domingo, 24 de agosto de 2025

X-Men: La Batalla del Átomo — Cincuenta años de mutantes en guerra consigo mismos

 


Uno de mis títulos favoritos de la Casa de las Ideas es X-Men. Creado en 1963 por la inigualable pluma de Jack Kirby y los argumentos de Stan Lee, el quinteto mutante formado por Bestia, Iceman, Cíclope, Jean Grey y el Profesor X reflejaba en sus viñetas los cambios sociales, psicológicos y políticos de la generación posnuclear: los hijos del átomo.

Antes de seguir, una anotación necesaria: mucho antes de los mutantes de Charles Xavier, DC Comics presentó a la Doom Patrol, integrada por Robotman, Elasti-Girl, el Hombre Negativo y el científico Niles Caulder, un extraño líder… en silla de ruedas. ¿Coincidencia? Difícil afirmarlo con certeza. Lo que sí es claro es que, en la eterna batalla entre editoriales, DC ha tenido grandes ideas pioneras, pero Marvel ha sabido convertirlas en fenómenos de masas. Al comparar, se ve que ambas compañías funcionan como espejos, aunque la narrativa de Marvel logró conectar mejor con las generaciones posteriores.

Para celebrar los cincuenta años de los mutantes, el entonces editor Axel Alonso, como parte de su iniciativa Marvel Now!, convocó al guionista Brian Michael Bendis, junto con Jason Aaron y Brian Wood, para concebir un evento que resumiera la evolución del quinteto original a lo largo de cinco décadas: La Batalla del Átomo.

Si existe un terreno pantanoso en la narrativa superheroica, ese es el de los viajes en el tiempo, por la dificultad de mantener la coherencia. Sin embargo, Bendis lo afrontó con audacia. En su serie All-New X-Men (La Nueva Patrulla-X en España), planteó que Bestia, atormentado por el rumbo que había tomado Scott Summers, viajara al pasado para traer al equipo original al presente. La idea de ver a unos jóvenes e inexpertos X-Men interactuar con sus versiones adultas, enfrentarse a revelaciones que los lectores conocemos desde hace décadas, y contrastar sus personalidades, resultaba fascinante.

Uno de los grandes aciertos de Bendis fue su habilidad para caracterizar a los personajes. El Scott del pasado y el Scott del presente parecen realmente dos hombres distintos, producto de una evolución de medio siglo.

Un año después de iniciar esta etapa, llegó lo inevitable en la tradición mutante: el gran crossover. Así nació La Batalla del Átomo, un evento que recorrió las cabeceras Uncanny X-Men, All-New X-Men, Wolverine and the X-Men, X-Men y una miniserie central de dos números, sumando un total de diez entregas en EE. UU. Panini lo publicó en 2013-2014 en ocho tomos, incorporando los números de inicio y cierre dentro de La Nueva Patrulla-X y Lobezno y la Patrulla-X.

La franquicia mutante siempre ha llevado un camino propio dentro de Marvel. Aunque algunos personajes como Lobezno se han convertido en omnipresentes, lo cierto es que la condición de los mutantes como marginados del Universo Marvel ha hecho que sus historias se desarrollen en una relativa autonomía. Sí, han participado en grandes crossovers como Civil War, Asedio o Invasión Secreta, pero cuando pensamos en esos eventos lo primero que nos viene a la mente son los Vengadores. Por eso, la Patrulla-X y sus derivados han cultivado sus propios cruces, con mayor o menor fortuna, desde Especies en Peligro hasta Cisma, pasando por hitos como Complejo de Mesías o Advenimiento. Con la llegada de Marvel Now!, muchos esperaban un nuevo crossover de este tipo, y Bendis recogió el guante con La Batalla del Átomo.

Es verdad que la mayoría de estos cruces suelen servir más para engordar ventas que para aportar historias memorables: obligan al lector completista a seguir varias series para no quedarse con la trama a medias. Sin embargo, de vez en cuando surge una excepción. En lo personal, recuerdo con cariño Advenimiento, que evocaba la intensidad de aquella mítica Operación Tolerancia Cero con acción trepidante y un ritmo vibrante. Bendis, consciente de ese legado, intentó algo similar aquí: un cruce que funcionara como homenaje a la tradición mutante, pero también como una mirada al futuro de la franquicia.

Y hablando de homenajes, no se puede ignorar la referencia a una de las sagas más recordadas de la Patrulla-X: la que Claremont y Byrne resolvieron en apenas dos números, pero que dejó huella para siempre en la mitología mutante. Esa brevedad contrasta con la forma en que hoy se estiran las historias a diez o más entregas. Bendis riza el rizo retomando aquella fórmula: futuros apocalípticos, versiones alternativas de los personajes y el choque inevitable entre el pasado, el presente y el porvenir de los X-Men.

En lo visual, La Batalla del Átomo es un cómic hermoso que reúne a un equipo de dibujantes de primer nivel: Frank Cho, Stuart Immonen, David López, Chris Bachalo, Giuseppe Camuncoli, Esad Ribic y Kristopher Anka. Con tantos nombres, podría pensarse que cada número tendría un estilo disonante, pero sorprendentemente el conjunto se siente coherente y uniforme. Cada ilustrador aporta su impronta, sí, pero todos logran transmitir una atmósfera unitaria que engrandece la historia. En particular, es un deleite ver cómo se retrata a la Patrulla-X Original: sus diseños evocan directamente los cómics de Jack Kirby, y aunque la modernización es evidente, el espíritu de aquellos personajes juveniles que saltaron en el tiempo permanece intacto.


Al final, La Batalla del Átomo deja claras sus intenciones desde el título: esto es, ante todo, un cómic de acción mutante. Lo que el lector encontrará son combates espectaculares y coreografiados entre diferentes versiones de los X-Men. Eso juega en contra de la ambición narrativa —no es, al fin y al cabo, la gran historia de viajes temporales que algunos esperábamos—, pero tomada en sus propios términos ofrece lo que promete: una dosis generosa de aventuras, con un desenlace algo predecible, pero efectivo para celebrar cinco décadas de mutantes en Marvel.

