miércoles, 13 de agosto de 2025

El McGuffin mecánico – Tensión y crítica en La Auditora

 

El doctor está visiblemente angustiado. Un accidente fortuito con una lata —gajes del oficio— ha puesto todo en riesgo: el robot, en un intento por realizar una tarea tan simple como abrirla, ha sufrido un daño que casi revela su verdadera naturaleza. Es, en realidad, un infiltrado entre los humanos.

Todo ocurre en Santa Marina, un pueblo-factoría dedicado a la producción de componentes para Robot Systems, motor económico que sostiene a la comunidad. Sin embargo, los desechos tóxicos derivados de la fábrica han provocado daños colaterales: alteraciones de comportamiento, exilios forzados y habitantes con síntomas respiratorios y otras anomalías. El control del pueblo está en manos de la alcaldesa y sus hijos, quienes realizan inspecciones rutinarias para supervisar la producción… y vigilar a su gente.

En este contexto, la compañía envía a Mar, una empleada encargada de auditar el pueblo y, en paralelo, localizar al robot infiltrado. Su única ayuda será un asistente digital, pieza clave para el sorprendente e inesperado giro narrativo que cierra esta novela gráfica: La Auditora, publicada por Astiberri en 2019, escrita por Jon Bilbao (en su primer guion para cómic) e ilustrada por Javier Peinado.

En su estructura y espíritu, La Auditora bebe del maestro Philip K. Dick y de Brian Aldiss, especialmente de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, con sus replicantes y su pregunta esencial: qué significa ser humano. Aquí, la búsqueda del robot funciona como un McGuffin que pronto se diluye, dejando espacio a otros arcos narrativos: infidelidad, relaciones clandestinas, desconfianza hacia los extraños, contaminación, explotación y precariedad laboral.

Todos estos temas se despliegan en cada viñeta gracias al trazo magistral de Peinado, cuyo estilo recuerda a Daniel Torres y a la línea clara de E.P. Jacobs. Su versatilidad gráfica se nota en el manejo del tiempo y en la forma en que subvierte la clásica estructura equilibrada de seis viñetas, rompiéndola para intensificar la tensión o ralentizar la mirada.

En última instancia, La Auditora no solo propone un ejercicio de ciencia ficción social, sino también un espejo deformante de nuestras propias comunidades y sistemas de control. Bilbao y Peinado logran un equilibrio singular entre la tensión narrativa y la observación minuciosa del día a día en un entorno envenenado por la industria y por sus propias jerarquías. El resultado es una obra que, bajo la apariencia de un thriller de infiltrados, se infiltra también en el lector, obligándolo a cuestionar qué significa vivir —y sobrevivir— en un lugar donde la contaminación no solo afecta al aire, sino también a las relaciones y a la memoria.

 

martes, 12 de agosto de 2025

The Night Manager — John le Carré y su salto a la pantalla


En medio de petardos, ladrillos volando, coches ardiendo y ráfagas de armas automáticas, un hombre avanza hasta la zona segura. Es El Cairo, 2011, pleno estallido de la Primavera Árabe. Entre el humo y los gritos, un inglés con camisa azul camina con calma, agachándose lo justo, no por miedo sino por costumbre: ha visto peores escenas en Irak, cuando era soldado. ¿A dónde va? A trabajar. Es el gerente nocturno del hotel Nefertiti.

Ese hombre es Jonathan Pine, interpretado por Tom Hiddleston —sí, el Loki del universo Marvel— que aquí deja la ironía nórdica para convertirse en un espía británico de manual: educado, tranquilo, encantador, autocrítico, un poco misterioso y, por supuesto, absurdamente apuesto. El perfil soñado para un spy thriller.

En el hotel, Pine conoce a Sophie Aleka, una mujer tan magnética como peligrosa. Entre coqueteos y silencios, ella le entrega documentos comprometedores: pruebas de que su novio, Freddie Hamid, compra armas a Richard Roper, “el peor hombre del mundo”, con el fin de aplastar un levantamiento popular. Pine, que además de encantador es decente, hace lo correcto: entrega la información a un contacto de la embajada británica y pone a Sophie a salvo. O eso cree. Porque en este género, la decencia rara vez sale barata. Sophie no sobrevive.

