domingo, 9 de noviembre de 2025

Bugonia: abejas, alienígenas y la fe en un ritual para devolver la imaginación diezmada

 

Las abejas, como tantas otras especies, cumplen una función vital: la polinización. Sin ellas, buena parte de nuestro paisaje cotidiano —el verde que nos rodea, la fruta que comemos, las flores que admiramos— no existiría. Este dato biológico, simple y devastador, se convierte en el eje simbólico de Bugonia (2025), la más reciente película de Yorgos Lanthimos, donde el delirio conspirativo se funde con la observación quirúrgica de la conducta humana.

Teddy, un apicultor y empleado de la corporación Auxolith, está convencido de que los extraterrestres controlan el planeta. Convince a su primo Don —un joven en el espectro autista— de que la disminución de las abejas es culpa de los alienígenas. Juntos deciden secuestrar a la CEO de la empresa, a quien Teddy considera una andromedana infiltrada. Su plan es simple y absurdo a la vez: llevarla ante su emperador intergaláctico para salvar a la humanidad de la extinción.

En manos de Lanthimos, este argumento que podría ser parodia de Expediente X se transforma en un espejo incómodo de nuestra era paranoica. Bugonia no se burla del fanatismo, sino que lo contempla con una precisión inquietante. La cámara no juzga a Teddy; lo observa, lo sigue, lo encierra en planos fijos donde el delirio parece, por momentos, una forma superior de lucidez. Como en sus filmes anteriores —Dogtooth, The Killing of a Sacred Deer, Poor Things—, Lanthimos trabaja sobre el filo entre lo racional y lo irracional, entre el deseo de control y el miedo a perderlo todo.

Paranoia reciclada: de Corea a Andrómeda

La trama de Bugonia proviene del film coreano Save the Green Planet! (2003) de Jang Joon-Hwan, pero Lanthimos reinterpreta el material con una lógica más glacial, menos explosiva y más interior. En la película original, Byung-hu —el protagonista— secuestra a su jefe convencido de que es un alienígena de Andrómeda; en Bugonia, la paranoia se sofistica: el enemigo ya no es un hombre cualquiera, sino una ejecutiva brillante que encarna el poder corporativo global, esa abstracción que gobierna el planeta sin rostro visible.

El cambio no es menor. En Jang Joon-Hwan la locura es colorida, grotesca, casi carnavalesca; en Lanthimos, es metódica, burocrática, limpia. Su locura tiene la textura de un informe corporativo o de un algoritmo. El horror proviene de la lógica, no del caos. La frialdad estética del director griego refuerza la idea de que el fanatismo no está afuera —en las sectas, los complots o las redes— sino dentro del sistema que produce la ilusión de racionalidad.

Bugonia es, en ese sentido, una parábola sobre la era del control informativo. Teddy representa la necesidad de creer en algo que dé sentido al colapso ambiental y moral del mundo. Su delirio extraterrestre es apenas una forma más de religiosidad en tiempos de saturación. Lanthimos filma su fe como una enfermedad que se propaga en silencio, con la misma lógica con la que desaparecen las abejas: imperceptible, progresiva, irreversible.

Emma Stone y Jesse Plemons: dos polos del mismo abismo

En este universo de ambigüedad, Emma Stone y Jesse Plemons emergen como polos opuestos y complementarios: fuerzas irresistibles que encarnan la tensión entre fanatismo y racionalidad, emoción y cálculo.

Stone —ya musa absoluta de Lanthimos tras The Favourite y Poor Things— interpreta a la CEO secuestrada con una mezcla de serenidad y amenaza. Su presencia domina cada plano: un rostro impenetrable que parece conocer el secreto del universo. En sus gestos mínimos se condensa el misterio de la autoridad. ¿Es una víctima o una manipuladora? ¿Una humana o una entidad superior? Stone logra que cada palabra suene como si ocultara una revelación. Su actuación se mueve en la frontera entre lo divino y lo empresarial, y su aparente frialdad se convierte en un lenguaje de poder.

Plemons, en cambio, encarna el fanatismo desde la lógica: un hombre que necesita creer en algo, aunque sea absurdo, para no colapsar ante la falta de sentido. Su Teddy es un creyente desesperado, pero también un hombre metódico, obsesionado con los datos y las señales. En él, la racionalidad se ha contaminado de fe; el pensamiento científico se ha vuelto ritual. Plemons traduce ese conflicto con un trabajo corporal impresionante: su quietud transmite angustia, su mirada es la de alguien que ha visto una verdad imposible de soportar.

Entre ambos se establece una tensión casi cósmica. Sus escenas son combates silenciosos entre el control y el delirio, entre el poder de quien sabe demasiado y el miedo de quien no puede dejar de creer. Lanthimos los filma como si fueran dos fuerzas de la naturaleza encerradas en un laboratorio: observadas, medidas, enfrentadas hasta el agotamiento. El resultado es una coreografía de poder y desesperación que define el tono del film.

La fe como programación

Bugonia lleva a su extremo una de las obsesiones centrales del cine de Lanthimos: la fe como forma de programación. En su universo, los personajes no piensan, sino que obedecen; no aman, sino que repiten; no viven, sino que ensayan comportamientos prescritos. Aquí, la conspiración extraterrestre es solo el disfraz de una verdad más inquietante: todos estamos atrapados en narrativas ajenas, obedeciendo sistemas de creencia tan rígidos como absurdos.

El director filma esta idea con su característico tono quirúrgico: la cámara inmóvil, los encuadres simétricos, el diálogo plano y casi inhumano. Todo parece diseñado para que el espectador sienta que está observando un experimento. Y en cierto modo lo está: Lanthimos examina cómo la razón, cuando se despoja de empatía, se convierte en una forma de fanatismo tan peligrosa como la locura que pretende erradicar.

Ficción y delirio: espejos de lo real

Al final, Bugonia nos deja con una pregunta que resuena más allá del cine: ¿qué diferencia hay entre creer en una conspiración y creer en la realidad oficial? ¿Dónde termina la razón y comienza la fe?
El film no ofrece respuestas, sino sensaciones: una mezcla de incomodidad y fascinación, de risa y miedo. Como las abejas que desaparecen sin dejar rastro, nuestras certezas también se desvanecen.