En definitiva, La Batalla del Átomo no es la historia definitiva de los X-Men ni pretende serlo, pero sí logra capturar la esencia de lo que significa ser mutante: vivir entre contradicciones, enfrentarse a futuros inciertos y seguir luchando incluso contra uno mismo. Como lector, disfruté el reencuentro con la Patrulla-X Original y la posibilidad de mirar a los mutantes desde distintos tiempos y perspectivas. Puede que el final sea predecible y que el abuso de crossovers reste frescura, pero este cómic me recordó por qué sigo regresando a los hijos del átomo después de tantos años: porque, más allá de sus aciertos o tropiezos editoriales, los X-Men siguen siendo el espejo más poderoso de nuestras propias batallas.

lunes, 18 de agosto de 2025

Common Side Effects – La sátira farmacéutica de Adult Swim

 

¿Qué pasaría si existiera un hongo capaz de curarlo todo, pero con efectos colaterales inesperados? Marshall Cuso, un micólogo obsesivo y desajustado, cree haber encontrado el santo grial de la medicina en la selva peruana: el Ángel Azul. Esta especie puede regenerar tejidos, sanar asma y alergias, e incluso devolver la vida. Para Marshall, su hallazgo significaría emancipar a la humanidad de las farmacéuticas y de los sistemas de salud; sin embargo, pronto descubre que un descubrimiento así no puede sobrevivir al choque con los intereses corporativos y estatales.

La serie arranca con un reencuentro: Frances Applewhite, antigua compañera de instituto de Marshall y actual asistente del director ejecutivo de la poderosa Reutical Pharmaceuticals. Ella ve en el hongo no la posibilidad de liberación, sino de negocio y ascenso laboral. Entre ellos se abre un conflicto que atrae a la DEA, a burócratas del gobierno y a mercenarios privados dispuestos a borrar toda evidencia del Ángel Azul. En este cruce, un micólogo ingenuo, una tortuga llamada Sócrates y dos agentes incompetentes se convierten en piezas de un ajedrez mayor donde colisionan paranoia, ciencia y capitalismo.

Creada por Joseph Bennett y Steve Hely para el bloque Adult Swim de Cartoon Network —y disponible en HBO Max— Common Side Effects combina sátira corporativa, thriller conspirativo y humor absurdo. Su animación, estilizada y delirante, recuerda tanto a los collages inquietantes de The Shivering Truth como al humor negro de Rick and Morty. Pero lo que distingue a la serie no es solo su estética, sino la forma en que despliega una crítica mordaz a la industria farmacéutica y a la manera en que el biocapitalismo captura hasta la esperanza de curación.

En este sentido, Common Side Effects puede leerse como una parábola del biocapitalismo contemporáneo, en los términos que plantea Kaushik Sunder Rajan: toda innovación biomédica, incluso aquella que podría transformar radicalmente las condiciones de vida, es inmediatamente absorbida por el circuito económico y político de las farmacéuticas y el Estado. El Ángel Azul no es solo un hongo con propiedades milagrosas, sino la materialización de un excedente vital que nunca llega a los cuerpos sin pasar por la mediación del capital. Al mismo tiempo, la serie exhibe lo que Mark Fisher llamaría el realismo capitalista: la imposibilidad de imaginar una salida al régimen actual, pues incluso la fantasía de la panacea universal termina subsumida en la lógica del mercado y la conspiranoia institucional. En su humor grotesco y su tono conspirativo, Common Side Effects revela que los efectos colaterales más devastadores no provienen de la biología, sino de las formas de poder que administran la vida.


viernes, 15 de agosto de 2025

Transhumanismo en clave de thriller: una mirada a Biohackers

 


En mi lista de series por ver estaba Biohackers, producción alemana desarrollada por Christian Ditter que explora el concepto de biología de garaje, una práctica nacida en los márgenes del transhumanismo. Este movimiento, cada vez más discutido en círculos académicos y mediáticos, sostiene la posibilidad —y la necesidad— de mejorar al ser humano mediante la tecnología. No se trata ya de reparar enfermedades o corregir deficiencias, sino de potenciar el cuerpo y la mente hasta límites inéditos. Así como un informático puede hackear un sistema para añadirle funciones no previstas por su diseño original, los biohackers buscan reprogramar el cuerpo para otorgarle nuevas capacidades: ver en la oscuridad, resistir bajo el agua más tiempo de lo normal o incluso sentir campos magnéticos gracias a implantes.

Este planteamiento no es pura ciencia ficción. Hace unos años, el activista Josiah Zayner saltó a la fama cuando, en un acto público, se inyectó un preparado con la herramienta CRISPR con el fin de editar su genoma y “mejorar” su musculatura. Aunque el experimento no tuvo los resultados esperados, la imagen fue lo suficientemente potente para simbolizar una nueva era: la de la ciencia al alcance de cualquier curioso con un laboratorio casero y un poco de audacia. Ejemplos como este abren preguntas inquietantes: ¿qué pasa cuando personas comunes se topan con poderes que antes parecían reservados a los dioses o a la ciencia oficial? ¿Qué tan lejos nos puede llevar la ambición de fama, la búsqueda de venganza o el simple deseo de experimentar con uno mismo?

En este terreno se mueve Biohackers, un thriller de ciencia ficción que mezcla misterio, drama juvenil y un ritmo narrativo basado en constantes flashbacks. La historia sigue a Mia Akerlund (Luna Wedler), una estudiante de medicina que llega a Friburgo con un interés particular por la doctora Tanja Lorenz (Jessica Schwarz). No se trata solo de admiración académica: Mia sospecha que la muerte de su hermano está conectada con ella. Su estrategia para acercarse a Lorenz pasa por Jasper (Adrian Julius Tillmann), un joven brillante que lleva a cabo experimentos al límite de la legalidad. Lo que comienza como una búsqueda personal deriva en el descubrimiento de un entramado mucho mayor, vinculado al proyecto Homo Deus, que coloca a Mia en el corazón de una conspiración biotecnológica.

Uno de los mayores atractivos de la serie es su representación del submundo biohacker. Lejos de laboratorios relucientes, vemos habitaciones convertidas en espacios de experimentación, estudiantes que prueban drogas inteligentes para mejorar su rendimiento cognitivo, o grinders que alteran genéticamente plantas para hacerlas brillar en la oscuridad. Este contraste entre lo doméstico y lo científico no solo le da a la serie un aire visual particular —con tonos fluorescentes y atmósferas casi irreales—, sino que también abre una reflexión sobre la democratización de la biología: cualquiera, con pocos recursos y mucha imaginación, puede alterar los límites del cuerpo humano.

Aquí es donde la ficción dialoga con el pensamiento transhumanista. En su ensayo A History of Transhumanist Thought, Nick Bostrom explica que la aspiración de superar las limitaciones humanas no es nueva: desde la alquimia medieval hasta los mitos de la inmortalidad, el sueño de trascender nuestra condición está profundamente enraizado en la cultura. Lo novedoso hoy, señala Bostrom, es que las tecnologías contemporáneas —desde la ingeniería genética hasta la inteligencia artificial— hacen posible que esta aspiración deje de ser un mito para convertirse en un proyecto tangible. El problema es que esa posibilidad llega acompañada de riesgos enormes: desigualdades biológicas irreversibles, nuevas formas de control social, e incluso escenarios de colapso existencial.