Ahí está la gracia de The Night Manager. Los ingredientes —traficantes de armas millonarios, agentes de pasado turbio, mujeres fatales— son familiares, pero John le Carré les da una profundidad que rara vez se ve en el género. Pine no es un simple tablero en blanco; es un hombre atravesado por la soledad, el orgullo, el arrepentimiento. Roper no es un villano de caricatura, sino un depredador elegante, calculador, casi seductor. Le Carré escribe con esa mezcla suya de minuciosidad y melancolía, a veces demasiado atado al procedimiento y la burocracia, pero siempre con la capacidad de clavar una verdad incómoda en medio de la trama.

La adaptación televisiva de 2016, escrita por David Farr, juega con el material original sin traicionarlo. Cambia Irlanda del Norte por Irak, Zúrich por Zermatt, y a Leonard Burr —hombre en la novela— por Angela Burr, interpretada por una Olivia Colman embarazada (detalle que el guion incorpora con naturalidad). El telón de fondo también se actualiza: la Primavera Árabe reemplaza a los escenarios noventeros, encajando tan bien que parece escrita así desde el inicio.

En pantalla, la serie se inclina un poco hacia el territorio Bond —apenas un 0,07%, para ser precisos— sin perder el pulso lecarriano. Hiddleston aporta un Pine que es todo discreción y contención, Hugh Laurie encarna a un Roper deliciosamente odioso, y Tom Hollander brilla como el sibilino mano derecha del villano. Los paisajes alpinos, los hoteles de lujo, las cenas con copas perfectas… todo huele a peligro envuelto en seda.

Pero bajo esa elegancia se mantiene el motor de la historia: Pine no ha olvidado a Sophie, y su entrada en el círculo de Roper no es solo un trabajo encubierto; es una venganza personal. El resultado es una serie que, como la novela, mezcla el espionaje clásico con una exploración sutil de lo que impulsa a sus personajes: lealtad, deseo, orgullo, y el peligroso gusto de jugar demasiado cerca del fuego.

The Night Manager no revoluciona el género, pero lo interpreta con una artesanía impecable. El libro merece leerse, la serie merece verse, y ambos dejan la sensación de que, en el espionaje, el mayor lujo no es un hotel de cinco estrellas, sino la oportunidad de saldar cuentas.

domingo, 10 de agosto de 2025

Entre la pesadilla y la vigilia: Batman y Dylan Dog en La sombra del murciélago

 

Hay misterios que requieren de hombres capaces de resolverlos, así como fuerzas que no comprendemos y que exigen individuos con una intuición aguda, capaces de mirar más allá del velo. Cada caso demanda un método distinto, pero todos comparten una misma meta: el triunfo de la razón sobre la oscuridad. Sherlock Holmes, Hércules Poirot, Auguste Dupin… nombres que forjaron el relato policial, moviéndose entre la superstición y la observación deductiva que devolvía la calma a la mente racional.

Inspirado por ese linaje, Tiziano Sclavi creó al investigador de pesadillas Dylan Dog. El nombre proviene del poeta Dylan Thomas, y su apariencia toma los rasgos del actor Rupert Everett; su atuendo, lejos de la formalidad de sus predecesores, refleja un estilo más personal y atemporal.

Las aventuras —o más bien, los casos— de Dylan transcurren en Londres, ciudad que oculta infinitos secretos tras sus muros de ladrillo y piedra. Fantasmas, vampiros, hombres lobo y otras criaturas nacidas de la superstición humana se cruzan en su camino, desafiándolo junto a su inseparable Groucho —caricatura del célebre comediante Groucho Marx— y con el apoyo del inspector Bloch de Scotland Yard y su ayudante Jenkins.

Mientras Dylan Dog persigue manifestaciones espectrales y fugitivos del reino de las sombras, al otro lado del Atlántico, Bob Kane y Bill Finger imaginaron —y dieron forma— al Caballero Oscuro que vigilaría por siempre las calles de Ciudad Gótica. Batman, como se hace llamar, patrulla las azoteas de la urbe con el respaldo del comisionado Gordon y de Alfred, su mayordomo y antiguo agente secreto. Ambos, Dylan y Batman, beben de la estética pulp de los años treinta, aunque cada uno con un giro propio.

¿Sería posible que trabajaran juntos? ¿El mejor detective del mundo codo a codo con el detective de las pesadillas? La respuesta, al menos en las viñetas, es un rotundo sí.

La idea de unir a estas dos figuras tan distintas —y a la vez tan cercanas en su vocación de guardianes— cobró forma en Batman/Dylan Dog: La sombra del murciélago, una miniserie escrita por Roberto Recchioni y dibujada por Werther Dell’Edera y Gigi Cavenago. Publicada originalmente en Italia en 2019 y recopilada más tarde por ECC Ediciones, la obra imagina un cruce de caminos entre Ciudad Gótica y Londres cuando el Joker viaja a territorio británico para aliarse con Xarabas, la némesis de Dylan Dog. El resultado es un relato que mezcla el suspense policial con el horror sobrenatural, donde el humor ácido de Groucho se codea con el dramatismo de Batman, y donde cada página refleja la tensión creativa entre el cómic europeo y el estadounidense.

