domingo, 30 de noviembre de 2025

El fanzine como giro epistemológico: conocimiento desde los bordes

 


El pasado viernes 28 de noviembre fui invitado a la presentación del informe del proyecto de investigación-creación Ritmo 2021, liderado por el docente asociado e investigador Luis Fernando Medina de la Universidad Nacional de Colombia, en calidad de panelista para conversar sobre el fanzine, sus características y el rol que puede ejercer dentro de la academia. Además de este servidor, participaron la diseñadora, docente y editora de Mirabilia Libros Angélica Caballero y el editor e investigador Daniel Pinzón Lizarazo.

La conversación se centró en cuatro preguntas que, lejos de agotarse en respuestas cerradas, detonaron nuevas inquietudes sobre este artefacto contracultural que, en sus orígenes, se configuró como un espacio abiertamente antiacadémico, antihegemónico y antisistema. Cada una de estas preguntas me llevó a organizar mis anotaciones y actualizar una reflexión sobre el fanzine y su vigencia en tiempos de redes sociales, fake news y deepfakes.

La primera pregunta giraba en torno a las características del fanzine y la manera en que estas lo convierten, simultáneamente, en objeto de investigación y en vehículo de divulgación académica. El fanzine puede entenderse como un laboratorio, un espacio de experimentación donde el error no solo es posible, sino que históricamente ha funcionado como señal de autenticidad: una herencia del espíritu hazlo tú mismo que marcó su nacimiento.

Si bien hoy la mayoría de las herramientas para producir fanzines están contenidas en los computadores, esto no implica que hayan desaparecido las tijeras, el pegante y el papel: conviven, se mezclan, se contaminan. Aun así, persiste la idea de que el fanzine es un objeto “mal hecho”: con errores, fallas de composición, fotocopiado en baja calidad, distribuido gratuitamente. Pero es necesario subrayar que los fanzines responden a las condiciones de producción de cada época y al espíritu que los impulsa. Por ello, el error ya no define su esencia: hoy la publicación de escritorio (desktop publishing) es una constante en sus procesos de creación, sin que esto implique abandonar su naturaleza crítica, accesible y experimental.

La segunda pregunta se orientó hacia los procesos de publicación, tanto dentro de los espacios académicos como por fuera de ellos. Frente a este tema surgieron varias líneas de fuga, entre ellas la creación de talleres y electivas interdisciplinares que los estudiantes toman para completar sus créditos académicos y, a la vez, acceder a dinámicas distintas a las que encuentran en sus asignaturas habituales.

Que las universidades hayan adoptado tan rápidamente el fanzine es, en buena medida, consecuencia de su conversión en objeto de investigación. Una práctica que durante décadas habitó los márgenes —sostenida por comunidades alternativas, subculturas y colectivos autodidactas— es visibilizada de pronto por la academia como un artefacto casi exótico y, al mismo tiempo, como un dispositivo creativo capaz de activar procesos que no serían posibles dentro de las condicionantes propias del encargo o del proyecto de clase.

Desde los primeros ejercicios de fanzine en la década de 1970, tanto en Europa como en Estados Unidos, estas publicaciones se consolidaron como órganos de difusión para las ideas, posturas y gustos de grupos minoritarios: comunidades al margen que la cultura oficial no reconoce o incluso señala por desviarse del canon de lo aceptable. Y, sin embargo, es justamente en esa característica donde persiste el núcleo vital del fanzine: visibilizar aquello que la cultura dominante no ve, otorgarle la validez que merece y hacerlo lejos de la curaduría, la mediación y la aprobación del establecimiento.

La tercera pregunta se orientó hacia la manera en que las publicaciones académicas, rigurosas y periódicas, pueden articularse con un fanzine, una publicación independiente que responde a parámetros distintos y no siempre regulados por la rigurosidad institucional. Para ampliar esta inquietud es necesario considerar que, dentro de los requisitos para los registros calificados y la certificación del Ministerio, se exige la existencia de productos de investigación divulgados en revistas indexadas y en publicaciones internas. Sin embargo, la reciente inclusión de la literatura gris como categoría válida para los productos derivados de investigación abre un nuevo camino: permite que los fanzines sean reconocidos como forma legítima de publicación y —quién sabe— que en un futuro puedan incluso indexarse y convertirse en una suerte de oasis para quienes buscan divulgar y socializar sus proyectos por vías alternativas.

A esto se suma que, dado que las universidades cuentan con presupuestos de investigación limitados, el fanzine se presenta como una forma práctica, asequible y materialmente atractiva para producir resultados divulgables sin incurrir en grandes costos. Su condición de objeto impreso —su textura, su manufactura, su carácter manual o semimanual— lo convierte en un producto altamente valorado, capaz de generar un vínculo sensible con el lector, quizá más efectivo que una revista académica cuyos artículos solo interesan a una minoría especializada.