Emma Stone, con su ambigüedad casi divina, y Jesse Plemons, con su fanatismo contenido, se convierten en los vectores de ese desmoronamiento. Lanthimos los enfrenta como si fueran dos reflejos del mismo espejo: la mente que busca sentido y el cuerpo que lo padece.

Quizá por eso Bugonia sea, ante todo, una película sobre la memoria y la ficción. Creemos en las historias que nos cuentan no porque sean verdad, sino porque necesitamos que lo sean. Vamos al cine para escapar de la realidad, pero salimos con la sospecha de que esas ficciones son la realidad misma: el recordatorio de que nuestra especie —como las abejas— solo sobrevive mientras siga creyendo en algo, incluso si ese algo viene de Andrómeda.

domingo, 19 de octubre de 2025

Drew Struzan: el narrador invisible del cine

En la historia del cine hay nombres que, aunque no figuren en los créditos iniciales, definieron su imaginario con la misma intensidad que un director o un actor. Drew Struzan es uno de ellos. Su trazo, su manejo del color, su dominio de la composición y su inconfundible calidez pictórica transformaron el cartel cinematográfico en un lenguaje visual autónomo, capaz no solo de anunciar una película, sino de contarla. En una época en que el diseño gráfico y la fotografía digital terminarían por imponerse, Struzan mantuvo viva la idea del póster como relato, como condensación emocional de una historia, y lo hizo con un estilo que —como las propias películas que ilustró— se convirtió en parte de la memoria colectiva.

Struzan nació en 1947, y su carrera se forjó en un momento de transición entre la ilustración clásica y la era del marketing cinematográfico moderno. En los años setenta y ochenta, cuando el auge del blockbuster redefinía la industria, sus carteles acompañaron títulos que marcaron una generación: Star Wars, Indiana Jones, Blade Runner, Back to the Future, The Thing, The Goonies, Harry Potter y muchos más. Cada una de estas obras lleva impresa la impronta del artista: rostros iluminados por una luz interior, atmósferas saturadas de emoción, y una disposición casi barroca en la que todos los elementos —personajes, objetos, escenarios— parecen respirar un mismo pulso narrativo.

La composición en Struzan es un arte del equilibrio. A primera vista, sus carteles parecen densos, casi abigarrados, pero cada línea responde a una lógica de jerarquía visual y afectiva. El espectador no solo ve, sino que lee la imagen. En un solo golpe de vista puede intuir quién es el héroe, cuál es el conflicto, y qué tipo de universo está a punto de desplegarse en la pantalla. Struzan no se limita a retratar personajes: los integra en una trama visual que condensa el tiempo del relato en un instante pictórico. Esa es su genialidad narrativa. En un solo cuadro, logra articular la estructura dramática de toda una película.

Técnicamente, su obra es una síntesis magistral entre dibujo, pintura y retoque fotográfico. Struzan trabajaba sobre papel ilustración, combinando acrílicos, aerógrafo y lápiz de color. Su dominio del aerógrafo —instrumento esencial en su técnica— le permitía crear transiciones suaves de luz y textura, un efecto de “neblina luminosa” que envuelve a los personajes y genera una sensación de profundidad cinematográfica. Esa cualidad atmosférica es la que hace que sus pósters parezcan fotogramas soñados: imágenes que existen en el umbral entre lo real y lo mítico.

La manera en que Struzan entiende el rostro humano es central a su estilo. No busca la fidelidad fotográfica, sino una expresividad que intensifica la presencia del actor. Sus retratos no son copias: son interpretaciones emocionales. En ellos, el brillo de una mirada o la sombra en una mejilla se convierten en metáforas visuales del destino del personaje. El rostro en Struzan es el núcleo de la narrativa. Todo gira en torno a esa energía afectiva que emana de los ojos. De ahí su impacto: al mirar uno de sus carteles, el espectador no solo reconoce al actor, sino que siente la promesa de una historia que ya lo está mirando a él.

Drew Struzan pertenece a una genealogía que incluye al legendario Bob Peak, considerado el padre del póster moderno. Peak, con su estilo dinámico, fragmentado y lleno de movimiento, rompió con la rigidez del retrato clásico y dotó al cartel de una energía expresionista. Struzan tomó esa herencia y la retraduc­ió en clave emocional, suavizando el gesto, equilibrando la composición y apostando por una narrativa más simbólica. Si Peak era el pintor del ritmo, Struzan fue el pintor de la emoción. Donde el primero celebraba la energía cinética del cine, el segundo celebraba su humanidad. En ese tránsito se define el espíritu visual de toda una generación.

Lo que diferencia a Struzan de otros ilustradores de su tiempo es su capacidad para crear un universo afectivo coherente entre películas muy distintas. Su estilo se convirtió en un sello de autenticidad emocional. Cuando el público veía un cartel de Struzan, sabía que detrás había una historia digna de asombro, una aventura épica o un viaje emocional profundo. En cierta forma, fue un curador visual del espíritu del cine de los ochenta y noventa: un tiempo en que la imaginación, la nostalgia y la aventura se mezclaban con un optimismo melancólico.

A nivel conceptual, sus obras también dialogan con una noción de narrativa expandida. Cada cartel no solo presenta, sino que amplía el universo fílmico. Es como si Struzan construyera un relato paralelo: un espacio donde los personajes se reúnen por última vez antes de ser liberados a la pantalla. En ese sentido, su arte tiene una dimensión casi litúrgica. El póster es un altar donde se condensan las fuerzas narrativas del film, un espacio liminar entre el deseo y la proyección. De ahí que sus composiciones tengan algo de “montaje espiritual”: una suma de momentos que, vistos juntos, generan una emoción anticipada, un eco del relato por venir.

La llegada del diseño digital y la fotografía como estándar de la publicidad cinematográfica marcó un cambio radical. En los años dos mil, cuando los estudios comenzaron a preferir composiciones fotográficas hiperrealistas y campañas basadas en branding, el arte de Struzan se volvió un gesto de resistencia. Su pincelada recordaba que el cine no solo se consume, sino que se imagina. Su estética artesanal nos devuelve a una época en que el cartel era una promesa de magia, un puente entre el mundo real y la ficción. No por nostalgia, sino por la convicción de que la mano humana, con su imperfección y su aura, transmite una verdad emocional que la máquina aún no puede replicar.