En el primer número de tres encontramos una referencia directa a los orígenes —siempre mutantes y contradictorios— del Joker, ahora aliado con el archienemigo de Dylan Dog, el doctor Xarabas. Que ambos villanos crucen caminos en Londres obliga a Batman —y todo su aparato narrativo— a desplazarse a la capital inglesa. Allí se produce el esperado encuentro entre los dos investigadores: el italo-británico, expansivo y casi bohemio en su manera de abordar un caso, frente al gothamita, rígido, metódico y de una obsesión casi quirúrgica por el detalle. Dylan Dog confiesa que su método se basa menos en protocolos y más en dejarse llevar por la intuición, algo que Batman observa con cautela, pero que inevitablemente los llevará a complementarse en un terreno donde la deducción lógica y la percepción instintiva deben coexistir para sobrevivir.

También hay espacio para giros y guiños que los fans sabrán apreciar: Selina Kyle, siempre felina y ambigua, pasa fugazmente por los brazos de Dylan Dog; mientras que Groucho y Alfred protagonizan un cruce tan improbable como inevitable, marcando el contrapunto humorístico y entrañable del relato. El guion de Roberto Recchioni se muestra fresco, ágil y respetuoso con la esencia de ambos universos, equilibrando el peso de cada protagonista —aunque, como ya señalamos, Dylan Dog disfruta de una ligera ventaja en protagonismo—. El autor cubre los elementos “obligados” de todo crossover sin caer en la sobrecarga, y aprovecha la extensión de la obra para espaciar la acción, evitando la sensación de trama comprimida o excesivamente densa. Incluso con Batman presente, los diálogos se permiten destellos de humor que alivian la tensión sin romper la atmósfera.

En el apartado visual, Gigi Cavenago y Werther Dell’Edera fusionan con acierto las tradiciones gráficas europea y estadounidense. Cavenago, dibujante habitual de Dylan Dog, aporta el conocimiento minucioso de los gestos, ambientes y tics visuales del personaje. Dell’Edera, aunque con raíces en la tradición italiana, cuenta con experiencia en el mercado estadounidense (DC, Marvel, IDW), lo que le permite integrar la narrativa ágil y el dinamismo del cómic-book con la riqueza atmosférica del fumetto. El resultado es una estética híbrida que respeta los códigos de ambos mundos, potenciando el contraste entre el gótico neblinoso de Londres y la oscuridad opresiva de Gotham.


Batman/Dylan Dog: La sombra del murciélago es, en esencia, una celebración del encuentro entre dos tradiciones narrativas que rara vez se cruzan: el cómic europeo de atmósfera literaria y el cómic estadounidense de acción vertiginosa. Más allá del atractivo del “qué pasaría si…”, la obra demuestra que un crossover puede ser algo más que un ejercicio de marketing: aquí se construye un diálogo entre estilos, humores y maneras de entender la figura del detective. Para el lector habitual de Batman, supone una invitación a adentrarse en el universo inquietante de Dylan Dog; para el seguidor del investigador de pesadillas, ofrece la oportunidad de ver cómo su mundo se expande al compartir viñeta con el Caballero Oscuro. El resultado es un cómic que, sin reinventar la rueda, sabe girarla con elegancia, ofreciendo una lectura que se disfruta tanto por su historia como por su peculiar mestizaje cultural.

Entre el Neón y el Silencio: la vigencia inquietante de Ghost in the Shell

 

Entre las luces de neón y el vértigo del vacío, ella avanza. Cada salto es un pulso en la red, cada movimiento un diálogo silencioso con la ciudad que respira datos. En ese instante, el límite entre el cuerpo humano y el código binario se difumina, y lo que queda es pura voluntad en movimiento.

El irrumpir de la Mayor Motoko Kusanagi en nuestra imaginación marcó un nuevo peldaño en la evolución del cyberpunk, ya delineado por Blade Runner y Neuromante. Nacida de la pluma del mangaka Masamune Shirow, Ghost in the Shell supuso una apropiación y expansión de los conceptos acuñados por William Gibson, que pronto encontraron su propia resonancia en el Japón de finales del siglo XX.