Biohackers recoge esta tensión de manera dramatizada. Lo que en un primer momento aparece como un juego juvenil —implantes, drogas inteligentes, experimentos clandestinos— pronto se revela como un terreno plagado de peligros. La serie muestra que la misma herramienta que puede liberar también puede esclavizar; que el conocimiento científico, cuando se aparta de los marcos éticos, se convierte en un arma de doble filo.

Más allá de sus giros de guion y de su envoltura de thriller adolescente, Biohackers logra algo más profundo: invitar a preguntarnos dónde trazamos la línea entre el entusiasmo por la innovación y la necesidad de preservar lo humano. En un presente donde la ciencia se multiplica a un ritmo vertiginoso y los laboratorios caseros se difunden en tutoriales de YouTube, la pregunta ya no es si podremos alterar nuestros cuerpos, sino quién lo hará, con qué fines y bajo qué responsabilidades.

La ficción, como recuerda Bostrom, no solo anticipa futuros posibles, sino que también nos ayuda a ensayar respuestas. Biohackers se convierte así en un espejo incómodo: un recordatorio de que el futuro de la biología no se cocina únicamente en los institutos de élite, sino también en los garajes, las residencias universitarias y, tal vez, en la imaginación de quienes todavía se preguntan qué significa ser humano en el siglo XXI.

 

 

miércoles, 13 de agosto de 2025

El McGuffin mecánico – Tensión y crítica en La Auditora

 

El doctor está visiblemente angustiado. Un accidente fortuito con una lata —gajes del oficio— ha puesto todo en riesgo: el robot, en un intento por realizar una tarea tan simple como abrirla, ha sufrido un daño que casi revela su verdadera naturaleza. Es, en realidad, un infiltrado entre los humanos.

Todo ocurre en Santa Marina, un pueblo-factoría dedicado a la producción de componentes para Robot Systems, motor económico que sostiene a la comunidad. Sin embargo, los desechos tóxicos derivados de la fábrica han provocado daños colaterales: alteraciones de comportamiento, exilios forzados y habitantes con síntomas respiratorios y otras anomalías. El control del pueblo está en manos de la alcaldesa y sus hijos, quienes realizan inspecciones rutinarias para supervisar la producción… y vigilar a su gente.

En este contexto, la compañía envía a Mar, una empleada encargada de auditar el pueblo y, en paralelo, localizar al robot infiltrado. Su única ayuda será un asistente digital, pieza clave para el sorprendente e inesperado giro narrativo que cierra esta novela gráfica: La Auditora, publicada por Astiberri en 2019, escrita por Jon Bilbao (en su primer guion para cómic) e ilustrada por Javier Peinado.

En su estructura y espíritu, La Auditora bebe del maestro Philip K. Dick y de Brian Aldiss, especialmente de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, con sus replicantes y su pregunta esencial: qué significa ser humano. Aquí, la búsqueda del robot funciona como un McGuffin que pronto se diluye, dejando espacio a otros arcos narrativos: infidelidad, relaciones clandestinas, desconfianza hacia los extraños, contaminación, explotación y precariedad laboral.

Todos estos temas se despliegan en cada viñeta gracias al trazo magistral de Peinado, cuyo estilo recuerda a Daniel Torres y a la línea clara de E.P. Jacobs. Su versatilidad gráfica se nota en el manejo del tiempo y en la forma en que subvierte la clásica estructura equilibrada de seis viñetas, rompiéndola para intensificar la tensión o ralentizar la mirada.

En última instancia, La Auditora no solo propone un ejercicio de ciencia ficción social, sino también un espejo deformante de nuestras propias comunidades y sistemas de control. Bilbao y Peinado logran un equilibrio singular entre la tensión narrativa y la observación minuciosa del día a día en un entorno envenenado por la industria y por sus propias jerarquías. El resultado es una obra que, bajo la apariencia de un thriller de infiltrados, se infiltra también en el lector, obligándolo a cuestionar qué significa vivir —y sobrevivir— en un lugar donde la contaminación no solo afecta al aire, sino también a las relaciones y a la memoria.

 

martes, 12 de agosto de 2025

The Night Manager — John le Carré y su salto a la pantalla


En medio de petardos, ladrillos volando, coches ardiendo y ráfagas de armas automáticas, un hombre avanza hasta la zona segura. Es El Cairo, 2011, pleno estallido de la Primavera Árabe. Entre el humo y los gritos, un inglés con camisa azul camina con calma, agachándose lo justo, no por miedo sino por costumbre: ha visto peores escenas en Irak, cuando era soldado. ¿A dónde va? A trabajar. Es el gerente nocturno del hotel Nefertiti.

Ese hombre es Jonathan Pine, interpretado por Tom Hiddleston —sí, el Loki del universo Marvel— que aquí deja la ironía nórdica para convertirse en un espía británico de manual: educado, tranquilo, encantador, autocrítico, un poco misterioso y, por supuesto, absurdamente apuesto. El perfil soñado para un spy thriller.

En el hotel, Pine conoce a Sophie Aleka, una mujer tan magnética como peligrosa. Entre coqueteos y silencios, ella le entrega documentos comprometedores: pruebas de que su novio, Freddie Hamid, compra armas a Richard Roper, “el peor hombre del mundo”, con el fin de aplastar un levantamiento popular. Pine, que además de encantador es decente, hace lo correcto: entrega la información a un contacto de la embajada británica y pone a Sophie a salvo. O eso cree. Porque en este género, la decencia rara vez sale barata. Sophie no sobrevive.

Ahí está la gracia de The Night Manager. Los ingredientes —traficantes de armas millonarios, agentes de pasado turbio, mujeres fatales— son familiares, pero John le Carré les da una profundidad que rara vez se ve en el género. Pine no es un simple tablero en blanco; es un hombre atravesado por la soledad, el orgullo, el arrepentimiento. Roper no es un villano de caricatura, sino un depredador elegante, calculador, casi seductor. Le Carré escribe con esa mezcla suya de minuciosidad y melancolía, a veces demasiado atado al procedimiento y la burocracia, pero siempre con la capacidad de clavar una verdad incómoda en medio de la trama.

La adaptación televisiva de 2016, escrita por David Farr, juega con el material original sin traicionarlo. Cambia Irlanda del Norte por Irak, Zúrich por Zermatt, y a Leonard Burr —hombre en la novela— por Angela Burr, interpretada por una Olivia Colman embarazada (detalle que el guion incorpora con naturalidad). El telón de fondo también se actualiza: la Primavera Árabe reemplaza a los escenarios noventeros, encajando tan bien que parece escrita así desde el inicio.

En pantalla, la serie se inclina un poco hacia el territorio Bond —apenas un 0,07%, para ser precisos— sin perder el pulso lecarriano. Hiddleston aporta un Pine que es todo discreción y contención, Hugh Laurie encarna a un Roper deliciosamente odioso, y Tom Hollander brilla como el sibilino mano derecha del villano. Los paisajes alpinos, los hoteles de lujo, las cenas con copas perfectas… todo huele a peligro envuelto en seda.

