En mi lista de
series por ver estaba Biohackers, producción alemana desarrollada por
Christian Ditter que explora el concepto de biología de garaje, una práctica
nacida en los márgenes del transhumanismo. Este movimiento, cada vez más
discutido en círculos académicos y mediáticos, sostiene la posibilidad —y la
necesidad— de mejorar al ser humano mediante la tecnología. No se trata ya de
reparar enfermedades o corregir deficiencias, sino de potenciar el cuerpo y la
mente hasta límites inéditos. Así como un informático puede hackear un sistema
para añadirle funciones no previstas por su diseño original, los biohackers
buscan reprogramar el cuerpo para otorgarle nuevas capacidades: ver en la
oscuridad, resistir bajo el agua más tiempo de lo normal o incluso sentir
campos magnéticos gracias a implantes.
Este planteamiento no es pura ciencia ficción. Hace unos años, el activista Josiah Zayner saltó a la fama cuando, en un acto público, se inyectó un preparado con la herramienta CRISPR con el fin de editar su genoma y “mejorar” su musculatura. Aunque el experimento no tuvo los resultados esperados, la imagen fue lo suficientemente potente para simbolizar una nueva era: la de la ciencia al alcance de cualquier curioso con un laboratorio casero y un poco de audacia. Ejemplos como este abren preguntas inquietantes: ¿qué pasa cuando personas comunes se topan con poderes que antes parecían reservados a los dioses o a la ciencia oficial? ¿Qué tan lejos nos puede llevar la ambición de fama, la búsqueda de venganza o el simple deseo de experimentar con uno mismo?
En este terreno se
mueve Biohackers, un thriller de ciencia ficción que mezcla misterio,
drama juvenil y un ritmo narrativo basado en constantes flashbacks. La historia
sigue a Mia Akerlund (Luna Wedler), una estudiante de medicina que llega a
Friburgo con un interés particular por la doctora Tanja Lorenz (Jessica
Schwarz). No se trata solo de admiración académica: Mia sospecha que la muerte
de su hermano está conectada con ella. Su estrategia para acercarse a Lorenz
pasa por Jasper (Adrian Julius Tillmann), un joven brillante que lleva a cabo
experimentos al límite de la legalidad. Lo que comienza como una búsqueda
personal deriva en el descubrimiento de un entramado mucho mayor, vinculado al
proyecto Homo Deus, que coloca a Mia en el corazón de una conspiración
biotecnológica.
Uno de los mayores
atractivos de la serie es su representación del submundo biohacker. Lejos de
laboratorios relucientes, vemos habitaciones convertidas en espacios de
experimentación, estudiantes que prueban drogas inteligentes para mejorar su
rendimiento cognitivo, o grinders que alteran genéticamente plantas para
hacerlas brillar en la oscuridad. Este contraste entre lo doméstico y lo
científico no solo le da a la serie un aire visual particular —con tonos
fluorescentes y atmósferas casi irreales—, sino que también abre una reflexión
sobre la democratización de la biología: cualquiera, con pocos recursos y mucha
imaginación, puede alterar los límites del cuerpo humano.
Aquí es donde la ficción dialoga con el pensamiento transhumanista. En su ensayo A History of Transhumanist Thought, Nick Bostrom explica que la aspiración de superar las limitaciones humanas no es nueva: desde la alquimia medieval hasta los mitos de la inmortalidad, el sueño de trascender nuestra condición está profundamente enraizado en la cultura. Lo novedoso hoy, señala Bostrom, es que las tecnologías contemporáneas —desde la ingeniería genética hasta la inteligencia artificial— hacen posible que esta aspiración deje de ser un mito para convertirse en un proyecto tangible. El problema es que esa posibilidad llega acompañada de riesgos enormes: desigualdades biológicas irreversibles, nuevas formas de control social, e incluso escenarios de colapso existencial.
Biohackers recoge esta tensión de manera dramatizada.
Lo que en un primer momento aparece como un juego juvenil —implantes, drogas
inteligentes, experimentos clandestinos— pronto se revela como un terreno
plagado de peligros. La serie muestra que la misma herramienta que puede
liberar también puede esclavizar; que el conocimiento científico, cuando se
aparta de los marcos éticos, se convierte en un arma de doble filo.
Más allá de sus giros de guion y de su envoltura de thriller adolescente, Biohackers logra algo más profundo: invitar a preguntarnos dónde trazamos la línea entre el entusiasmo por la innovación y la necesidad de preservar lo humano. En un presente donde la ciencia se multiplica a un ritmo vertiginoso y los laboratorios caseros se difunden en tutoriales de YouTube, la pregunta ya no es si podremos alterar nuestros cuerpos, sino quién lo hará, con qué fines y bajo qué responsabilidades.
La ficción, como
recuerda Bostrom, no solo anticipa futuros posibles, sino que también nos ayuda
a ensayar respuestas. Biohackers se convierte así en un espejo incómodo:
un recordatorio de que el futuro de la biología no se cocina únicamente en los
institutos de élite, sino también en los garajes, las residencias
universitarias y, tal vez, en la imaginación de quienes todavía se preguntan
qué significa ser humano en el siglo XXI.
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