Inspirado por el filósofo Gilbert Ryle y su obra The Concept of Mind —de donde surge la célebre metáfora del “fantasma en la máquina”—, Shirow construye un escenario distópico donde se negocia la independencia de la República de Gabel, una trama que encubre intrigas políticas y el desencadenamiento de un conflicto entre clanes rivales. En medio de este tablero de poder, la Sección 9 —unidad estatal de operaciones encubiertas— entra en acción bajo el mando de Kusanagi: una sofisticada cyborg que, en el transcurso de la misión, empezará a cuestionar su propia naturaleza, buscando la emancipación y el libre albedrío frente al programa, al algoritmo, con el que fue creada.

Publicado por primera vez en 1989, el manga de Ghost in the Shell sorprendió por su densidad conceptual y su minuciosa construcción de un futuro hiperconectado, donde los cuerpos y las redes eran extensiones mutuas. Masamune Shirow combinó el humor irreverente, la especulación tecnológica y la intriga geopolítica en un relato que pedía ser llevado a otros lenguajes. Fue Mamoru Oshii quien, en 1995, destiló esa complejidad en una película que redujo el tono ligero del manga para potenciar una atmósfera más contemplativa y filosófica. Su versión no solo adaptó la historia: la transfiguró en una experiencia sensorial y metafísica, donde la acción se convierte en pausa y cada plano parece una meditación sobre la identidad y el destino.

Más allá de la acción y la intriga política, Ghost in the Shell nos coloca ante una pregunta que no deja de resonar: ¿qué significa ser humano en un mundo donde la conciencia puede transferirse, editarse o incluso fabricarse? La Mayor Kusanagi, con su cuerpo de titanio y sus circuitos de silicio, es también un recipiente para un “yo” que duda, que se interroga y que busca en las grietas de su programación algún rastro de autenticidad.

La estética de la película, tanto en el manga como en sus adaptaciones animadas, condensa una fusión inconfundible entre el vértigo tecnológico y la melancolía urbana. Calles saturadas de hologramas, edificios monolíticos bañados por la lluvia, y un océano de datos que fluye invisiblemente por la ciudad componen un escenario que respira tanto cyberpunk como poesía visual. Es un Japón imaginado donde la tradición convive con la arquitectura de la hipervigilancia, y donde el silencio entre dos disparos puede decir más que cualquier diálogo.

El impacto cultural de Ghost in the Shell traspasó fronteras y géneros. Influenció a directores como los hermanos Wachowski, quienes reconocieron su deuda creativa en The Matrix, y consolidó un lenguaje visual que hoy es inseparable de cualquier obra que se atreva a explorar la fusión entre tecnología y subjetividad. Al mismo tiempo, su filosofía —que bebe tanto del budismo zen como de la teoría de sistemas— sigue alimentando debates sobre inteligencia artificial, identidad y la inevitable erosión de las fronteras entre lo natural y lo artificial.

Hoy, casi tres décadas después del estreno de la película de Oshii, el “fantasma en la máquina” ya no es solo una metáfora. La inteligencia artificial generativa escribe, crea imágenes y toma decisiones que antes atribuíamos exclusivamente a la mente humana; la vigilancia digital se infiltra en cada dispositivo que portamos; y el control algorítmico moldea, sin que lo notemos, nuestras rutinas, gustos y opiniones. En este contexto, Ghost in the Shell deja de ser un ejercicio de ciencia ficción futurista para convertirse en un espejo incómodo: ¿somos nosotros quienes programamos la máquina o es la máquina quien reescribe el guion de nuestras vidas? Tal vez, como la Mayor Kusanagi, ya estemos buscando una emancipación que no sepamos nombrar, pero que intuimos urgente.

jueves, 7 de agosto de 2025

Simulacro, resaca y exceso: el doble viaje de Fear and Loathing Las Vegas

 

Los gastados neumáticos de la Ballena Blanca —un Cadillac alquilado— acarician el áspero asfalto que atraviesa el desolador desierto de Nevada rumbo a Las Vegas, la ciudad de la ilusión y el engaño. Al volante de tan flamante cachalote melvilliano va el periodista Raoul Duke, acompañado de su abogado, el temible Dr. Gonzo, con la encomienda de cubrir una carrera de motocross y una convención de narcóticos. Una siniestra visión lo obliga a frenar abruptamente, abrir la cajuela y sacar un matamoscas con el que pretende ahuyentar a los murciélagos que lo rodean. “Es un país de murciélagos”, musita, mientras verifica que su equipaje —un arsenal químico de alcaloides y estimulantes— esté completo. La travesía apenas comienza. Thompson está a punto de relatar los despojos de una bella ola que perdió su brío entusiasta y anegó el sueño americano, convertido ahora en una pesadilla draconiana poblada por lagartos, humo ácido y el zumbido de la paranoia.