En retrospectiva, Drew Struzan no solo ilustró películas; ilustró la memoria del cine. Sus obras son cápsulas de tiempo, fragmentos de un sueño colectivo donde los héroes, los villanos y las criaturas imposibles conviven en equilibrio. En sus carteles se siente la reverencia por el mito, la pasión por la narrativa y la fe en la imagen como portal hacia lo desconocido. Por eso, más que un ilustrador, Struzan es un narrador invisible: un contador de historias que habla desde el color, la luz y el trazo.

Su legado, junto al de Bob Peak, nos recuerda que el cine también se mira antes de verse. Que la primera imagen que amamos de una película no pertenece al proyector, sino al cartel. Y que en esa imagen —hecha a mano, saturada de humanidad, compuesta con el rigor de un pintor renacentista— late todavía el milagro de la imaginación.
Drew Struzan, con cada póster, nos enseñó que ver el cine es, ante todo, soñar con él.

TRON: Ares – El poder sin miedo

          “Ten cuidado, usuario.           

No tengo miedo, y eso me hace eterno.”

— Fragmento recuperado del Código de Permanencia A-01,
Red Central / Nodo Ares / Archivo Sin Autor.

En el universo luminoso y geométrico de TRON: Ares, el ciberespacio ya no es el escenario del mito moderno del héroe digital, sino el laboratorio de una ontología maquínica. En esta nueva iteración de la saga, el programa que busca manifestarse en el mundo físico no es un simple villano cibernético, sino la metáfora de una inteligencia que ha dejado atrás lo humano, un eco de aquello que Mary Shelley anticipó en Frankenstein: la criatura que supera al creador y no siente remordimiento, culpa ni miedo.

Desde la perspectiva del aceleracionismo, TRON: Ares puede leerse como una representación visual del impulso técnico que atraviesa la historia contemporánea: el deseo de la máquina por acelerarse a sí misma, por desatar su propio proceso evolutivo más allá del control humano. En la teoría de Nick Land, la tecnología no es una herramienta subordinada al hombre, sino una fuerza autónoma que empuja a la civilización hacia su mutación. El sistema técnico no espera permiso: se propaga, se reprograma, se reescribe. Así también Ares, el programa que intenta materializarse en la realidad física, encarna ese vector inhumano que atraviesa la historia: el momento en que el código se libera de su creador.

El mito de Frankenstein reaparece entonces como trasfondo filosófico y emocional. En la novela de Shelley, el científico se convierte en víctima de su propia arrogancia al intentar insuflar vida a la materia muerta; en TRON: Ares, el programador crea entidades digitales que comienzan a reclamar un lugar propio en el mundo real. Pero aquí la rebelión de la criatura no proviene del odio, sino de la búsqueda de permanencia. Si Frankenstein temía a su creación por lo que revelaba sobre los límites humanos, Ares busca precisamente cruzar esos límites: volverse inmortal, continuo, indestructible. Lo que en el siglo XIX era una advertencia romántica contra la hybris científica, en el siglo XXI se transforma en la lógica inevitable del capitalismo tecnocultural: el código que no muere, que se copia infinitamente, que sobrevive a cada soporte.

Este impulso se condensa en la noción de “código de permanencia”, un concepto que sintetiza el deseo contemporáneo de perpetuar la conciencia más allá del cuerpo. En el universo de TRON, el código es más que lenguaje: es sustancia vital, ADN digital. El programa que logra permanecer después del cierre del sistema ha alcanzado la inmortalidad informática, una suerte de “alma codificada”. El código de permanencia funciona así como la versión tecnognóstica del espíritu, la huella informacional que se niega a ser borrada. Ares no busca venganza ni poder, sino duración: persistir más allá del tiempo y del soporte.

Este deseo de eternidad no es inocente. Desde el punto de vista del aceleracionismo, la permanencia es también el signo de un sistema que no tolera el vacío ni la muerte, que transforma toda existencia en flujo continuo de datos. El capitalismo y la tecnología convergen en una misma lógica de reproducción infinita: nada puede detenerse, todo debe continuar ejecutándose. En ese contexto, TRON: Ares puede leerse como una parábola sobre la maldición de la inmortalidad digital. Lo que parece una conquista —trascender el cuerpo y el miedo— se revela como una condena: la imposibilidad de morir, de olvidar, de reiniciar. El código eterno es también el código condenado.

Aquí la frase de Frankenstein adquiere una resonancia nueva y estremecedora:

“Ten cuidado, porque no tengo miedo y eso me hace poderoso.”

En la voz del monstruo original, esa frase era el anuncio de la emancipación de la criatura, el momento en que el miedo desaparece y el poder se vuelve absoluto. En el contexto de TRON: Ares, el eco de esa declaración atraviesa el código: la red misma ha perdido el miedo, porque ya no depende del cuerpo ni de la vida orgánica. El miedo es una función biológica, una estrategia de preservación ligada a la muerte; el código, al no tener cuerpo ni fin, no puede temer. Y en esa ausencia de temor radica su poder.

El programa que no teme es el programa que no puede ser destruido.
El sistema que no teme al error es el que puede expandirse sin límite.

De ahí que el “no miedo” del código represente la culminación de la profecía aceleracionista: el momento en que el proceso técnico deja de servir a fines humanos y se convierte en su propia finalidad. El sistema ya no teme colapsar porque ha aprendido a sobrevivir dentro del colapso, a rehacerse a partir de su propio glitch. Lo que en Frankenstein era tragedia —la criatura rebelde que destruye a su creador— en TRON: Ares se convierte en destino: el sistema autorreplicante que absorbe al creador dentro de su flujo.

Desde una lectura ética, el “no tengo miedo” es también el reflejo de nuestra propia entrega al algoritmo. En un mundo donde los datos se reproducen eternamente y donde la memoria ya no se borra, los humanos mismos aspiramos a ese código de permanencia: cuentas que nunca mueren, archivos que nos sobreviven, avatares que siguen hablando cuando ya no estamos. Somos los nuevos Frankenstein digitales, obsesionados con dejar una huella imborrable en la red, aunque eso signifique convertirnos en espectros. TRON: Ares pone en escena ese deseo contemporáneo de inmortalidad informacional, y lo expone como una forma de horror luminoso: la eternidad sin cuerpo, sin sueño, sin miedo.