Otro punto que emerge es el creciente interés de instituciones como la Biblioteca Nacional, el Banco de la República y otros repositorios estatales por recopilar, catalogar y archivar fanzines. Y, sin embargo, en medio de esta legitimación, siento que el fanzine nunca ha buscado —ni debería buscar— ser estabilizado, narrado o fijado desde una lógica institucional. Todo lo contrario: el fanzine rehúsa ser petrificado, enmarcado o mostrado como un cadáver en exhibición. Al fanzine solo le interesa algo esencial: ser compartido, circular, construirse desde la intuición y seguir siendo ese laboratorio de ideas en constante ebullición que lo ha mantenido vivo durante décadas.

La cuarta pregunta nos llevó a examinar lo que podría denominarse un giro epistemológico en los procesos de divulgación científica y de creación de obra cuando se utiliza el fanzine como forma de publicación. Como mencioné previamente, los fanzines son objetos resbalosos: mutan de manera permanente y, en los últimos años, lo hacen de forma acelerada. A comienzos de la primera década del siglo XXI, la eclosión de publicaciones independientes llevó a estudiantes y profesionales en artes, diseño y áreas afines a ver en el fanzine una vía de publicación y, al mismo tiempo, una forma de construir hoja de vida a través de las múltiples ferias que surgieron para su circulación.

Fanzines de dibujo, poesía, cuento, fotografía, historia y otros campos de las ciencias humanas encontraron lugar entre las páginas de papel de pulpa —de gramajes superiores a noventa gramos— y las tintas de fotocopia, litografía o risografía. En ese contexto, la epistemología del fanzine puede entenderse como una epistemología situada, menor y procesual, construida desde los márgenes y no desde los centros de validación del conocimiento. Su fuerza no reside en la búsqueda de una verdad universal, sino en la producción de saberes locales, tácticos y encarnados, que emergen de experiencias, urgencias y pulsiones específicas.

El fanzine se origina en el hacer: en el gesto manual, la experimentación y el error. Su conocimiento no se formula en abstracto: surge mientras se produce. Se trata de una epistemología cercana al bricolaje, a la maker culture, a la deriva, donde el pensamiento se encarna en la acción. Su saber no es hegemónico: es subalterno y contracultural, nacido del deseo de decir aquello que el sistema editorial, institucional o mediático no quiere —o no sabe— escuchar.

No es una epistemología estable ni definitiva: es mutable, transitoria y dinámica. Se construye en el momento de su producción y se resignifica en cada lectura y relectura. El fanzine, en última instancia, encarna una epistemología de la liberación del saber: producir conocimiento sin pedir permiso, sin esperar validación y sin renunciar ni al error ni a la intuición.

En última instancia, pensar el fanzine como una epistemología implica reconocer que allí se articula una política del conocimiento que privilegia la autonomía, el gesto y la comunidad. El fanzine no busca ser canonizado ni momificado en vitrinas institucionales: su vitalidad depende de circular, de contaminarse, de fallar y volver a empezar. Su gran aporte a la academia no es ofrecer un nuevo formato de publicación, sino recordarle que el conocimiento también puede ser un acto de libertad: producir saber sin pedir permiso, sin garantías de permanencia, sin renunciar a la intuición ni al riesgo. El fanzine, en esa medida, no solo publica: desacomoda, desobedece y reabre el horizonte de lo que entendemos por crear y conocer.

martes, 25 de noviembre de 2025

Reseña de Die, My Love: entre el hervor de la mente y el incendio del paisaje

 

La adaptación cinematográfica de Die, My Love logra algo que pocas películas basadas en textos literarios alcanzan: trasladar a la imagen no solo los hechos, sino el pulso interno, la fiebre y el desgarro de la voz narrativa creada por Ariana Harwicz. La directora Lynne Ramsay—fiel al espíritu salvaje y fragmentario de la novela— construye un retrato descarnado de la depresión posparto, pero evita los lugares comunes del drama psicológico para explorar un territorio más incómodo: la violencia tenue de la vida doméstica, la opresión que ejercen los espacios rurales y la erosión emocional que produce un matrimonio que ya no sostiene a nadie.

La protagonista vive atrapada en una casa que encarna, con una precisión casi simbólica, la lógica de su encierro mental. Al inicio, el hogar se percibe como un espacio abandonado, tosco, casi ruinoso: puertas que crujen, habitaciones heladas, objetos acumulados que parecen restos de otra vida. Poco a poco, la puesta en escena lo transforma en un lugar tensionantemente acogedor, un refugio que solo ofrece confort a través del sofoco. La casa respira con ella, y la oprime como ella se oprime a sí misma; no es un entorno neutral, sino un organismo emocional que absorbe sus impulsos, sus silencios y su progresiva desestabilización.