Miedo y Asco en Las Vegas fue un experimento —o más bien, un experimento fallido— de periodismo Gonzo. Basada en hechos reales, la novela es una hipérbole controlada que conecta el activismo radical, la contracultura psicodélica y la decadencia moral estadounidense a finales de la década de 1960. En ella, Hunter S. Thompson dibuja los arquetipos que fisuran el sueño americano, contaminándolo con una desviación radical que busca degradar, abusar, ridiculizar y destruir los pilares del consumismo, la superficialidad y el espectáculo político.

El célebre “monólogo de la ola” —uno de los pasajes más melancólicos del libro— condensa esa mirada crepuscular:

“No tiene sentido pelear ni de nuestro lado ni del de ellos. Teníamos todo el momentum; navegábamos en la cresta de una inmensa y bellísima ola. Y ahora, menos de cinco años después, puedes ir hasta la cumbre de alguna colina en Las Vegas y mirar al Oeste, y, con la mirada apropiada, casi podrás ver el lugar donde al final la ola rompió contra la tierra y comenzó a retroceder”.

Ese retroceso —el lento reflujo de la ola— es el verdadero núcleo del libro: la resaca moral y política tras la borrachera de la utopía.

La adaptación cinematográfica de Miedo y Asco en Las Vegas, dirigida por Terry Gilliam en 1998, no es una simple transposición del texto a la pantalla: es una recreación febril, una distorsión óptica que se mimetiza con el vértigo de la prosa de Thompson. Gilliam no intenta narrar una historia lineal ni explicar el viaje; su apuesta es sensorial, inmersiva, un ataque frontal a la percepción del espectador. La cámara se contorsiona, los encuadres se inclinan, los colores saturan, las texturas gotean. Es cine como alucinación.

Johnny Depp, en el papel de Raoul Duke, logra una mímesis casi quirúrgica con Thompson. Se rapa la cabeza, adopta sus manías, clava su acento. No actúa como Thompson: se convierte en él. Benicio del Toro, como el abogado Dr. Gonzo, es un monstruo de apetitos desbordados, violento y trágico, una figura que representa tanto la amenaza del descontrol como su potencia destructiva. Ambos personajes, más que individuos, son símbolos: de una época que se autodevora, de una nación que confunde libertad con delirio.

Gilliam entiende que la novela no tiene una estructura narrativa convencional porque su propósito no es contar una historia, sino exponer un estado mental colectivo. La película es, entonces, un viaje a través del colapso: el colapso del lenguaje, del tiempo, de la ética, de la revolución como esperanza. Las Vegas se convierte en una distopía luminosa, un purgatorio kitsch donde los sueños se disuelven en LSD y donde incluso los hoteles parecen respirar.

En lugar de suavizar el texto, Gilliam lo extrema. Acelera los pasajes de mayor confusión, fuerza la distorsión óptica, acentúa el grotesco. Lo que en la novela puede leerse con distancia irónica, en la película se vuelve inmersión total. La música psicodélica, los diálogos balbuceantes, los efectos de cámara subjetiva: todo está diseñado para que el espectador, como el lector, se sienta atrapado en el viaje.

Pero, así como Thompson utilizó el Gonzo para revelar la mentira detrás del “periodismo objetivo”, Gilliam usa el cine para revelar la mentira detrás del espectáculo americano. La película no celebra las drogas: las exhibe como síntoma. No glorifica la contracultura: la muestra rota, desencantada, atrapada entre el idealismo de los sesenta y el cinismo de los setenta. Como en el libro, el monólogo de la ola es el corazón melancólico de la película. Es en esa voz en off —calma, poética, resignada— donde el vértigo encuentra pausa y se vislumbra el verdadero horror: no el de los lagartos, sino el de la esperanza extinguida.

Miedo y Asco en Las Vegas, tanto en su versión escrita como fílmica, no es simplemente una crónica de excesos ni una sátira sobre el abuso de drogas. Es un réquiem psicodélico por una época que creyó poder cambiar el mundo con amor libre, ácido lisérgico y conciencia expandida. Es la autopsia de una ola que rompió en la arena sin dejar rastros más allá de la paranoia, la resaca y la confusión. La novela de Hunter S. Thompson es, en el fondo, una elegía amarga por el fracaso de la contracultura, por la traición de sus ideales y por la domesticación brutal del deseo colectivo de transformación. El lenguaje se vuelve hipérbole, distorsión, vómito y clarividencia.