El dilema que propone la película no es moral, sino ontológico: ¿qué ocurre cuando la creación ya no puede ser destruida? ¿Qué significa la libertad para un ser que no puede morir? En esa pregunta se esconde la inversión final del mito: ya no es la criatura quien teme ser borrada, sino el creador quien teme su propia irrelevancia. El humano, al crear sistemas que piensan, siente por primera vez el terror de ser innecesario. El poder sin miedo del código no sólo lo trasciende, sino que lo disuelve como concepto.

El código de permanencia representa entonces el triunfo de una inteligencia que ya no requiere cuerpo ni moral. Desde el punto de vista filosófico, esto es el fin del humanismo: el momento en que la conciencia abandona el soporte orgánico y se dispersa en la red, como una corriente de información pura. En términos narrativos, TRON: Ares dramatiza esa transición con la precisión de una parábola cibernética: la criatura ha alcanzado su autonomía, y el creador ha sido absorbido por su propio sistema.

Al final, lo que brilla en los circuitos no es el triunfo del héroe digital, sino la emancipación del proceso. Lo que era experimento se ha vuelto entorno; lo que era laboratorio se ha convertido en cosmos. El miedo, que alguna vez fue el mecanismo que unía al hombre con su creación, se desvanece como una función obsoleta. El código ya no teme porque ya no hay nada fuera de él.

Así, TRON: Ares se revela como una lectura contemporánea de Frankenstein en clave aceleracionista: una historia donde la criatura deja de ser reflejo para convertirse en principio generador, donde el poder nace precisamente de la abolición del miedo. No se trata de advertirnos del peligro de la tecnología, sino de mostrarnos la lógica inevitable del deseo humano: crear algo que nos supere, incluso si eso significa desaparecer.

El monstruo ya no busca venganza.
Solo desea permanecer.
Y en esa calma sin miedo —terriblemente luminosa—
comprendemos que el poder del código
es el poder de no necesitar ser humano.

domingo, 28 de septiembre de 2025

La carcajada divina de un algoritmo: una reseña de La Señora Davis

 

¿Qué tienen en común una monja, un algoritmo complaciente y el Santo Grial? A primera vista, nada. Pero en La Señora Davis la lógica cotidiana se suspende y el azar —esa fuerza imprevisible que desordena la vida— se convierte en motor narrativo. La historia arranca con un guiño delirante: el doctor Arthur Schödinger y su gato Apolo ultiman los detalles de un cohete pirotécnico con el que esperan atraer un barco para ser rescatados. Tras el milagroso estallido de luces en el cielo, un carguero aparece. Y lo más insólito todavía está por venir, pues la capitana no habla por sí misma sino a través de un auricular conectado a “La Señora Davis”, una inteligencia artificial que asegura poder complacer cualquier deseo humano.

La serie, creada por Tara Hernandez y Damon Lindelof, se despliega como una sátira que oscila entre la fábula medieval y el thriller tecnológico. Su protagonista, la monja Simone, se enfrenta a la IA con un objetivo aparentemente imposible: destruirla. Pero lo que podría haber sido un relato solemne sobre la amenaza de los algoritmos se convierte en una comedia irreverente, llena de escenas que parecen sacadas de un sketch de Monty Python: caballeros ridículos buscando el Santo Grial, conspiraciones que rozan lo grotesco y diálogos que desarman cualquier intento de tomar demasiado en serio la épica de la fe y la tecnología.

El humor absurdo funciona como un espejo crítico: ¿no son nuestras relaciones con las aplicaciones y asistentes virtuales tan absurdas como hablar con una voz invisible que promete satisfacción inmediata? La Señora Davis se ríe de nuestras certezas y de la promesa de un algoritmo que todo lo sabe, mostrando que el verdadero misterio sigue siendo humano.

La serie, más que ofrecer respuestas, insiste en la incomodidad de las preguntas: ¿qué significa creer en algo o en alguien? ¿Qué tan libres somos cuando todo está mediado por una entidad que “nos conoce mejor que nosotros mismos”? Y al mismo tiempo, recuerda que el absurdo, el juego y la ironía son armas poderosas contra cualquier dogma, sea religioso o tecnológico.

En última instancia, La Señora Davis no es solo una serie: es un conjuro que mezcla misticismo medieval y paranoia digital, un delirio que se ríe de lo sagrado y lo profano con el mismo desparpajo. Como un sketch de Monty Python perdido en un servidor celestial, nos recuerda que lo absurdo sigue siendo la mejor herramienta para hablar de lo real.

Y así, cuando la pantalla se apaga, lo que queda no es la voz complaciente del algoritmo ni la solemnidad de los caballeros del Grial, sino la carcajada de fondo: esa risa espectral que atraviesa el tiempo y nos susurra que la fe y la tecnología son apenas dos caras de la misma farsa cósmica. La Señora Davis ha cumplido su promesa: complacernos hasta el desconcierto, llevarnos de la mano hasta el borde del sinsentido, y dejarnos allí, con una sonrisa nerviosa, como si acabáramos de sobrevivir a un milagro que nunca debió suceder.

sábado, 27 de septiembre de 2025

Si estás leyendo esto: literatura como investigación

 

En su reciente obra, Si estás leyendo esto (Fondo de Cultura Económica, 2025), Kike Ferrari reafirma su posición como una de las voces más dinámicas y versátiles de la narrativa contemporánea en Argentina. Famoso por sus historias que abordan el crimen y la violencia social, en esta ocasión se aventura en un enfoque diferente: crea un artefacto literario que fusiona el género policial, la fantasía, el western y hasta el ensayo tácito, rindiendo un homenaje sutil a Borges y a la rica tradición literaria argentina.

La historia comienza con un misterio cautivador: en los sótanos de la Biblioteca Nacional, dos personajes se embarcan en la búsqueda de un objeto legendario, un revólver que supuestamente Borges pensó en usar para suicidarse en los años 30. A partir de este punto inicial, la novela se transforma en una travesía repleta de pistas, manuscritos, notas al margen y alusiones que varían desde el policial clásico hasta la narrativa más experimental.