Pero bajo esa elegancia se mantiene el motor de la historia: Pine no ha olvidado a Sophie, y su entrada en el círculo de Roper no es solo un trabajo encubierto; es una venganza personal. El resultado es una serie que, como la novela, mezcla el espionaje clásico con una exploración sutil de lo que impulsa a sus personajes: lealtad, deseo, orgullo, y el peligroso gusto de jugar demasiado cerca del fuego.

The Night Manager no revoluciona el género, pero lo interpreta con una artesanía impecable. El libro merece leerse, la serie merece verse, y ambos dejan la sensación de que, en el espionaje, el mayor lujo no es un hotel de cinco estrellas, sino la oportunidad de saldar cuentas.

domingo, 10 de agosto de 2025

Entre la pesadilla y la vigilia: Batman y Dylan Dog en La sombra del murciélago

 

Hay misterios que requieren de hombres capaces de resolverlos, así como fuerzas que no comprendemos y que exigen individuos con una intuición aguda, capaces de mirar más allá del velo. Cada caso demanda un método distinto, pero todos comparten una misma meta: el triunfo de la razón sobre la oscuridad. Sherlock Holmes, Hércules Poirot, Auguste Dupin… nombres que forjaron el relato policial, moviéndose entre la superstición y la observación deductiva que devolvía la calma a la mente racional.

Inspirado por ese linaje, Tiziano Sclavi creó al investigador de pesadillas Dylan Dog. El nombre proviene del poeta Dylan Thomas, y su apariencia toma los rasgos del actor Rupert Everett; su atuendo, lejos de la formalidad de sus predecesores, refleja un estilo más personal y atemporal.

Las aventuras —o más bien, los casos— de Dylan transcurren en Londres, ciudad que oculta infinitos secretos tras sus muros de ladrillo y piedra. Fantasmas, vampiros, hombres lobo y otras criaturas nacidas de la superstición humana se cruzan en su camino, desafiándolo junto a su inseparable Groucho —caricatura del célebre comediante Groucho Marx— y con el apoyo del inspector Bloch de Scotland Yard y su ayudante Jenkins.

Mientras Dylan Dog persigue manifestaciones espectrales y fugitivos del reino de las sombras, al otro lado del Atlántico, Bob Kane y Bill Finger imaginaron —y dieron forma— al Caballero Oscuro que vigilaría por siempre las calles de Ciudad Gótica. Batman, como se hace llamar, patrulla las azoteas de la urbe con el respaldo del comisionado Gordon y de Alfred, su mayordomo y antiguo agente secreto. Ambos, Dylan y Batman, beben de la estética pulp de los años treinta, aunque cada uno con un giro propio.

¿Sería posible que trabajaran juntos? ¿El mejor detective del mundo codo a codo con el detective de las pesadillas? La respuesta, al menos en las viñetas, es un rotundo sí.

La idea de unir a estas dos figuras tan distintas —y a la vez tan cercanas en su vocación de guardianes— cobró forma en Batman/Dylan Dog: La sombra del murciélago, una miniserie escrita por Roberto Recchioni y dibujada por Werther Dell’Edera y Gigi Cavenago. Publicada originalmente en Italia en 2019 y recopilada más tarde por ECC Ediciones, la obra imagina un cruce de caminos entre Ciudad Gótica y Londres cuando el Joker viaja a territorio británico para aliarse con Xarabas, la némesis de Dylan Dog. El resultado es un relato que mezcla el suspense policial con el horror sobrenatural, donde el humor ácido de Groucho se codea con el dramatismo de Batman, y donde cada página refleja la tensión creativa entre el cómic europeo y el estadounidense.

En el primer número de tres encontramos una referencia directa a los orígenes —siempre mutantes y contradictorios— del Joker, ahora aliado con el archienemigo de Dylan Dog, el doctor Xarabas. Que ambos villanos crucen caminos en Londres obliga a Batman —y todo su aparato narrativo— a desplazarse a la capital inglesa. Allí se produce el esperado encuentro entre los dos investigadores: el italo-británico, expansivo y casi bohemio en su manera de abordar un caso, frente al gothamita, rígido, metódico y de una obsesión casi quirúrgica por el detalle. Dylan Dog confiesa que su método se basa menos en protocolos y más en dejarse llevar por la intuición, algo que Batman observa con cautela, pero que inevitablemente los llevará a complementarse en un terreno donde la deducción lógica y la percepción instintiva deben coexistir para sobrevivir.

También hay espacio para giros y guiños que los fans sabrán apreciar: Selina Kyle, siempre felina y ambigua, pasa fugazmente por los brazos de Dylan Dog; mientras que Groucho y Alfred protagonizan un cruce tan improbable como inevitable, marcando el contrapunto humorístico y entrañable del relato. El guion de Roberto Recchioni se muestra fresco, ágil y respetuoso con la esencia de ambos universos, equilibrando el peso de cada protagonista —aunque, como ya señalamos, Dylan Dog disfruta de una ligera ventaja en protagonismo—. El autor cubre los elementos “obligados” de todo crossover sin caer en la sobrecarga, y aprovecha la extensión de la obra para espaciar la acción, evitando la sensación de trama comprimida o excesivamente densa. Incluso con Batman presente, los diálogos se permiten destellos de humor que alivian la tensión sin romper la atmósfera.

En el apartado visual, Gigi Cavenago y Werther Dell’Edera fusionan con acierto las tradiciones gráficas europea y estadounidense. Cavenago, dibujante habitual de Dylan Dog, aporta el conocimiento minucioso de los gestos, ambientes y tics visuales del personaje. Dell’Edera, aunque con raíces en la tradición italiana, cuenta con experiencia en el mercado estadounidense (DC, Marvel, IDW), lo que le permite integrar la narrativa ágil y el dinamismo del cómic-book con la riqueza atmosférica del fumetto. El resultado es una estética híbrida que respeta los códigos de ambos mundos, potenciando el contraste entre el gótico neblinoso de Londres y la oscuridad opresiva de Gotham.


Batman/Dylan Dog: La sombra del murciélago es, en esencia, una celebración del encuentro entre dos tradiciones narrativas que rara vez se cruzan: el cómic europeo de atmósfera literaria y el cómic estadounidense de acción vertiginosa. Más allá del atractivo del “qué pasaría si…”, la obra demuestra que un crossover puede ser algo más que un ejercicio de marketing: aquí se construye un diálogo entre estilos, humores y maneras de entender la figura del detective. Para el lector habitual de Batman, supone una invitación a adentrarse en el universo inquietante de Dylan Dog; para el seguidor del investigador de pesadillas, ofrece la oportunidad de ver cómo su mundo se expande al compartir viñeta con el Caballero Oscuro. El resultado es un cómic que, sin reinventar la rueda, sabe girarla con elegancia, ofreciendo una lectura que se disfruta tanto por su historia como por su peculiar mestizaje cultural.