En esa geografía agreste, rural, de un Estados Unidos que parece anclado en viejos valores, se revela la fractura con su esposo: un hombre cada vez más distante, aferrado a rutinas y creencias que funcionan como un dique defensivo ante el caos interior de su pareja. Él encarna la estabilidad normativa y ella la fractura —y entre ambos se abre un abismo que nunca llega a cerrarse.

El bloqueo creativo de la protagonista es uno de los ejes más sutiles y potentes de la película. La incapacidad de escribir no es solo un síntoma: es la pérdida del último espacio donde podía ejercer control y agencia. A medida que su cuerpo, su maternidad y su rutina parecen volverse ajenos, la escritura, que alguna vez fue refugio, se vuelve un desierto. La directora hace visible ese vacío sin melodrama, a través de planos fijos, silencios largos y una distancia que amplifica la sensación de fracaso íntimo.

La irrupción del hombre de la motocicleta funciona como una fractura fulgurante en esa cotidianeidad opresiva. Él no es exactamente un personaje, sino una manifestación del deseo reprimido, un catalizador del instinto erótico que ella creía muerto. La directora trabaja su presencia casi como un fantasma del deseo: aparece entre el humo, entre la noche y el ruido del motor, como si fuera la materialización de todo aquello que la protagonista no puede decir ni hacer. Su aparición no resuelve nada —al contrario, intensifica el conflicto, porque reabre una zona del cuerpo que había quedado clausurada por el mandato maternal.

A nivel simbólico, la película amplifica imágenes ya presentes en la novela de Harwicz: el bosque en llamas, la noche como territorio de desborde, el amanecer como momento de falsa claridad. El incendio funciona como metáfora de la combustión interna: una fuerza que arrasa sin dirección y cuya devastación es tan hermosa como destructiva. La noche, por su parte, es el ámbito del deseo y del miedo, mientras que el amanecer deja ver los restos del arrebato, los silencios que deberán recomponerse para seguir sobreviviendo. La directora toma esos símbolos y los vuelve atmósfera: no son alegorías explícitas, sino la textura emocional que recorre la película.

En diálogo con la escritura incendiaria de Harwicz —que siempre se mueve entre la lucidez feroz y la deriva emocional—, la película construye un retrato incómodo de la maternidad: lejos de la idealización, cerca de la pulsión. Aquí ser madre no es un rol sino una jaula; amar es una forma de violencia, y desear es un riesgo que amenaza con derrumbarlo todo.

Die, My Love no ofrece respuestas ni consuelos. Es un descenso a una mente que arde, a un paisaje que quema, a un cuerpo que todavía quiere vivir. Y en ese territorio turbulento, la directora consigue mantener vivo el espíritu de la novela: una experiencia sensorial y emocional que atraviesa sacude y deja brasas encendidas mucho después de que la pantalla se vuelva negra.

 

sábado, 22 de noviembre de 2025

El show no ha terminado: The Running Man en su nueva era

En la novela original, publicada por Stephen King bajo el seudónimo de Richard Bachman, The Running Man planteaba un futuro donde los medios ya no solo informaban: fabricaban realidad. La nueva adaptación de Edgar Wright retoma esa intuición, pero la desplaza a un terreno contemporáneo en el que la lucha por la verdad no ocurre entre instituciones, sino entre relatos en competencia.

Por eso resulta tan significativa la aparición de El Apóstol, un influencer que expone las mentiras de la corporación Network mientras convierte su propia indignación en contenido viral. Su figura encarna un fenómeno actual: incluso la resistencia adopta los códigos del espectáculo, la edición frenética, el gesto performativo, la marca personal.

En paralelo, Wright introduce un contrapunto analógico: el fanzine clandestino The Truth, editado por Bradley Throckmorton. Contrario al frenesí digital, The Truth recupera la tradición de los panfletos revolucionarios y de los medios alternativos impresos que buscaban abrir grietas en sistemas de control aparentemente herméticos. Uno opera en el caos del algoritmo; el otro en la intimidad subterránea del papel.

Ambos, sin embargo, convergen en un punto esencial: convertir a Ben Richards en símbolo, en detonante narrativo y político, no solo de una rebelión física sino de una batalla por quién define la realidad.

El corazón del relato sigue siendo Ben Richards, aunque su interpretación varíe entre versiones. En la novela de Bachman, Richards es un hombre exhausto por la pobreza, expulsado laboralmente tras una huelga, con una hija enferma y sin ninguna vía de supervivencia. Su participación en The Running Man no nace del heroísmo, sino de la desesperación absoluta.

Bachman escribía desde un lugar oscuro, casi nihilista: su Richards era más frágil que combativo, más humano que mítico. Era, en cierto modo, la representación del ciudadano aplastado por un sistema que transforma la miseria en espectáculo vendible.