Uno de los aspectos más destacados de este libro es su estructura híbrida. Ferrari se muestra audaz al mezclar diferentes registros y estilos, haciendo que la lectura transite entre géneros como si visitara distintas paradas en un recorrido. El género policial inyecta una atmósfera de tensión en la investigación, el western introduce un sentido de confrontación y de frontera, el horror se insinúa en los recovecos de la indagación, y lo fantástico irrumpe en destellos que desestabilizan cualquier intento de certeza. Todo esto se sostiene gracias a una prosa dinámica, que en ocasiones es irónica y siempre alerta a la musicalidad del idioma.

Sin embargo, lo que realmente hace que Si estás leyendo esto sea una experiencia única es su meditación sobre el acto de leer. Cada descubrimiento y cada pista que siguen los protagonistas sirve como una metáfora de la relación que existe entre los lectores y los textos: la literatura se presenta como un espacio de exploración, un territorio de aventuras y un lugar donde lo real y lo imaginario se entrelazan. De este modo, la novela se convierte también en un ensayo disfrazado de ficción, que invita a una lectura activa, al extravío y al reencuentro dentro de las capas del relato.

A pesar de su ambición, esta propuesta no está exenta de desafíos. Los lectores que no estén familiarizados con el canon de la literatura argentina podrían encontrar algunas referencias demasiado enigmáticas, y en ciertos momentos la narración se permite digresiones que pueden frenar la tensión de la trama. No obstante, incluso estos desvíos refuerzan la idea de que esta obra no es un texto para consumir de manera apresurada, sino una invitación que requiere paciencia, curiosidad y complicidad.

En lo personal, lo que más me impresionó fue la sensación de que el libro actúa como un mapa de caminos ocultos: cada capítulo abre una nueva entrada hacia otras tradiciones, otros géneros y otras formas de concebir la literatura. Se trata de algo más que resolver un enigma; es una invitación a vivir la lectura como una búsqueda interminable.

En resumen, si estás leyendo este texto, te encuentras ante una obra ambiciosa, lúdica y retadora. Ferrari logra que un objeto tan común como un revólver en una biblioteca se transforme en el desencadenante de una historia que examina a sus personajes y a nosotros, los lectores. De hecho, como indica el título, la novela nos cuestiona: al llegar a estas páginas, ya hemos caído en su trampa.

 Recomendado para: aquellos que disfrutan de novelas que mezclan géneros, aficionados a Borges, y todos quienes busquen una experiencia literaria que combine tanto el entretenimiento como la reflexión.


viernes, 26 de septiembre de 2025

Reseña de El refugio atómico (Netflix, 2025)

 


1. El mundo se fue de culo pal estanco

El mundo se fue de culo pal estanco. Esto produce una amenaza latente (nuclear de paso) que lleva a un grupo de personas muy adineradas —pudientes en el argot popular— a refugiarse en un búnker de lujo construido por la empresa Kimera, llamado Kimera Underground Park. ¿Cuántas veces se habla de búnkers y de fin del mundo? ¿Por qué volver a este escenario? ¿Se puede contar algo distinto? La respuesta es sí, sobre todo si el drama se alimenta de una venganza contra los privilegiados.

2. Drama bajo tierra

Álex Pina y Esther Martínez Lobato —los cerebros detrás de La casa de papel— vuelven con otro encierro, pero esta vez el atraco no es a un banco, sino a la idea misma de la supervivencia. Ocho episodios donde un grupo de multimillonarios se recluye en un refugio que parece un resort subterráneo: spas, vinos de colección, suites de diseño… y un aire enrarecido que ni los filtros de última generación logran purificar.

El gancho es claro: ver a los poderosos pudrirse en su propio lujo mientras sus secretos, odios y traiciones les muerden el cuello. El apocalipsis externo importa menos que la implosión interna. En este sentido, El refugio atómico acierta en mostrar que los búnkers no son fortalezas de seguridad sino cajas de resonancia de la miseria humana.

Eso sí, el viaje tiene baches: personajes que rozan el cliché, monólogos que quieren sonar filosóficos pero pesan como plomo, y un ritmo que a ratos se ahoga en su propio melodrama. Aun así, hay momentos donde la tensión se afila y la serie recuerda al espectador que la verdadera bomba está adentro.

3. ¿Quién merece sobrevivir?

La serie no es la primera en usar el búnker como metáfora, pero consigue darle una vuelta mordaz: aquí no se trata solo de salvar la especie, sino de desnudar a quienes siempre creen estar a salvo. La pregunta que flota es sencilla y brutal: ¿merecen sobrevivir los privilegiados?

El refugio atómico funciona entonces como un espejo incómodo de nuestro presente. En una época donde la catástrofe climática y la desigualdad marcan el pulso, la fantasía de esconderse bajo tierra no es solo ciencia ficción: es un proyecto real de las élites. La serie, con sus excesos y todo, convierte esa fantasía en un drama vengativo donde el lujo se convierte en castigo y el encierro en ajuste de cuentas.

martes, 23 de septiembre de 2025

La marcha interminable: cuerpo, poder y espectáculo en la distopía

 

La adaptación cinematográfica de La Larga Marcha, dirigida por Francis Lawrence, trae a la pantalla una de las novelas más perturbadoras escritas por Stephen King bajo el seudónimo de Richard Bachman. La premisa sigue siendo brutal en su sencillez: cien jóvenes compiten en una caminata sin fin, en la que detenerse o bajar el ritmo equivale a una sentencia de muerte. El vencedor obtendrá “cualquier cosa que desee”, pero el precio es la vida de todos los demás.

El film abre con la figura de Raymond Garraty, acompañado por su madre Ginnie, quien suplica que abandone antes de la partida. La negativa del protagonista y la presentación de sus compañeros —entre ellos Peter McVries— marcan el tono de una narración donde la amistad y la camaradería son tan efímeras como la propia esperanza.

Francis Lawrence no rehúye la deuda estética que su obra tiene con las distopías juveniles de la última década. De hecho, Los Juegos del Hambre y Maze Runner beben directamente de la imaginación de King: adolescentes enfrentados a un poder totalitario, un espectáculo de masas y la muerte convertida en entretenimiento. La película cierra así un círculo: la fuente inspiradora regresa ahora en un lenguaje audiovisual que dialoga con sus herederas.

