reglas a otros. Superman impone sus propias reglas a sí
mismo y las usa para nuestro beneficio. Si Estados Unidos tiene una leyenda
comparable a los mitos eternos de la antigüedad, esa es Superman.”
Esta declaración expone un ingrediente
esencial que ha moldeado nuestra percepción moderna del poder y la moralidad:
la necesidad de proyectar un orden trascendente para compensar la ansiedad
colectiva, delegando nuestras capacidades y responsabilidades en figuras
“elevadas” que puedan absorber simbólicamente el caos. Así, el superhéroe se
vuelve una muleta cultural, una construcción mítica que tranquiliza, pero
también infantiliza, al espectador. Una promesa de salvación que opera desde
fuera del sistema, pero que rara vez lo cuestiona.
Ese exceso de confianza y fe depositados en estas entidades ficticias –héroes, dioses, salvadores tecnológicos– ha generado una forma de dependencia cultural. Millones de lectores, espectadores y usuarios no solo consumen estas leyendas, sino que extraen de ellas motivación, guía moral e incluso sentido de propósito. Lo que en apariencia es simple entretenimiento se convierte en una arquitectura simbólica que sustenta decisiones personales, justifica conductas e inhibe la responsabilidad individual.
Esta dinámica alimenta lo que podría entenderse
como una egregora: una energía psíquica
colectiva, nutrida por la atención, la emoción y la fe de una comunidad. Al
igual que en las antiguas religiones, donde se entregaba el peso del juicio y
del destino a una divinidad omnisciente, en el culto moderno a los superhéroes
se delega la capacidad de actuar, de decidir y de transformar la realidad. Se
invoca así una hiperstición: una ficción
performativa que, al ser creída con suficiente intensidad, comienza a moldear
el mundo que habitamos. Pero esta fe ciega no empodera; por el contrario,
facilita una forma sofisticada de irresponsabilidad. Se espera que algo o
alguien resuelva el caos, mientras se evita enfrentar las complejidades y
contradicciones que supone la libertad real.
En este sentido, Batman no es solo un
personaje, sino una moral encarnada: desconfía del Estado, glorifica la
autosuficiencia y convierte la paranoia en virtud. Su figura ha sido exaltada
como modelo aspiracional en discursos que celebran la "meritocracia"
y justifican el control total como forma de justicia. Así, el murciélago no
protege tanto como vigila; no repara tanto como castiga. Su popularidad
creciente en tiempos de crisis económicas, malestar social o deslegitimación
institucional no es casual: expresa un deseo colectivo de orden, pero no un
orden compartido, sino uno impuesto desde arriba, por quien pueda —y quiera—
ejercerlo.
Rorschach, en particular, encarna la deriva más
inquietante: un vigilante extremo, dogmático y misántropo, que interpreta la
justicia como castigo absoluto. Su popularidad en ciertos sectores
conservadores revela una verdad incómoda: detrás del antifaz muchas veces se
esconde el deseo de simplificación, la pulsión autoritaria, la necesidad de que
alguien —quien sea— se atreva a hacer "lo que hay que hacer". Watchmen no destruye el mito del superhéroe,
sino que lo lleva hasta su punto de ruptura: ¿qué sucede cuando quienes tienen
el poder de intervenir en el mundo ya no creen en él, ni en sus habitantes?
En definitiva, el superhéroe contemporáneo se
ha convertido en una parodia trágica de lo político. Nació como una alegoría
del bien, pero terminó ocupando el lugar del Estado fallido, del redentor
imposible, del castigo que se disfraza de protección. Su omnipresencia en la
cultura popular no indica vitalidad, sino carencia: es el síntoma de una
imaginación política agotada, que ya no puede concebir formas colectivas de
transformación y recurre, una y otra vez, a la figura del individuo
extraordinario que nos salva de nosotros mismos. Pero como toda parábola, esta
también advierte: cuanto más dependamos de salvadores, más lejos estaremos de
salvarnos.
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