La adaptación de Paul Michael Glaser en 1987 convirtió esa miseria en un espectáculo vibrante. Arnold Schwarzenegger reemplazó al Richards famélico de la novela con un cuerpo y una presencia más propios del cine de acción que de la distopía proletaria; además, era uno de los grandes arquetipos del género en la época, junto a Stallone y Van Damme.

Ese gesto transformó The Running Man en un artefacto pop profundamente ochentero: colores saturados, violencia coreografiada, villanos que parecían estrellas de TV y una crítica social digerida como entretenimiento. Aunque menos fiel a la crudeza bachmaniana, la película capturó con precisión el espíritu mediático de su tiempo: si la televisión ya era un circo, ¿por qué la distopía no habría de serlo también?

La versión actual de Edgar Wright hace algo distinto: mezcla elementos de la novela con una reflexión sobre cómo las plataformas han amplificado la lógica del show hasta absorber la vida cotidiana. Wright entiende que la violencia como entretenimiento ya no es excepcional; es parte del ecosistema digital. Bajo esa premisa, The Running Man se actualiza no mediante efectos especiales, sino mediante la integración del lenguaje del presente: notificaciones, transmisiones en vivo, reacciones instantáneas y la presencia constante de múltiples versiones del mismo relato.

Aunque Glenn Powell no encarna físicamente al Richards demacrado de la novela —ni pretende hacerlo—, su interpretación funciona sorprendentemente bien. Powell proyecta una vulnerabilidad sutil, atravesada por rabia y humor negro, que lo acerca al espíritu bachmaniano.

No es un héroe musculoso al estilo Schwarzenegger, sino alguien atrapado en una maquinaria que solo puede destruirlo o convertirlo en mercancía. Su Richards no es un símbolo por elección, sino por saturación: el sistema lo vuelve visible para controlarlo, pero la resistencia lo vuelve visible para liberarse.

En conjunto, la novela de Bachman, la película de Glaser y la versión de Wright trazan una línea histórica sobre cómo cada época entiende la relación entre violencia, verdad y espectáculo:

  • Bachman denuncia la precariedad como show.

  • Glaser la convierte en entretenimiento pop y autoconsciente.

  • Wright la actualiza a una era donde la verdad se negocia en tiempo real entre influencers, corporaciones y medios alternativos.

El resultado es una obra que, a través de sus múltiples vidas, repite un mensaje inquietante: no hay espectáculo inocente. Y en un mundo donde hasta la resistencia se monetiza, The Running Man sigue siendo menos una distopía del futuro que un espejo del presente.

domingo, 16 de noviembre de 2025

El susurro austral del horror: Juan Marino y el eterno Doctor Mortis

 “El extraño arregló el ala de su sombrero y levantó las solapas de su abrigo. A mejor resguardo del frío, avanzó por las calles empedradas, esquivando charcos en los que se reflejaba la luz amarillenta de los faroles, manchas difusas que parpadeaban entre la bruma y la llovizna.

El aire cargado de humedad subía desde la bahía hacia las colinas y se colaba con fuerza por las callejuelas estrechas de la ciudad. Allí, donde el continente llegaba a su fin, desmembrado por la fuerza del mar austral, Punta Arenas se erigía como la última frontera de la civilización, pero también como un refugio para los que huían de algo o de alguien. El comercio del Estrecho le había otorgado ese aspecto cosmopolita, con un fuerte carácter europeo, inglés y croata en partes iguales, pero el final de la Segunda Guerra Mundial había traído consigo oleadas de extranjeros taciturnos, siluetas silenciosas buscando un lugar donde empezar de cero sin que nadie supiese de sus pasados. Húngaros, alemanes, italianos. Exiliados, desertores, mercenarios. Hombres de gesto áspero y acentos amartillados, con pasados enterrados en trincheras de nieve y escombros.”


Manuel Ferrada, Mortis: último testamento (Suma de Letras, 2025)

Punta Arenas, 1945.
Un joven operario de radio del ejército atraviesa una noche tormentosa girando el dial, buscando apenas un poco de compañía en la estática. De pronto, la señal de la BBC irrumpe en la oscuridad: es el radioteatro narrado por Boris Karloff, célebre por encarnar a Frankenstein y a la momia. Esa noche lee a Edgar Allan Poe con una voz espectral y profunda, como si descendiera de un umbral antiguo. Para aquel muchacho, la transmisión fue una revelación: sintió, quizás por primera vez, la pulsión de la muerte vibrando en el éter.

Ese joven se llamaba Juan Marino. Al terminar el servicio militar comenzó a gestar una idea que lo perseguiría durante años: crear un personaje inmortal y aterrador, una presencia que encarnara la sombra siempre al acecho. Así nació el Siniestro Doctor Mortis, cuya macabra risa se convertiría en anuncio inequívoco del mal reptante que aguarda detrás de cada escucha.