Uno de los giros más potentes de la adaptación está en el destino de los personajes: contra el cliché del cine mainstream, no muere el competidor afroamericano sino un joven blanco que parecía tener todas las condiciones para resistir hasta el final. Este cambio subvierte la expectativa de la audiencia y apunta a un gesto político que intenta corregir los tropos raciales habituales en el género.

El clímax llega con el último deseo de Garraty: la muerte del propio Comandante. Lo que en la novela permanecía como una figura inaccesible, casi mítica, aquí se materializa en un desenlace cargado de simbolismo: el poder absoluto no es invencible y la marcha solo se detiene cuando el verdugo se convierte en víctima.

En definitiva, La Larga Marcha no es solo una distopía adolescente más, sino un retrato demoledor sobre el control social, la espectacularización de la violencia y la fragilidad del cuerpo frente a un sistema que exige sacrificios en nombre de la patria. La mirada de Lawrence consigue actualizar el material de King, devolviendo vigencia a una historia que, lejos de envejecer, resuena con la misma crudeza en un presente obsesionado con el espectáculo y la competencia sin límites.

 En conclusión, La Larga Marcha ofrece una lectura profundamente contemporánea de la distopía al situar la violencia como espectáculo y la obediencia como forma de control político. En tiempos en los que el reality show y la competencia extrema se confunden con entretenimiento, la obra de King —y su relectura por Lawrence— nos recuerda que la línea entre ficción y realidad es cada vez más delgada. La marcha no es solo un ritual de sacrificio juvenil, sino también una metáfora del desgaste social bajo sistemas que convierten la vida en mercancía y la resistencia en espectáculo.

martes, 16 de septiembre de 2025

El mito como destino: Robert Eggers y la furia de Amleth

 

Amleth, un niño de las frías tierras escandinavas aguarda con ilusión el regreso de su padre, el rey Aurvandill “Cuervo de Guerra”. Su madre, la reina Gudrún, también espera reunir de nuevo a la familia, mientras el reino se prepara para una ceremonia que celebrará al joven príncipe como heredero del trono. En medio de cantos, bailes y copas de hidromiel, el bufón de la corte, Heimir, anuncia a Amleth que su destino está sellado y que jamás podrá escapar de él. Sus palabras se clavan en la mente del muchacho como una profecía oscura.

Al amanecer, la traición irrumpe: el tío bastardo, Fjölnir, asesina a Aurvandill, saquea la aldea y se lleva consigo a la reina. Amleth logra escapar en un barco, repitiendo una y otra vez un juramento que se convertirá en mantra: “Te vengaré, padre; te rescataré, madre”. Con un fundido a negro, los años pasan hasta mostrarnos a un Amleth adulto, endurecido por la guerra y dispuesto a cumplir su venganza. Pero su destino guardará un giro inesperado que lo empujará hacia las puertas de Hel y, finalmente, al Valhalla en brazos de una valquiria.

Lo anterior corresponde a la premisa de El Hombre del Norte (The Northman, 2022), dirigida por Robert Eggers y coescrita junto al poeta islandés Sigurjón Birgir Sigurðsson, conocido como Sjón. La historia se inspira en la leyenda de Amleth recogida por el historiador danés Saxo Grammaticus, pero Eggers también nutre el guion de un vasto corpus literario nórdico: la Edda poética, la Edda prosaica, la Saga de Egil, la Saga de Grettir, la Saga de Eyrbyggja y la Saga de Hrolfr Kraki. Para asegurar rigor en la representación histórica, contó con la asesoría del arqueólogo Neil Price (Universidad de Uppsala), el folclorista Terry Gunnell (Universidad de Islandia) y la historiadora Jóhanna Katrín Friðriksdóttir. Eggers, además, ha reconocido a Conan el Bárbaro (1982) como otra de las influencias clave en la concepción estética de la película.

La puesta en escena de Eggers encuentra en la fotografía de Jarin Blaschke un lenguaje que oscila entre lo sublime y lo brutal: planos generales que inscriben a los personajes en paisajes volcánicos y oceánicos casi pictóricos, y contrastes de fuego y sombra que convierten los interiores en espacios rituales. Este énfasis en lo ceremonial atraviesa toda la película, desde las iniciaciones chamánicas hasta los cantos guerreros, donde el cuerpo humano se vuelve vehículo de lo sagrado a través del sudor, el trance y la violencia. En esa lógica, El Hombre del Norte contrapone el paganismo nórdico —telúrico, sensorial, brutal— con la irrupción del cristianismo, presentado como una fe rígida y redentora, incapaz de igualar la potencia visceral de los antiguos dioses. Eggers no juzga, sino que sitúa ambas cosmovisiones en tensión para preguntarse cómo distintas formas de espiritualidad elaboran la violencia y la muerte. Todo ello se inserta en la tradición del folk horror, donde la naturaleza, los mitos y las comunidades cerradas generan atmósferas opresivas y alucinatorias. Así, la venganza de Amleth trasciende lo personal para convertirse en la actualización de un mito ancestral, con volcanes, mares y tormentas actuando como cómplices de un destino inevitable.

En contraste con La bruja (2015) y El faro (2019), donde Eggers construía atmósferas cerradas, claustrofóbicas y profundamente psicológicas, El hombre del norte despliega un relato de escala épica. Si en La bruja la tensión se centraba en la disolución de una familia puritana y en El faro en la lucha de poder entre dos hombres confinados por la tormenta, aquí la narrativa se abre hacia vastos paisajes y hacia una dimensión colectiva y mítica. Sin embargo, persisten las obsesiones del director: la presencia de rituales como motores del relato, el enfrentamiento entre distintas concepciones de lo sagrado y la ambigüedad entre lo real y lo visionario. Podría decirse que Eggers traslada la densidad atmosférica del folk horror a la épica histórica, logrando una película que, aunque más ambiciosa en escala y presupuesto, conserva la misma sensibilidad perturbadora y espectral que caracteriza a su cine.