La película de Terry Gilliam, por su parte, recoge ese espíritu y lo convierte en experiencia sensorial: un cine de percepción alterada que no solo representa el delirio, sino que lo encarna. Si la novela es un disparo escrito bajo el influjo de la adrenalina y el desencanto, la película es una tormenta estroboscópica que hace visible lo invisible: el vacío detrás de la promesa americana.

Ambas obras, cada una desde su medio, desmontan la mitología fundacional de los Estados Unidos, ese relato de libertad, éxito y redención individual. En su lugar, Thompson y Gilliam ofrecen un paisaje devastado donde el consumo reemplazó a la utopía y el simulacro devoró la experiencia. El resultado no es solo una crítica: es un grito entre risas nerviosas, una carcajada rota que anuncia que lo real ha sido vencido por lo grotesco.

Hoy, más de medio siglo después del viaje de Duke y Gonzo, Fear and Loathing sigue siendo incómoda, sucia, alucinante. No porque celebre el caos, sino porque muestra que bajo su superficie se esconde una verdad más aterradora: que el sueño americano nunca fue más que una droga más —una promesa vendida al mejor postor.

miércoles, 6 de agosto de 2025

Blade Runner: fantasmas sintéticos en la ruina del futuro

Las humeantes chimeneas escupen vapor industrial sobre una ciudad en perpetua decadencia. Los spinners sobrevuelan la costra de smog que cubre Los Ángeles, una urbe hipertrofiada donde Rick Deckard sobrevive de encargo en encargo, apenas capaz de costear sus fideos instantáneos. En esta distopía, lo humano ha sido tercerizado, externalizado y replicado por megaempresas como la Tyrell Corporation. Justo cuando está por comer, Deckard es convocado por Gaff y Bryant para cazar a cuatro replicantes fugados de Marte. Su delito: desear vivir.

Blade Runner, más que una adaptación de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, es un manifiesto visual del colapso postmoderno. En su universo, ya no hay distinción clara entre lo real y lo simulado. Como diría Baudrillard, los Nexus-6 no son copias de humanos; son hiperhumanos: simulacros que han suplantado el original. No imitan la vida, la exceden. Deckard, en cambio, no sabe si aún es sujeto o ya fue absorbido por la lógica operacional del sistema que dice resistir.

El film escenifica con precisión quirúrgica la lógica del realismo capitalista que Mark Fisher describiría décadas después: un sistema que ha colonizado la imaginación al punto de que es más fácil pensar el fin del mundo que el fin del capital. La ciudad de Blade Runner es un no-lugar saturado de publicidad, ruinas habitadas, chatarra futurista y pobreza persistente. Los Estados han cedido todo poder a corporaciones que diseñan esclavos emocionales con fecha de vencimiento. No hay afuera posible, solo residuos.

Lo político en Blade Runner no está en la rebelión de los replicantes como simple revuelta obrera, sino en el hecho de que son capaces de desear. El deseo —ese residuo humano que no puede ser capitalizado del todo— es lo que los vuelve peligrosos. El gesto de Roy Batty al salvar a Deckard es, en última instancia, un acto subversivo: afirma una ética fuera de la programación, una dignidad que no se explica por utilidad ni mandato.

Desde la perspectiva del aceleracionismo cibernético del CCRU, Blade Runner se sitúa en el punto crítico donde el capital ya no necesita lo humano. La producción ha sido disociada del cuerpo. La conciencia es una anomalía evolutiva que el sistema tolera por ahora. Tyrell, en su torre-pirámide, no es un padre creador, sino un codificador más. Roy Batty lo confronta como quien exige una patch de software, no un alma. Pero esa demanda imposible deja ver la grieta: los replicantes son los síntomas de un sistema que ha ido demasiado lejos, y sin embargo no puede detenerse.

Blade Runner no es solo cine negro futurista. Es un espejo empañado donde el espectador ve el presente hiperacelerado colapsar en bucle. Lo que parecía ciencia ficción se ha convertido en una profecía agotada. La lluvia eterna, la noche sin descanso, la alienación brillante: todo está ya aquí. Lo que Deckard caza no son androides, sino las ruinas de lo humano, y tal vez —en secreto— a sí mismo.

lunes, 4 de agosto de 2025

Operativo: Lioness: Mujeres de combate en la maquinaria del imperialismo narrativo.