Entre el Neón y el Silencio: la vigencia inquietante de Ghost in the Shell

 

Entre las luces de neón y el vértigo del vacío, ella avanza. Cada salto es un pulso en la red, cada movimiento un diálogo silencioso con la ciudad que respira datos. En ese instante, el límite entre el cuerpo humano y el código binario se difumina, y lo que queda es pura voluntad en movimiento.

El irrumpir de la Mayor Motoko Kusanagi en nuestra imaginación marcó un nuevo peldaño en la evolución del cyberpunk, ya delineado por Blade Runner y Neuromante. Nacida de la pluma del mangaka Masamune Shirow, Ghost in the Shell supuso una apropiación y expansión de los conceptos acuñados por William Gibson, que pronto encontraron su propia resonancia en el Japón de finales del siglo XX.

Inspirado por el filósofo Gilbert Ryle y su obra The Concept of Mind —de donde surge la célebre metáfora del “fantasma en la máquina”—, Shirow construye un escenario distópico donde se negocia la independencia de la República de Gabel, una trama que encubre intrigas políticas y el desencadenamiento de un conflicto entre clanes rivales. En medio de este tablero de poder, la Sección 9 —unidad estatal de operaciones encubiertas— entra en acción bajo el mando de Kusanagi: una sofisticada cyborg que, en el transcurso de la misión, empezará a cuestionar su propia naturaleza, buscando la emancipación y el libre albedrío frente al programa, al algoritmo, con el que fue creada.

Publicado por primera vez en 1989, el manga de Ghost in the Shell sorprendió por su densidad conceptual y su minuciosa construcción de un futuro hiperconectado, donde los cuerpos y las redes eran extensiones mutuas. Masamune Shirow combinó el humor irreverente, la especulación tecnológica y la intriga geopolítica en un relato que pedía ser llevado a otros lenguajes. Fue Mamoru Oshii quien, en 1995, destiló esa complejidad en una película que redujo el tono ligero del manga para potenciar una atmósfera más contemplativa y filosófica. Su versión no solo adaptó la historia: la transfiguró en una experiencia sensorial y metafísica, donde la acción se convierte en pausa y cada plano parece una meditación sobre la identidad y el destino.

Más allá de la acción y la intriga política, Ghost in the Shell nos coloca ante una pregunta que no deja de resonar: ¿qué significa ser humano en un mundo donde la conciencia puede transferirse, editarse o incluso fabricarse? La Mayor Kusanagi, con su cuerpo de titanio y sus circuitos de silicio, es también un recipiente para un “yo” que duda, que se interroga y que busca en las grietas de su programación algún rastro de autenticidad.

La estética de la película, tanto en el manga como en sus adaptaciones animadas, condensa una fusión inconfundible entre el vértigo tecnológico y la melancolía urbana. Calles saturadas de hologramas, edificios monolíticos bañados por la lluvia, y un océano de datos que fluye invisiblemente por la ciudad componen un escenario que respira tanto cyberpunk como poesía visual. Es un Japón imaginado donde la tradición convive con la arquitectura de la hipervigilancia, y donde el silencio entre dos disparos puede decir más que cualquier diálogo.

El impacto cultural de Ghost in the Shell traspasó fronteras y géneros. Influenció a directores como los hermanos Wachowski, quienes reconocieron su deuda creativa en The Matrix, y consolidó un lenguaje visual que hoy es inseparable de cualquier obra que se atreva a explorar la fusión entre tecnología y subjetividad. Al mismo tiempo, su filosofía —que bebe tanto del budismo zen como de la teoría de sistemas— sigue alimentando debates sobre inteligencia artificial, identidad y la inevitable erosión de las fronteras entre lo natural y lo artificial.

Hoy, casi tres décadas después del estreno de la película de Oshii, el “fantasma en la máquina” ya no es solo una metáfora. La inteligencia artificial generativa escribe, crea imágenes y toma decisiones que antes atribuíamos exclusivamente a la mente humana; la vigilancia digital se infiltra en cada dispositivo que portamos; y el control algorítmico moldea, sin que lo notemos, nuestras rutinas, gustos y opiniones. En este contexto, Ghost in the Shell deja de ser un ejercicio de ciencia ficción futurista para convertirse en un espejo incómodo: ¿somos nosotros quienes programamos la máquina o es la máquina quien reescribe el guion de nuestras vidas? Tal vez, como la Mayor Kusanagi, ya estemos buscando una emancipación que no sepamos nombrar, pero que intuimos urgente.

jueves, 7 de agosto de 2025

Simulacro, resaca y exceso: el doble viaje de Fear and Loathing Las Vegas

 

Los gastados neumáticos de la Ballena Blanca —un Cadillac alquilado— acarician el áspero asfalto que atraviesa el desolador desierto de Nevada rumbo a Las Vegas, la ciudad de la ilusión y el engaño. Al volante de tan flamante cachalote melvilliano va el periodista Raoul Duke, acompañado de su abogado, el temible Dr. Gonzo, con la encomienda de cubrir una carrera de motocross y una convención de narcóticos. Una siniestra visión lo obliga a frenar abruptamente, abrir la cajuela y sacar un matamoscas con el que pretende ahuyentar a los murciélagos que lo rodean. “Es un país de murciélagos”, musita, mientras verifica que su equipaje —un arsenal químico de alcaloides y estimulantes— esté completo. La travesía apenas comienza. Thompson está a punto de relatar los despojos de una bella ola que perdió su brío entusiasta y anegó el sueño americano, convertido ahora en una pesadilla draconiana poblada por lagartos, humo ácido y el zumbido de la paranoia.

Miedo y Asco en Las Vegas fue un experimento —o más bien, un experimento fallido— de periodismo Gonzo. Basada en hechos reales, la novela es una hipérbole controlada que conecta el activismo radical, la contracultura psicodélica y la decadencia moral estadounidense a finales de la década de 1960. En ella, Hunter S. Thompson dibuja los arquetipos que fisuran el sueño americano, contaminándolo con una desviación radical que busca degradar, abusar, ridiculizar y destruir los pilares del consumismo, la superficialidad y el espectáculo político.

El célebre “monólogo de la ola” —uno de los pasajes más melancólicos del libro— condensa esa mirada crepuscular:

“No tiene sentido pelear ni de nuestro lado ni del de ellos. Teníamos todo el momentum; navegábamos en la cresta de una inmensa y bellísima ola. Y ahora, menos de cinco años después, puedes ir hasta la cumbre de alguna colina en Las Vegas y mirar al Oeste, y, con la mirada apropiada, casi podrás ver el lugar donde al final la ola rompió contra la tierra y comenzó a retroceder”.