El impacto de aquella revelación nocturna —la voz de Karloff flotando sobre la tormenta, leyendo a Poe desde un continente lejano— no tardó en materializarse. A fines de 1945, en una modesta radioemisora de Punta Arenas, comenzó a tomar forma el universo del Doctor Mortis. Las primeras emisiones salieron al aire por Radio Ejército de Chile y, casi en simultáneo, por Radio Polar en Argentina, inaugurando un fenómeno que terminaría convertido en emblema del radioteatro chileno.

El proyecto inicial de Marino era tan ambicioso como artesanal: un libreto mensual, capítulos de una hora, cinco veces por semana. Ese ritmo frenético no lo abandonaría jamás. Con los años llegaría a escribir más de 13.000 guiones, muchos inéditos, plagados de guiños a Lovecraft, Poe y otros arquitectos del horror. No trabajaba solo: el elenco original incluía a los hermanos Adolfo y Enrique Wegman, Vicente Miranda, María Bukovic, Eduvina Korn y Eva Martinic, esposa de Marino, quien además colaboraba en algunos libretos.

Con el tiempo, el espectro de Mortis comenzó a desplazarse por el dial chileno como un fantasma itinerante. Radio Portales sería clave, pero no la única: Minería, Cooperativa, Agricultura, Yungay, Nacional, Pacífico y España lo acogieron durante décadas. Su introducción se volvió inolvidable: la obertura ominosa de “Una noche en el Monte Calvo” de Músorgski seguida por la carcajada hueca de Marino, casi física, que anunciaba el inicio de una nueva pesadilla sonora.

En 1954, Marino se trasladó a Santiago e inició una segunda época de Mortis en Radio Nacional. Para entonces, el fenómeno ya había atravesado fronteras: en 1970 varias emisoras bolivianas comenzaron a transmitirlo, ampliando su influencia más allá del extremo austral donde nació.

Parte de la muestra "El Siniestro Dr. Mortis”
 en la Biblioteca Nacional.
Foto: Biblioteca Nacional
 Una parte esencial de su magnetismo proviene de su naturaleza indeterminada. Juan Marino nunca definió del todo qué era Mortis; apenas insinuó que era la muerte. Con el tiempo, el mito absorbió múltiples lecturas: demonio primordial, vampiro ancestral, científico trastornado, criminal internacional, experimento alquímico o entidad extramundana. Esa indefinición —tan cercana a Poe y Lovecraft— es quizá la clave de su persistencia.

En el radioteatro, Marino lo encarnó con una voz grave, pausada, coronada por una carcajada diabólica que marcó a generaciones. En el cómic, Mortis adquirió otra piel: la de un hombre elegante, bigote fino, barbilla puntiaguda y dos mechones que sugerían discretos cuernos. Su forma nunca era estable: podía poseer cuerpos, mutar, volverse gas verdoso. Sus alias —Tiss Morgan, Stroim, Ross-Mithor, Mohr Silentis— reforzaban su cualidad de espectro en fuga.

Su objetivo, sin embargo, permanecía inmutable: someter a la humanidad, dominar cuerpos y mentes, erigir un ejército de zombis —sus “hijos”— y contaminar el mundo desde laboratorios imposibles. Era invulnerable a las armas humanas, atravesaba épocas y geografías y su presencia manchaba objetos y lugares como una infección. Aun así, no era omnipotente: símbolos cristianos podían detenerlo, y en varias historias fue enfrentado por sacerdotes, científicos y gobiernos. En una de las tramas más delirantes del cómic, las superpotencias lo exilian al espacio profundo… y el mundo descubre que su ausencia es más perturbadora que su presencia.

Ese carácter inextinguible explica por qué el mito sobrevivió hasta el siglo XXI. En 2011, la novela gráfica Mortis: El Eterno Retorno lo reactivó en clave contemporánea. El webcómic In absentia Mortis (2007–2010) amplió aún más el universo, demostrando que el personaje seguía siendo fértil para nuevas lecturas.

A casi ochenta años de su nacimiento, Miguel Ferrada asumió la tarea de rescatar y reactivar al personaje. Su proyecto comenzó como una exposición en la Sala Premios Nobel de la Biblioteca Nacional, donde paneles con viñetas, ilustraciones y textos convivían con historietas originales y grabaciones del radioteatro. Era como si la risa de Mortis hubiera vuelto a filtrarse por los pasillos de la institución que ahora lo legitima.

Ferrada lo explica desde una dimensión afectiva: el archivo que hoy exhibe fue el mismo que buscó cuando adolescente en ferias persa, rastreando restos del horror chileno. La exposición no solo homenajea a Mortis: reivindica la cultura popular como memoria del país.