La geopolítica contemporánea continúa moldeada por las secuelas de la Guerra Fría, cuyas cicatrices son periódicamente reactivadas por el cine y la televisión. En especial, el Medio Oriente se convierte una y otra vez en escenario de relatos donde el conflicto, la traición y la intervención militar estadounidense aparecen como inevitables. Estas narrativas no solo cuentan historias: reproducen y legitiman formas de poder. A eso se le podría llamar imperialismo narrativo —la forma en que ciertas ficciones refuerzan el imaginario del dominio occidental como protector, justiciero o necesario.

En ese contexto emerge Operativo: Lioness, la nueva serie de Taylor Sheridan, que si bien se aleja de los clichés explícitos del “soldado bueno contra el terror islámico”, desplaza el foco hacia la infraestructura interna del aparato militar estadounidense. Lejos de los campos de batalla convencionales, la guerra aquí es secreta, burocrática y psicológica.

El piloto comienza con un operativo de extracción fallido. La agente infiltrada es descubierta y su líder —Joe, interpretada por Zoe Saldaña— opta por volar todo antes de permitir que caiga en manos enemigas. Una decisión radical, casi suicida, que nos deja en vilo para luego retroceder cuatro años y presentarnos a Cruz: exbailarina y stripper, víctima de una relación violenta, que se convierte en marine. Pronto destaca como una fuerza imparable, capaz de resistir tortura, humillación y condiciones extremas. En ella, la narrativa condensa dos mitos clásicos del storytelling imperial: la redención personal a través del ejército y la mujer que se masculiniza para sobrevivir al sistema.

Cruz será reclutada por Joe para infiltrarse en la vida de Aaliyah, hija de un poderoso jeque árabe, figura ambigua asociada a la amenaza terrorista. Su misión: ganar su confianza y preparar el terreno para un eventual ataque. Antes, claro, debe demostrar que puede soportar la brutalidad del entrenamiento y la presión del espionaje encubierto. Sheridan construye aquí un relato que combina los códigos del thriller de inteligencia con los del western moderno: personajes al límite, moral difusa, violencia seca y emocionalmente contenida.

Pero más allá de su ritmo sostenido y sus buenas actuaciones, Operativo: Lioness se inscribe en una tradición narrativa que conviene interrogar. ¿Hasta qué punto este tipo de series no solo representan, sino que reafirman, la arquitectura simbólica del poder estadounidense? ¿Por qué la serie necesita mostrar una y otra vez que “el enemigo” es invisible, multimillonario, culturalmente ajeno y potencialmente inhumano? ¿Qué nos dice esto sobre la mirada que propone hacia el mundo?

A nivel estructural, la serie evita, por ahora, los cuestionamientos profundos. El verdadero peligro no está en la guerra, sino en la política: en los burócratas que dudan, en los diplomáticos que traicionan, en las reglas que obstaculizan “lo que hay que hacer”. Una narrativa que recuerda los discursos post-11 de septiembre, donde el enemigo ya no es solo el terrorista, sino el político tibio.

Nicole Kidman interpreta a la funcionaria de la CIA que media entre el ejército y el gobierno, y Morgan Freeman encarna a un Secretario de Estado. Ambos personajes prometen ampliar el espectro político del relato, aunque queda por ver si eso significará una complejización real o simplemente un barniz institucional.

La dirección corre por cuenta del australiano John Hillcoat (The Proposition, The Road), experto en retratar la violencia como destino. Su estilo se adapta bien a la propuesta de Sheridan: una serie que se mueve como un western encubierto, donde las mujeres ya no son víctimas sino verdugos, y donde la línea entre el deber y la barbarie se desdibuja peligrosamente.

En síntesis, Operativo: Lioness es una pieza eficaz de entretenimiento bélico con protagonistas femeninas fuertes, sí, pero también es parte de una maquinaria cultural más grande, que opera sobre la base de una lógica imperial: mostrar que el mundo necesita ser intervenido, que el enemigo es siempre otro, y que el sacrificio personal —aunque trágico— es el precio de la estabilidad global. En esa medida, la serie no solo cuenta una historia, sino que participa activamente en la escritura de un imaginario donde Estados Unidos sigue siendo el sheriff del planeta.

domingo, 3 de agosto de 2025

José Eustasio Rivera y el horror verde del progreso

 

Mi primer contacto con La vorágine fue en la clase de Español en secundaria. El plan lector, acompasado por la revisión de la historia de la literatura, hacía obligatorio el paso por la novela de Rivera que, dicho sea de paso, no tenía el mayor atractivo para un adolescente contaminado por la televisión y el heavy metal. A pesar de la entusiasta motivación de la profesora, solo hice un desplazamiento ocular de izquierda a derecha buscando las palabras clave para poder entregar el reporte de lectura. Hace unos meses adquirí la edición cosmográfica publicada por la Universidad de los Andes y decidí leer, ahora con otros ojos, esta influyente obra de la literatura colombiana que explora el conflicto clásico entre el hombre y la naturaleza y que, al mejor estilo de Conrad o Salgari, utiliza este marco para denunciar las atrocidades de la industria del caucho.