Ese retroceso —el lento reflujo de la ola— es el verdadero núcleo del libro: la resaca moral y política tras la borrachera de la utopía.

La adaptación cinematográfica de Miedo y Asco en Las Vegas, dirigida por Terry Gilliam en 1998, no es una simple transposición del texto a la pantalla: es una recreación febril, una distorsión óptica que se mimetiza con el vértigo de la prosa de Thompson. Gilliam no intenta narrar una historia lineal ni explicar el viaje; su apuesta es sensorial, inmersiva, un ataque frontal a la percepción del espectador. La cámara se contorsiona, los encuadres se inclinan, los colores saturan, las texturas gotean. Es cine como alucinación.

Johnny Depp, en el papel de Raoul Duke, logra una mímesis casi quirúrgica con Thompson. Se rapa la cabeza, adopta sus manías, clava su acento. No actúa como Thompson: se convierte en él. Benicio del Toro, como el abogado Dr. Gonzo, es un monstruo de apetitos desbordados, violento y trágico, una figura que representa tanto la amenaza del descontrol como su potencia destructiva. Ambos personajes, más que individuos, son símbolos: de una época que se autodevora, de una nación que confunde libertad con delirio.

Gilliam entiende que la novela no tiene una estructura narrativa convencional porque su propósito no es contar una historia, sino exponer un estado mental colectivo. La película es, entonces, un viaje a través del colapso: el colapso del lenguaje, del tiempo, de la ética, de la revolución como esperanza. Las Vegas se convierte en una distopía luminosa, un purgatorio kitsch donde los sueños se disuelven en LSD y donde incluso los hoteles parecen respirar.

En lugar de suavizar el texto, Gilliam lo extrema. Acelera los pasajes de mayor confusión, fuerza la distorsión óptica, acentúa el grotesco. Lo que en la novela puede leerse con distancia irónica, en la película se vuelve inmersión total. La música psicodélica, los diálogos balbuceantes, los efectos de cámara subjetiva: todo está diseñado para que el espectador, como el lector, se sienta atrapado en el viaje.

Pero, así como Thompson utilizó el Gonzo para revelar la mentira detrás del “periodismo objetivo”, Gilliam usa el cine para revelar la mentira detrás del espectáculo americano. La película no celebra las drogas: las exhibe como síntoma. No glorifica la contracultura: la muestra rota, desencantada, atrapada entre el idealismo de los sesenta y el cinismo de los setenta. Como en el libro, el monólogo de la ola es el corazón melancólico de la película. Es en esa voz en off —calma, poética, resignada— donde el vértigo encuentra pausa y se vislumbra el verdadero horror: no el de los lagartos, sino el de la esperanza extinguida.

Miedo y Asco en Las Vegas, tanto en su versión escrita como fílmica, no es simplemente una crónica de excesos ni una sátira sobre el abuso de drogas. Es un réquiem psicodélico por una época que creyó poder cambiar el mundo con amor libre, ácido lisérgico y conciencia expandida. Es la autopsia de una ola que rompió en la arena sin dejar rastros más allá de la paranoia, la resaca y la confusión. La novela de Hunter S. Thompson es, en el fondo, una elegía amarga por el fracaso de la contracultura, por la traición de sus ideales y por la domesticación brutal del deseo colectivo de transformación. El lenguaje se vuelve hipérbole, distorsión, vómito y clarividencia.

La película de Terry Gilliam, por su parte, recoge ese espíritu y lo convierte en experiencia sensorial: un cine de percepción alterada que no solo representa el delirio, sino que lo encarna. Si la novela es un disparo escrito bajo el influjo de la adrenalina y el desencanto, la película es una tormenta estroboscópica que hace visible lo invisible: el vacío detrás de la promesa americana.

Ambas obras, cada una desde su medio, desmontan la mitología fundacional de los Estados Unidos, ese relato de libertad, éxito y redención individual. En su lugar, Thompson y Gilliam ofrecen un paisaje devastado donde el consumo reemplazó a la utopía y el simulacro devoró la experiencia. El resultado no es solo una crítica: es un grito entre risas nerviosas, una carcajada rota que anuncia que lo real ha sido vencido por lo grotesco.

Hoy, más de medio siglo después del viaje de Duke y Gonzo, Fear and Loathing sigue siendo incómoda, sucia, alucinante. No porque celebre el caos, sino porque muestra que bajo su superficie se esconde una verdad más aterradora: que el sueño americano nunca fue más que una droga más —una promesa vendida al mejor postor.

miércoles, 6 de agosto de 2025

Blade Runner: fantasmas sintéticos en la ruina del futuro

Las humeantes chimeneas escupen vapor industrial sobre una ciudad en perpetua decadencia. Los spinners sobrevuelan la costra de smog que cubre Los Ángeles, una urbe hipertrofiada donde Rick Deckard sobrevive de encargo en encargo, apenas capaz de costear sus fideos instantáneos. En esta distopía, lo humano ha sido tercerizado, externalizado y replicado por megaempresas como la Tyrell Corporation. Justo cuando está por comer, Deckard es convocado por Gaff y Bryant para cazar a cuatro replicantes fugados de Marte. Su delito: desear vivir.

Blade Runner, más que una adaptación de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, es un manifiesto visual del colapso postmoderno. En su universo, ya no hay distinción clara entre lo real y lo simulado. Como diría Baudrillard, los Nexus-6 no son copias de humanos; son hiperhumanos: simulacros que han suplantado el original. No imitan la vida, la exceden. Deckard, en cambio, no sabe si aún es sujeto o ya fue absorbido por la lógica operacional del sistema que dice resistir.

El film escenifica con precisión quirúrgica la lógica del realismo capitalista que Mark Fisher describiría décadas después: un sistema que ha colonizado la imaginación al punto de que es más fácil pensar el fin del mundo que el fin del capital. La ciudad de Blade Runner es un no-lugar saturado de publicidad, ruinas habitadas, chatarra futurista y pobreza persistente. Los Estados han cedido todo poder a corporaciones que diseñan esclavos emocionales con fecha de vencimiento. No hay afuera posible, solo residuos.

Lo político en Blade Runner no está en la rebelión de los replicantes como simple revuelta obrera, sino en el hecho de que son capaces de desear. El deseo —ese residuo humano que no puede ser capitalizado del todo— es lo que los vuelve peligrosos. El gesto de Roy Batty al salvar a Deckard es, en última instancia, un acto subversivo: afirma una ética fuera de la programación, una dignidad que no se explica por utilidad ni mandato.