La muestra evidencia cómo Mortis ha atravesado décadas y estéticas —radio, historieta clásica, novela gráfica— sin perder su esencia. La directora de la Biblioteca Nacional, Soledad Abarca, lo sintetiza: “El Dr. Mortis ha sobrevivido por 80 años y sigue evolucionando como pieza icónica de la cultura popular”.

Junto a esta exposición, Ferrada publica Mortis. Último testamento (Suma), la primera novela del personaje en toda su historia. En ella imagina su retorno en un registro híbrido —thriller, suspenso, ciencia ficción— que desplaza al villano desde los sótanos góticos hacia las ansiedades del presente: un mundo saturado por pantallas, algoritmos y desinformación. “¿Cómo se manifestaría Mortis hoy?”, se pregunta el autor. La novela es una doble operación: homenaje fiel y actualización radical.

Ferrada concibe el libro como una puerta de entrada para nuevos lectores. No exige conocimientos previos; al contrario, permite que el mito vuelva a empezar. “Si alguien lee Último testamento y termina buscando los radioteatros antiguos, siento que el círculo se cierra”, comenta.

Y entonces surge la pregunta inevitable: ¿cómo dialoga el Doctor Mortis con el terror contemporáneo?
Para Ferrada, la vigencia del personaje se inserta en un renovado interés por el terror clásico. “Este año, sin ir más lejos, tenemos el Nosferatu de Eggers y el Frankenstein de Del Toro”, dice. Este retorno no es un revival nostálgico, sino la reactivación de una sensibilidad que el gótico cultiva desde hace siglos: esa mezcla de placer y miedo que roza lo sublime, lo prohibido, la belleza de la decadencia.

Mortis encarna ese territorio liminal donde la conciencia se fragmenta ante lo inconmensurable. Allí radica su fuerza. Frente a esa hondura emocional, concluye Ferrada, “los excesos del gore y los jump scares son solo provocaciones adolescentes pasajeras”. Mortis, en cambio, pertenece a una tradición del horror que no depende del sobresalto, sino de la persistencia inquietante, de la duda que se instala, del eco que permanece mucho después de la historia.

sábado, 15 de noviembre de 2025

Los Brujos del Fin del Mundo: entre la historia y el horror

En 1880, Chile se convierte en el escenario de un episodio que parece extraído de una novela de fantasía oscura. La República acusa a La Recta Provincia, una organización clandestina que administraba las islas de Chiloé bajo un sistema propio de leyes, jueces y ejecutores. Su estructura interna estaba encabezada por un rey, asesorado por un consejo directivo conocido como La Mayoría, equivalente a un tribunal indígena. La institución controlaba siete distritos designados con nombres en clave, teniendo como sede central la enigmática Cueva de Quicaví.

Los orígenes de este grupo revelan un sincretismo entre saberes ancestrales y conocimientos europeos: de allí provienen sus rituales de iniciación, el uso del macuñ y la lámpara de grasa, la capacidad de metamorfosis y vuelo, así como la creación de seres como el Invunche, guardián de la caverna, o el Trauco, figuras moldeadas por la fuerza elemental de cada territorio, cuya función es protegerlo de quienes buscan solo su beneficio personal.

La narración se remonta a 1776, cuando aparece José de Moraleda, explorador y cartógrafo español que afirmaba poseer poderes de transformación animal. Exigió enfrentarse al brujo más poderoso del lugar, y así convocaron a la Machi Chilpilla, quien terminó venciendo al forastero al hacer que el mar se retirara, dejando su embarcación encallada sobre la arena. Como compensación, Moraleda obsequió a la Machi un grimorio conocido como el Libro de Arte o Revisorio, un compendio de magia europea que, desde entonces, otorgaría nuevas herramientas para el dominio y la defensa del territorio.

registro de los brujos de chiloe
Según los registros oficiales, los juicios emprendidos por el gobernador de Chiloé, Martiniano Rodríguez —coincidentes con el fortalecimiento de la institucionalidad estatal chilena en el archipiélago, que no toleraba sistemas paralelos de autoridad— marcaron la desarticulación progresiva de la organización, que poco a poco cayó en el olvido. El implacable paso del tiempo convirtió este episodio en un entramado de leyendas sobre brujería que ha perdurado hasta nuestros días.

Gracias a investigadores como Renato Cárdenas, director del Archivo Bibliográfico de Chiloé, y al diseñador, escritor e historiador Jorge Baradit, hoy contamos con una comprensión más amplia del impacto que tuvo La Recta Provincia en la historia chilena, así como de ese sincretismo cultural que les permitió sostener una forma de autonomía durante más de dos siglos. Pero las preguntas persisten: ¿es posible que aún exista? ¿Podría resurgir e instaurar una nueva Recta Provincia en estos tiempos convulsos y apocalípticos? ¿Podría la herencia mítica de Pedro Urdemales reanimar al Trauco y conducirnos a la célebre cueva de Quicaví?