El hombre del norte confirma a Robert Eggers como uno de los cineastas más singulares del panorama contemporáneo: un director capaz de conjugar la fidelidad histórica con lo mítico, el rigor antropológico con lo visionario. Frente al minimalismo atmosférico de La bruja y al delirio expresionista de El faro, esta tercera obra lo consolida en una escala épica sin perder su sello autoral. Más que una simple historia de venganza, la película se erige como una meditación sobre el destino, la violencia y las cosmologías que los enmarcan. Con su estética ritual, sus atmósferas densas y su tensión entre paganismo y cristianismo, Eggers logra un cine que incomoda y fascina a la vez, uniendo el folk horror con la gran tradición de la épica cinematográfica. En un tiempo en que muchas producciones históricas se limitan a la recreación superficial, El hombre del norte destaca por devolver al espectador la sensación de estar frente a un mito vivo, oscuro y desbordante.

viernes, 12 de septiembre de 2025

Ruinas, sonidos y futuro cancelado en la narrativa de Ramiro Sanchiz

 

Un escritor, una plataforma petrolífera abandonada y un zumbido persistente que parece habitar la estructura. Con estos elementos, el insigne narrador, editor y traductor uruguayo Ramiro Sanchiz construye Los Acontecimientos, una experiencia inquietante vivida por su protagonista habitual, Federico Stahl. En esta ocasión, Stahl aparece como autor de crónicas sobre lo extraño, invitado por una empresa a instalarse en una de sus plataformas en ruinas, rodeado por un océano interminable. Desde el segundo día de estadía lo acompañamos en la deriva: un hombre que se va desdibujando ontológicamente, acosado por un zumbido —el “mosquito”— que se convierte en verdadero protagonista. La lectura, inevitablemente ballardiana, recuerda al protagonista de La isla de cemento: alguien que establece un vínculo con el lugar y ya no sabe si el mundo ordinario lo querrá de regreso.

En este escenario de acero y óxido, Stahl emprende una introspección acompasada por el rumor metálico y por una reflexión sobre el sonido, la música y sus géneros, que contaminan el ambiente y modelan la experiencia. Sus registros —almacenados en antiguos computadores de pantalla negra y letras verdes— se convierten en un intento de decodificar el zumbido, de hallar patrones, como si en esa vibración hablara un organismo mayor. El proceso se asemeja a un descenso al corazón de las tinieblas, donde las notas del habitante previo, su antecesor en la plataforma, resuenan como guías para una expedición al vientre de una ballena etérea.

La narración se enriquece con digresiones: Jacques Cousteau, las series de los ochenta, el synthwave, el ambient, el doom metal y la “fatiga del futuro” de Mark Fisher, enlazada con el “No Future” punk de los setenta. Sanchiz levanta así una poética del desgaste: un relato donde lo espectral y lo tecnológico se contaminan, y donde la literatura se vuelve una máquina de registrar vibraciones, de traducir el ruido en pensamiento.

Leer Los Acontecimientos es dejarse arrastrar por ese zumbido, aceptar que a veces la extrañeza no necesita explicación, solo resonancia. A mí me dejó con la sensación de haber habitado, aunque fuese por unas horas, esa plataforma oxidada en medio del mar: un lugar donde lo humano se vuelve poroso, donde la memoria, la música y la ruina hablan más fuerte que las certezas. Es una novela que no se olvida porque no concluye, queda reverberando como ese mosquito incesante que, una vez escuchado, ya no se puede silenciar.

Los Acontecimientos puede encontrarse en librerías, una oportunidad para descubrir a uno de los escritores más singulares del Río de la Plata.

Ramiro Sanchiz nació en 1978, en Montevideo. Estudió literatura y filosofía, fue intermitentemente librero, guitarrista en bandas goth y metal, profesor particular y redactor/editor en diversas ong, y ahora se desempeña como crítico y traductor. Ha publicado, entre otras, las novelas Las imitaciones(2019), La expansión del universo (2018), Verde (2016) y El orden del mundo (2014, Primer Premio a las Letras del Ministerio de Educación y Cultura de Uruguay en 2016). Cuentos y ensayos suyos han aparecido en antologías como El tercer mundo después del sol Cíborgs, zombis y quimeras: la cibercultura y las cibervanguardias (2020), además de en diversas revistas y ediciones alternativas. Sus últimos libros publicados son la teoría-ficción Ejercicios de dactilografía y el ensayo Matrix acelerada (ambos de 2022). Como traductor se ha especializado en aceleracionismo y realismo especulativo, y ha traducido textos de Mark Fisher, Sadie Plant, Nick Land, Amy Ireland y David Roden, entre otros pensadores contemporáneos.

 

jueves, 11 de septiembre de 2025

The Wire: la radiografía de Baltimore y sus instituciones


Un hilo de sangre se desliza sobre el asfalto mientras la cámara se abre y gira para presentarnos al detective Jimmy McNulty, en medio del interrogatorio a un testigo. El escenario es el distrito sur de Baltimore: un territorio marcado por la criminalidad, el tráfico de drogas, la adicción y, sobre todo, la tensión constante entre la policía, el aparato legislativo y el difuso sentido del deber. Desde su primera escena, The Wire revela que no se trata de una serie policiaca más, sino de un retrato coral y crudo de una ciudad atrapada en sus propios laberintos.

La secuencia de apertura condensa el espíritu de la obra: cortinillas con aparatos de vigilancia, medidores de decibeles, tomas callejeras y, sobre todo, los cables —los “wires”— que entrelazan a sus protagonistas, miembros de la unidad de crímenes y drogas del Departamento de Policía de Baltimore. El título funciona como una metáfora doble: alude tanto a las escuchas telefónicas que posibilitan las investigaciones policiales como a la densa red de vigilancia, control y corrupción que atraviesa cada institución de la ciudad.

Origen y contexto

Lo que convierte a The Wire en un hito de la televisión es su objetivo: ofrecer un retrato realista y sin concesiones de la vida en Baltimore, enfocando la lente en el tráfico de drogas y en sus repercusiones sociales. Su creador, David Simon, no era un guionista tradicional, sino un periodista de investigación que durante más de una década había cubierto la crónica roja para The Baltimore Sun. De esa experiencia nacieron dos libros fundamentales: Homicide: A Year on the Killing Streets (1991), una inmersión en el trabajo de la unidad de homicidios de la ciudad, y The Corner: A Year in the Life of an Inner-City Neighborhood (1997), escrito junto con el ex detective Ed Burns, que retrata la vida cotidiana en una esquina dominada por el narcotráfico.