Desde la perspectiva del aceleracionismo cibernético del CCRU, Blade Runner se sitúa en el punto crítico donde el capital ya no necesita lo humano. La producción ha sido disociada del cuerpo. La conciencia es una anomalía evolutiva que el sistema tolera por ahora. Tyrell, en su torre-pirámide, no es un padre creador, sino un codificador más. Roy Batty lo confronta como quien exige una patch de software, no un alma. Pero esa demanda imposible deja ver la grieta: los replicantes son los síntomas de un sistema que ha ido demasiado lejos, y sin embargo no puede detenerse.

Blade Runner no es solo cine negro futurista. Es un espejo empañado donde el espectador ve el presente hiperacelerado colapsar en bucle. Lo que parecía ciencia ficción se ha convertido en una profecía agotada. La lluvia eterna, la noche sin descanso, la alienación brillante: todo está ya aquí. Lo que Deckard caza no son androides, sino las ruinas de lo humano, y tal vez —en secreto— a sí mismo.

lunes, 4 de agosto de 2025

Operativo: Lioness: Mujeres de combate en la maquinaria del imperialismo narrativo.

La geopolítica contemporánea continúa moldeada por las secuelas de la Guerra Fría, cuyas cicatrices son periódicamente reactivadas por el cine y la televisión. En especial, el Medio Oriente se convierte una y otra vez en escenario de relatos donde el conflicto, la traición y la intervención militar estadounidense aparecen como inevitables. Estas narrativas no solo cuentan historias: reproducen y legitiman formas de poder. A eso se le podría llamar imperialismo narrativo —la forma en que ciertas ficciones refuerzan el imaginario del dominio occidental como protector, justiciero o necesario.

En ese contexto emerge Operativo: Lioness, la nueva serie de Taylor Sheridan, que si bien se aleja de los clichés explícitos del “soldado bueno contra el terror islámico”, desplaza el foco hacia la infraestructura interna del aparato militar estadounidense. Lejos de los campos de batalla convencionales, la guerra aquí es secreta, burocrática y psicológica.

El piloto comienza con un operativo de extracción fallido. La agente infiltrada es descubierta y su líder —Joe, interpretada por Zoe Saldaña— opta por volar todo antes de permitir que caiga en manos enemigas. Una decisión radical, casi suicida, que nos deja en vilo para luego retroceder cuatro años y presentarnos a Cruz: exbailarina y stripper, víctima de una relación violenta, que se convierte en marine. Pronto destaca como una fuerza imparable, capaz de resistir tortura, humillación y condiciones extremas. En ella, la narrativa condensa dos mitos clásicos del storytelling imperial: la redención personal a través del ejército y la mujer que se masculiniza para sobrevivir al sistema.

Cruz será reclutada por Joe para infiltrarse en la vida de Aaliyah, hija de un poderoso jeque árabe, figura ambigua asociada a la amenaza terrorista. Su misión: ganar su confianza y preparar el terreno para un eventual ataque. Antes, claro, debe demostrar que puede soportar la brutalidad del entrenamiento y la presión del espionaje encubierto. Sheridan construye aquí un relato que combina los códigos del thriller de inteligencia con los del western moderno: personajes al límite, moral difusa, violencia seca y emocionalmente contenida.

Pero más allá de su ritmo sostenido y sus buenas actuaciones, Operativo: Lioness se inscribe en una tradición narrativa que conviene interrogar. ¿Hasta qué punto este tipo de series no solo representan, sino que reafirman, la arquitectura simbólica del poder estadounidense? ¿Por qué la serie necesita mostrar una y otra vez que “el enemigo” es invisible, multimillonario, culturalmente ajeno y potencialmente inhumano? ¿Qué nos dice esto sobre la mirada que propone hacia el mundo?

A nivel estructural, la serie evita, por ahora, los cuestionamientos profundos. El verdadero peligro no está en la guerra, sino en la política: en los burócratas que dudan, en los diplomáticos que traicionan, en las reglas que obstaculizan “lo que hay que hacer”. Una narrativa que recuerda los discursos post-11 de septiembre, donde el enemigo ya no es solo el terrorista, sino el político tibio.

Nicole Kidman interpreta a la funcionaria de la CIA que media entre el ejército y el gobierno, y Morgan Freeman encarna a un Secretario de Estado. Ambos personajes prometen ampliar el espectro político del relato, aunque queda por ver si eso significará una complejización real o simplemente un barniz institucional.

La dirección corre por cuenta del australiano John Hillcoat (The Proposition, The Road), experto en retratar la violencia como destino. Su estilo se adapta bien a la propuesta de Sheridan: una serie que se mueve como un western encubierto, donde las mujeres ya no son víctimas sino verdugos, y donde la línea entre el deber y la barbarie se desdibuja peligrosamente.

En síntesis, Operativo: Lioness es una pieza eficaz de entretenimiento bélico con protagonistas femeninas fuertes, sí, pero también es parte de una maquinaria cultural más grande, que opera sobre la base de una lógica imperial: mostrar que el mundo necesita ser intervenido, que el enemigo es siempre otro, y que el sacrificio personal —aunque trágico— es el precio de la estabilidad global. En esa medida, la serie no solo cuenta una historia, sino que participa activamente en la escritura de un imaginario donde Estados Unidos sigue siendo el sheriff del planeta.

domingo, 3 de agosto de 2025

José Eustasio Rivera y el horror verde del progreso

 

Mi primer contacto con La vorágine fue en la clase de Español en secundaria. El plan lector, acompasado por la revisión de la historia de la literatura, hacía obligatorio el paso por la novela de Rivera que, dicho sea de paso, no tenía el mayor atractivo para un adolescente contaminado por la televisión y el heavy metal. A pesar de la entusiasta motivación de la profesora, solo hice un desplazamiento ocular de izquierda a derecha buscando las palabras clave para poder entregar el reporte de lectura. Hace unos meses adquirí la edición cosmográfica publicada por la Universidad de los Andes y decidí leer, ahora con otros ojos, esta influyente obra de la literatura colombiana que explora el conflicto clásico entre el hombre y la naturaleza y que, al mejor estilo de Conrad o Salgari, utiliza este marco para denunciar las atrocidades de la industria del caucho.

Seguir los pasos de Arturo Cova es descender a un inframundo vegetal, donde los árboles frondosos y las enredaderas sofocantes no solo enmarcan la geografía, sino que envuelven al lector en las visiones más crudas de la industria del caucho: las plantaciones, la esclavitud, el delirio. La novela traza una espiral descendente en la que un abogado lujurioso y poeta idealista se va convirtiendo, poco a poco, en un ser dominado por los instintos más primarios, avivados por el contacto directo con la selva.

