Mi primer contacto con La vorágine fue
en la clase de Español en secundaria. El plan lector, acompasado por la
revisión de la historia de la literatura, hacía obligatorio el paso por la
novela de Rivera que, dicho sea de paso, no tenía el mayor atractivo para un
adolescente contaminado por la televisión y el heavy metal. A pesar de la
entusiasta motivación de la profesora, solo hice un desplazamiento ocular de
izquierda a derecha buscando las palabras clave para poder entregar el reporte
de lectura. Hace unos meses adquirí la edición cosmográfica publicada por la
Universidad de los Andes y decidí leer, ahora con otros ojos, esta influyente
obra de la literatura colombiana que explora el conflicto clásico entre el
hombre y la naturaleza y que, al mejor estilo de Conrad o Salgari, utiliza este
marco para denunciar las atrocidades de la industria del caucho.
Seguir los pasos de Arturo Cova es descender a
un inframundo vegetal, donde los árboles frondosos y las enredaderas sofocantes
no solo enmarcan la geografía, sino que envuelven al lector en las visiones más
crudas de la industria del caucho: las plantaciones, la esclavitud, el delirio.
La novela traza una espiral descendente en la que un abogado lujurioso y poeta
idealista se va convirtiendo, poco a poco, en un ser dominado por los instintos
más primarios, avivados por el contacto directo con la selva.
Lo que inicia como un idílico y romántico
escape —el de Cova con Alicia, su amante, una mujer de refinadas costumbres que
está por ser comprometida con un acaudalado empresario— hacia los llanos del
Casanare, se transforma en una búsqueda desesperada cuando Alicia es
secuestrada por un empresario del caucho y llevada a lo profundo de la
Amazonía. Cova, impulsado por el deseo y la culpa, se lanza a una travesía que
lo enfrenta con la naturaleza indómita del llano y la selva, adentrándose en el
corazón oscuro de una tierra donde la savia blanca de los árboles se ha vuelto
la nueva fiebre del oro.
En ese trayecto, el protagonista se sumerge en el brutal sistema de extracción del caucho y es testigo —y víctima indirecta— de sus horrores: esclavización, tortura, genocidio de pueblos enteros, saqueo sistemático de los recursos naturales. Rivera intercala en la narración diversos testimonios que documentan esta barbarie con crudeza y precisión.
La vorágine es mucho
más que una novela de aventuras o una historia de amor trágico: es una denuncia
feroz contra la explotación del ser humano y de la naturaleza. Su vigencia es
innegable, pues los conflictos sociales, económicos y ambientales que retrata
siguen presentes en muchos rincones de América Latina. En su lenguaje vibrante
y en su visión crítica, la novela se consolida como una obra esencial de
nuestra literatura, capaz de mostrarnos tanto la belleza como el espanto de una
selva que devora.
Lo que hace de La vorágine una obra tan
potente no es solo su contenido de denuncia, sino el estilo narrativo con el
que José Eustasio Rivera lo articula. Su prosa es exuberante, casi alucinada,
cargada de imágenes poéticas y descripciones febriles que reflejan tanto la
inmensidad salvaje de la selva como el caos emocional del protagonista. Hay
momentos en que el lenguaje se desborda, se enreda, como si imitara el ritmo
espeso y laberíntico de la naturaleza misma. Rivera fusiona lo lírico con lo
testimonial: cada escena parece escrita desde el vértigo de quien presencia lo
inenarrable y, sin embargo, intenta dejar constancia de ello.
Este estilo intensifica la experiencia del
lector, no solo como espectador sino como partícipe de un descenso físico y
espiritual. La selva no es solo paisaje; es una fuerza viva que transforma a
quien la atraviesa, una entidad que resiste ser domesticada por el lenguaje o
por el progreso.
A más de un siglo de su publicación, La
vorágine sigue dialogando con las problemáticas contemporáneas: el
extractivismo desmedido, la violencia contra comunidades indígenas, la
devastación ecológica, el abandono estatal de las regiones periféricas. En una
era en que la Amazonía continúa siendo saqueada en nombre del desarrollo, y
donde los discursos oficiales aún minimizan o encubren el impacto de la
destrucción ambiental, la novela de Rivera resuena como un eco incómodo, una
advertencia que no ha perdido su vigencia. Leerla hoy no es un acto nostálgico,
sino un ejercicio urgente de memoria crítica.El elenco de la puesta en escena televisiva
En definitiva, La vorágine no solo es
una obra maestra del regionalismo latinoamericano, sino un grito persistente
contra la barbarie disfrazada de civilización. Rivera nos obliga a mirar de
frente las heridas abiertas por el progreso a sangre y caucho, y lo hace con
una intensidad poética que no suaviza, sino que amplifica el horror. Leer esta
novela hoy es reconocer que la selva sigue ardiendo, que sus ecos aún nos
interpelan, y que la literatura, cuando se compromete con la verdad, puede
convertirse en una forma de resistencia.
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