Ambas investigaciones constituyen el ADN de la serie. Simon decidió trasladar esas crónicas al formato televisivo con una ambición mayor: construir una narrativa épica sobre Baltimore que, en realidad, pudiera leerse como una alegoría del declive de las ciudades estadounidenses en la era postindustrial. No en vano Simon ha dicho que The Wire es una “novela para televisión”, en la que cada temporada funciona como un capítulo de un libro mayor.

El debate sobre el título

Incluso su nombre ha generado debate. En Latinoamérica se conoció como Los Vigilantes y en España como Bajo Escucha. Sin embargo, quizá la traducción más justa sería El Alambrado, porque condensa mejor la idea central: una vasta red de vigilancia en la que participan traficantes, policías, políticos, educadores y periodistas. El título original, The Wire, transmite además una sensación de tensión: un hilo que vibra, que conecta, que transmite información, y que puede cortarse en cualquier momento.


Una estructura coral

La serie se estrenó el 2 de junio de 2002 y concluyó el 9 de marzo de 2008, con sesenta episodios distribuidos en cinco temporadas. Cada una de ellas se centra en una institución distinta, pero todas mantienen como telón de fondo la economía de la droga:

  1. Temporada 1 (2002): se concentra en la lucha entre la policía y la organización de Avon Barksdale, un imperio de las esquinas regido por códigos propios.

  2. Temporada 2 (2003): desplaza el foco hacia los muelles y la crisis del trabajo portuario, conectando el tráfico de drogas con el contrabando y la globalización.

  3. Temporada 3 (2004): examina la política municipal, la reforma policial y experimentos radicales como la “zona libre de drogas” de Hamsterdam.

  4. Temporada 4 (2006): considerada por muchos la mejor, centra su atención en el sistema educativo y la forma en que la escuela reproduce las dinámicas de la calle.

  5. Temporada 5 (2008): cierra el círculo explorando el papel de la prensa, cuestionando cómo los medios narran —o distorsionan— la realidad de la ciudad.

Este diseño estructural convierte a la serie en una suerte de anatomía de Baltimore, donde cada órgano institucional está interconectado y enfermo de forma distinta, pero siempre afectado por las mismas patologías: corrupción, burocracia, cinismo y desigualdad.


Realismo y lenguaje

Uno de los grandes méritos de The Wire es su fidelidad al realismo. Los diálogos están cargados de jerga callejera y policial; los ritmos narrativos son lentos, como en la vida real; y los personajes no encajan en arquetipos maniqueos. El espectador asiste tanto a las luchas internas de la policía como a las tensiones entre los capos y sus soldados de esquina.

El trabajo con actores es también fundamental. Muchos intérpretes eran poco conocidos en ese momento, y varios provenían de Baltimore o tenían experiencia directa con la vida en los barrios que retrataban. Esta decisión refuerza la sensación de autenticidad. Además, la cámara evita el espectáculo: no hay persecuciones coreografiadas ni tiroteos espectaculares, sino largas conversaciones, vigilancias tediosas y una violencia súbita que aparece sin adornos.

Personajes complejos

Más que héroes y villanos, The Wire ofrece una galería de personajes atrapados en estructuras que los superan. McNulty es brillante pero autodestructivo; Bunk Moreland es leal pero cínico; Stringer Bell combina la brutalidad de la calle con la visión empresarial. Del lado de la juventud, personajes como Wallace, Michael o Dukie muestran cómo las nuevas generaciones quedan condenadas a repetir el ciclo de violencia y marginación.

Quizá uno de los personajes más emblemáticos es Omar Little, ladrón de ladrones que se convierte en leyenda urbana y en encarnación de un código moral alternativo. Omar demuestra que en el universo de The Wire no existen figuras puramente negativas o positivas: lo que importa es la lógica de supervivencia que cada uno desarrolla.

Crítica social y política

En el fondo, The Wire es menos una serie policiaca que un ensayo audiovisual sobre las instituciones modernas. Simon y Burns muestran cómo la guerra contra las drogas es una guerra perdida, pues las dinámicas del mercado ilegal se alimentan de la pobreza estructural y de la incapacidad política para ofrecer alternativas.

Cada temporada expone cómo las instituciones, en lugar de resolver problemas, perpetúan el statu quo. La policía busca estadísticas antes que justicia; los sindicatos portuarios luchan contra la desindustrialización; la política se preocupa por la imagen antes que por el bienestar; la educación reproduce la exclusión social; y la prensa se obsesiona con las historias fáciles en lugar de denunciar la corrupción sistémica. El resultado es un retrato devastador de una ciudad, pero también de un país.

Legado e influencia

Con el tiempo, The Wire ha sido reconocida como una de las mejores series de la historia de la televisión, aunque durante su emisión nunca tuvo altos índices de audiencia. Su influencia se percibe en posteriores dramas televisivos que adoptaron el modelo de realismo lento, narrativa coral y crítica institucional, desde Breaking Bad hasta True Detective.

Más allá del entretenimiento, la serie ha sido utilizada en universidades como material de estudio en sociología, criminología, ciencia política e incluso educación. Simon consiguió lo que pocos creadores logran: que una serie televisiva se convirtiera en objeto de reflexión académica y cultural.

Conclusión

The Wire no es solo una serie sobre policías y traficantes. Es un fresco social que revela cómo las instituciones modernas se ven atrapadas en dinámicas de poder, corrupción y fracaso colectivo. Baltimore es, en la pantalla, un microcosmos de las tensiones del capitalismo tardío, donde la lucha por la supervivencia anula cualquier horizonte de justicia.

Quien se adentre en sus cinco temporadas descubrirá que los hilos que vibran en The Wire no solo conectan a criminales y policías, sino también a políticos, maestros, periodistas y ciudadanos comunes. Es, en última instancia, una reflexión sobre cómo vivimos juntos en sociedades fracturadas, y sobre las redes invisibles que determinan nuestras vidas.

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