Lo que inicia como un idílico y romántico escape —el de Cova con Alicia, su amante, una mujer de refinadas costumbres que está por ser comprometida con un acaudalado empresario— hacia los llanos del Casanare, se transforma en una búsqueda desesperada cuando Alicia es secuestrada por un empresario del caucho y llevada a lo profundo de la Amazonía. Cova, impulsado por el deseo y la culpa, se lanza a una travesía que lo enfrenta con la naturaleza indómita del llano y la selva, adentrándose en el corazón oscuro de una tierra donde la savia blanca de los árboles se ha vuelto la nueva fiebre del oro.

En ese trayecto, el protagonista se sumerge en el brutal sistema de extracción del caucho y es testigo —y víctima indirecta— de sus horrores: esclavización, tortura, genocidio de pueblos enteros, saqueo sistemático de los recursos naturales. Rivera intercala en la narración diversos testimonios que documentan esta barbarie con crudeza y precisión.

La vorágine es mucho más que una novela de aventuras o una historia de amor trágico: es una denuncia feroz contra la explotación del ser humano y de la naturaleza. Su vigencia es innegable, pues los conflictos sociales, económicos y ambientales que retrata siguen presentes en muchos rincones de América Latina. En su lenguaje vibrante y en su visión crítica, la novela se consolida como una obra esencial de nuestra literatura, capaz de mostrarnos tanto la belleza como el espanto de una selva que devora.

Lo que hace de La vorágine una obra tan potente no es solo su contenido de denuncia, sino el estilo narrativo con el que José Eustasio Rivera lo articula. Su prosa es exuberante, casi alucinada, cargada de imágenes poéticas y descripciones febriles que reflejan tanto la inmensidad salvaje de la selva como el caos emocional del protagonista. Hay momentos en que el lenguaje se desborda, se enreda, como si imitara el ritmo espeso y laberíntico de la naturaleza misma. Rivera fusiona lo lírico con lo testimonial: cada escena parece escrita desde el vértigo de quien presencia lo inenarrable y, sin embargo, intenta dejar constancia de ello.

Este estilo intensifica la experiencia del lector, no solo como espectador sino como partícipe de un descenso físico y espiritual. La selva no es solo paisaje; es una fuerza viva que transforma a quien la atraviesa, una entidad que resiste ser domesticada por el lenguaje o por el progreso.

El elenco de la puesta en escena televisiva 
A más de un siglo de su publicación, La vorágine sigue dialogando con las problemáticas contemporáneas: el extractivismo desmedido, la violencia contra comunidades indígenas, la devastación ecológica, el abandono estatal de las regiones periféricas. En una era en que la Amazonía continúa siendo saqueada en nombre del desarrollo, y donde los discursos oficiales aún minimizan o encubren el impacto de la destrucción ambiental, la novela de Rivera resuena como un eco incómodo, una advertencia que no ha perdido su vigencia. Leerla hoy no es un acto nostálgico, sino un ejercicio urgente de memoria crítica.

En definitiva, La vorágine no solo es una obra maestra del regionalismo latinoamericano, sino un grito persistente contra la barbarie disfrazada de civilización. Rivera nos obliga a mirar de frente las heridas abiertas por el progreso a sangre y caucho, y lo hace con una intensidad poética que no suaviza, sino que amplifica el horror. Leer esta novela hoy es reconocer que la selva sigue ardiendo, que sus ecos aún nos interpelan, y que la literatura, cuando se compromete con la verdad, puede convertirse en una forma de resistencia.

jueves, 31 de julio de 2025

Reseña: Natural Born Killers – La televisión como espejo sangriento

 

¿Cómo llamar la atención de la maquinaria mediática en una década devorada por el sensacionalismo y la desesperación por un sentido? ¿Qué ocurre cuando el amor se alía con la rabia en un país que convierte el crimen en espectáculo? ¿Son Mickey y Mallory los verdaderos asesinos por naturaleza, o apenas reflejos deformes de una sociedad que perdió su brújula moral?

El asfalto recibe la tosca caricia de los neumáticos del carruaje infernal que arrastra a Mickey Knox y Mallory. Huyen de un mundo que los moldeó con violencia y los arrojó al desecho. Ella, hija de un padre abusivo y una madre indiferente, él, prisionero de un sistema laboral sin futuro, ambos hijos bastardos del sueño americano. La suya no es una fuga, sino una cruzada mística y sangrienta, una performance de horror pop que los convierte en santos patronos de la rabia noventera.

Una parada en una anodina cafetería al borde de la carretera desata la chispa: cámaras, titulares, documentales, obsesión nacional. La televisión, voraz e insaciable, los devora y regurgita en forma de ídolos. En una era que ya no cree en héroes ni en padres fundadores, la audiencia necesita monstruos para creer en algo. Así, Mickey y Mallory se convierten en la respuesta sacrílega a los valores que naufragaron en la posguerra, la guerra de Vietnam y la resaca Reagan.

Oliver Stone, con la pluma de un Quentin Tarantino joven y provocador como detonante, construye una ópera fílmica rabiosa, fragmentada, hipersaturada. Se sirve de todos los lenguajes televisivos posibles: sitcoms, noticieros amarillistas, true crime, telerrealidad, video musical. La película es un zapping esquizofrénico por el inconsciente estadounidense. No hay descanso. La cámara se sacude, los colores cambian, la forma se subvierte. La violencia se vuelve estética, el crimen, mitología.

En su travesía, la pareja se encuentra con chamanes en el desierto, cárceles infestadas de locura, detectives ególatras y showmen morbosos como Wayne Gale (Robert Downey Jr.), un periodista que vende tragedia como entretenimiento. Cada personaje es una alegoría más de ese país que ha perdido el norte, obsesionado con la fama, el rating, la transgresión como única forma de existir.

Natural Born Killers no solo se inspira en mitologías del crimen como Bonnie & Clyde, sino que bebe directamente del caso de Charles Starkweather y Caril Ann Fugate. En palabras del periodista Hunter S. Thompson:

“Charles Starkweather, asesino serial que en 1958 dejó una seguidilla de once muertos entre Nebraska y Wyoming junto a su novia menor de edad Caril Ann Fugate (tres de esos muertos eran la madre, la hermana y el padrastro de ella). Murió en la silla eléctrica al año siguiente, a los veintidós años. Oliver Stone y Quentin Tarantino se inspiraron en la pareja para el guion de Natural Born Killers.”

Pero más allá del hecho criminal o de la crítica a los medios, lo que hace inolvidable esta película es su capacidad para incomodar, para desarmar al espectador, para enfrentarlo a su propia complicidad. Porque al final, Natural Born Killers no trata solo de dos asesinos enamorados, sino de una sociedad que los crea, los eleva, los consume y los olvida. Una sociedad que prefiere el horror en prime time a mirar dentro de sí.

X-Men: La Batalla del Átomo — Cincuenta años de mutantes en guerra consigo mismos

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