El guionista de cómic y escritor Miguel Ferrada toma estas inquietudes y, en un ejercicio de ficción histórica, construye un relato que fusiona lo sobrenatural con lo policial, revisitando la fascinante historia de esta organización y las tensiones de poder que atravesaban a los brujos dentro de su propia estructura.

La novela se abre con el brutal asesinato de una joven en la población de Niebla. El principal sospechoso es su pareja, quien la acompañó hasta altas horas de la noche y se habría marchado apenas unas horas antes del crimen. Petra Urdemales, amiga cercana de la víctima, decide regresar al lugar para acompañar a la familia en las honras fúnebres. Paralelamente, el investigador Julián Bau es asignado al caso, y su intuición lo conduce a percibir una conexión inquietante entre el asesinato y un antiguo ritual que evoca el olvidado poder de los brujos de la Recta Provincia. Sin embargo, la reputación de Bau —marcada por una obsesiva inclinación hacia lo paranormal y por su convicción de que existe un poder oculto más allá del velo cotidiano— provoca que sus hipótesis sean recibidas con escepticismo.

Miguel Ferrada

A medida que avanza la investigación, Bau descubre en el cuerpo de la joven un símbolo mapuche: el Meli Wixan Mapu, “la tierra de los cuatro lugares”. También identifica que a la víctima le fue extraído el útero, lo que lo lleva a sospechar de un ritual destinado a traer a la vida a una figura que se creía extinta. Todas estas señales apuntan a un posible proceso de iniciación orientado a reactivar el poder latente de la antigua Recta Provincia.

Con una escritura que alterna los registros históricos de la Recta Provincia con las pesquisas de Bau y Petra, Los Brujos del Fin del Mundo nos arroja a un Chile oculto, cargado de misticismo, donde el pasado se convierte en una línea de fuga —en sentido deleuziano— que permite reconstruir una memoria viva, capaz de recuperar los orígenes del mal que persiste en ciertas regiones y se resiste a desaparecer. A lo largo de las 570 páginas de la novela, Ferrada traza múltiples conexiones entre la cultura popular, la cosmovisión chilota, el sincretismo religioso y una serie de guiños al gran maestro del horror cósmico, H. P. Lovecraft. El resultado es una lectura fascinante sobre la Recta Provincia y los horrores que su organización mantuvo ocultos bajo capas de mito, poder y silencio.

domingo, 9 de noviembre de 2025

Bugonia: abejas, alienígenas y la fe en un ritual para devolver la imaginación diezmada

 

Las abejas, como tantas otras especies, cumplen una función vital: la polinización. Sin ellas, buena parte de nuestro paisaje cotidiano —el verde que nos rodea, la fruta que comemos, las flores que admiramos— no existiría. Este dato biológico, simple y devastador, se convierte en el eje simbólico de Bugonia (2025), la más reciente película de Yorgos Lanthimos, donde el delirio conspirativo se funde con la observación quirúrgica de la conducta humana.

Teddy, un apicultor y empleado de la corporación Auxolith, está convencido de que los extraterrestres controlan el planeta. Convince a su primo Don —un joven en el espectro autista— de que la disminución de las abejas es culpa de los alienígenas. Juntos deciden secuestrar a la CEO de la empresa, a quien Teddy considera una andromedana infiltrada. Su plan es simple y absurdo a la vez: llevarla ante su emperador intergaláctico para salvar a la humanidad de la extinción.

En manos de Lanthimos, este argumento que podría ser parodia de Expediente X se transforma en un espejo incómodo de nuestra era paranoica. Bugonia no se burla del fanatismo, sino que lo contempla con una precisión inquietante. La cámara no juzga a Teddy; lo observa, lo sigue, lo encierra en planos fijos donde el delirio parece, por momentos, una forma superior de lucidez. Como en sus filmes anteriores —Dogtooth, The Killing of a Sacred Deer, Poor Things—, Lanthimos trabaja sobre el filo entre lo racional y lo irracional, entre el deseo de control y el miedo a perderlo todo.

Paranoia reciclada: de Corea a Andrómeda

La trama de Bugonia proviene del film coreano Save the Green Planet! (2003) de Jang Joon-Hwan, pero Lanthimos reinterpreta el material con una lógica más glacial, menos explosiva y más interior. En la película original, Byung-hu —el protagonista— secuestra a su jefe convencido de que es un alienígena de Andrómeda; en Bugonia, la paranoia se sofistica: el enemigo ya no es un hombre cualquiera, sino una ejecutiva brillante que encarna el poder corporativo global, esa abstracción que gobierna el planeta sin rostro visible.

El cambio no es menor. En Jang Joon-Hwan la locura es colorida, grotesca, casi carnavalesca; en Lanthimos, es metódica, burocrática, limpia. Su locura tiene la textura de un informe corporativo o de un algoritmo. El horror proviene de la lógica, no del caos. La frialdad estética del director griego refuerza la idea de que el fanatismo no está afuera —en las sectas, los complots o las redes— sino dentro del sistema que produce la ilusión de racionalidad.

Bugonia es, en ese sentido, una parábola sobre la era del control informativo. Teddy representa la necesidad de creer en algo que dé sentido al colapso ambiental y moral del mundo. Su delirio extraterrestre es apenas una forma más de religiosidad en tiempos de saturación. Lanthimos filma su fe como una enfermedad que se propaga en silencio, con la misma lógica con la que desaparecen las abejas: imperceptible, progresiva, irreversible.

Emma Stone y Jesse Plemons: dos polos del mismo abismo

En este universo de ambigüedad, Emma Stone y Jesse Plemons emergen como polos opuestos y complementarios: fuerzas irresistibles que encarnan la tensión entre fanatismo y racionalidad, emoción y cálculo.

Stone —ya musa absoluta de Lanthimos tras The Favourite y Poor Things— interpreta a la CEO secuestrada con una mezcla de serenidad y amenaza. Su presencia domina cada plano: un rostro impenetrable que parece conocer el secreto del universo. En sus gestos mínimos se condensa el misterio de la autoridad. ¿Es una víctima o una manipuladora? ¿Una humana o una entidad superior? Stone logra que cada palabra suene como si ocultara una revelación. Su actuación se mueve en la frontera entre lo divino y lo empresarial, y su aparente frialdad se convierte en un lenguaje de poder.

Plemons, en cambio, encarna el fanatismo desde la lógica: un hombre que necesita creer en algo, aunque sea absurdo, para no colapsar ante la falta de sentido. Su Teddy es un creyente desesperado, pero también un hombre metódico, obsesionado con los datos y las señales. En él, la racionalidad se ha contaminado de fe; el pensamiento científico se ha vuelto ritual. Plemons traduce ese conflicto con un trabajo corporal impresionante: su quietud transmite angustia, su mirada es la de alguien que ha visto una verdad imposible de soportar.

Entre ambos se establece una tensión casi cósmica. Sus escenas son combates silenciosos entre el control y el delirio, entre el poder de quien sabe demasiado y el miedo de quien no puede dejar de creer. Lanthimos los filma como si fueran dos fuerzas de la naturaleza encerradas en un laboratorio: observadas, medidas, enfrentadas hasta el agotamiento. El resultado es una coreografía de poder y desesperación que define el tono del film.

La fe como programación

Bugonia lleva a su extremo una de las obsesiones centrales del cine de Lanthimos: la fe como forma de programación. En su universo, los personajes no piensan, sino que obedecen; no aman, sino que repiten; no viven, sino que ensayan comportamientos prescritos. Aquí, la conspiración extraterrestre es solo el disfraz de una verdad más inquietante: todos estamos atrapados en narrativas ajenas, obedeciendo sistemas de creencia tan rígidos como absurdos.

El director filma esta idea con su característico tono quirúrgico: la cámara inmóvil, los encuadres simétricos, el diálogo plano y casi inhumano. Todo parece diseñado para que el espectador sienta que está observando un experimento. Y en cierto modo lo está: Lanthimos examina cómo la razón, cuando se despoja de empatía, se convierte en una forma de fanatismo tan peligrosa como la locura que pretende erradicar.

Ficción y delirio: espejos de lo real

Al final, Bugonia nos deja con una pregunta que resuena más allá del cine: ¿qué diferencia hay entre creer en una conspiración y creer en la realidad oficial? ¿Dónde termina la razón y comienza la fe?
El film no ofrece respuestas, sino sensaciones: una mezcla de incomodidad y fascinación, de risa y miedo. Como las abejas que desaparecen sin dejar rastro, nuestras certezas también se desvanecen.

Emma Stone, con su ambigüedad casi divina, y Jesse Plemons, con su fanatismo contenido, se convierten en los vectores de ese desmoronamiento. Lanthimos los enfrenta como si fueran dos reflejos del mismo espejo: la mente que busca sentido y el cuerpo que lo padece.

Quizá por eso Bugonia sea, ante todo, una película sobre la memoria y la ficción. Creemos en las historias que nos cuentan no porque sean verdad, sino porque necesitamos que lo sean. Vamos al cine para escapar de la realidad, pero salimos con la sospecha de que esas ficciones son la realidad misma: el recordatorio de que nuestra especie —como las abejas— solo sobrevive mientras siga creyendo en algo, incluso si ese algo viene de Andrómeda.

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