Seguir los pasos de Arturo Cova es descender a un inframundo vegetal, donde los árboles frondosos y las enredaderas sofocantes no solo enmarcan la geografía, sino que envuelven al lector en las visiones más crudas de la industria del caucho: las plantaciones, la esclavitud, el delirio. La novela traza una espiral descendente en la que un abogado lujurioso y poeta idealista se va convirtiendo, poco a poco, en un ser dominado por los instintos más primarios, avivados por el contacto directo con la selva.

Lo que inicia como un idílico y romántico escape —el de Cova con Alicia, su amante, una mujer de refinadas costumbres que está por ser comprometida con un acaudalado empresario— hacia los llanos del Casanare, se transforma en una búsqueda desesperada cuando Alicia es secuestrada por un empresario del caucho y llevada a lo profundo de la Amazonía. Cova, impulsado por el deseo y la culpa, se lanza a una travesía que lo enfrenta con la naturaleza indómita del llano y la selva, adentrándose en el corazón oscuro de una tierra donde la savia blanca de los árboles se ha vuelto la nueva fiebre del oro.

En ese trayecto, el protagonista se sumerge en el brutal sistema de extracción del caucho y es testigo —y víctima indirecta— de sus horrores: esclavización, tortura, genocidio de pueblos enteros, saqueo sistemático de los recursos naturales. Rivera intercala en la narración diversos testimonios que documentan esta barbarie con crudeza y precisión.

La vorágine es mucho más que una novela de aventuras o una historia de amor trágico: es una denuncia feroz contra la explotación del ser humano y de la naturaleza. Su vigencia es innegable, pues los conflictos sociales, económicos y ambientales que retrata siguen presentes en muchos rincones de América Latina. En su lenguaje vibrante y en su visión crítica, la novela se consolida como una obra esencial de nuestra literatura, capaz de mostrarnos tanto la belleza como el espanto de una selva que devora.

Lo que hace de La vorágine una obra tan potente no es solo su contenido de denuncia, sino el estilo narrativo con el que José Eustasio Rivera lo articula. Su prosa es exuberante, casi alucinada, cargada de imágenes poéticas y descripciones febriles que reflejan tanto la inmensidad salvaje de la selva como el caos emocional del protagonista. Hay momentos en que el lenguaje se desborda, se enreda, como si imitara el ritmo espeso y laberíntico de la naturaleza misma. Rivera fusiona lo lírico con lo testimonial: cada escena parece escrita desde el vértigo de quien presencia lo inenarrable y, sin embargo, intenta dejar constancia de ello.

Este estilo intensifica la experiencia del lector, no solo como espectador sino como partícipe de un descenso físico y espiritual. La selva no es solo paisaje; es una fuerza viva que transforma a quien la atraviesa, una entidad que resiste ser domesticada por el lenguaje o por el progreso.

El elenco de la puesta en escena televisiva 
A más de un siglo de su publicación, La vorágine sigue dialogando con las problemáticas contemporáneas: el extractivismo desmedido, la violencia contra comunidades indígenas, la devastación ecológica, el abandono estatal de las regiones periféricas. En una era en que la Amazonía continúa siendo saqueada en nombre del desarrollo, y donde los discursos oficiales aún minimizan o encubren el impacto de la destrucción ambiental, la novela de Rivera resuena como un eco incómodo, una advertencia que no ha perdido su vigencia. Leerla hoy no es un acto nostálgico, sino un ejercicio urgente de memoria crítica.

En definitiva, La vorágine no solo es una obra maestra del regionalismo latinoamericano, sino un grito persistente contra la barbarie disfrazada de civilización. Rivera nos obliga a mirar de frente las heridas abiertas por el progreso a sangre y caucho, y lo hace con una intensidad poética que no suaviza, sino que amplifica el horror. Leer esta novela hoy es reconocer que la selva sigue ardiendo, que sus ecos aún nos interpelan, y que la literatura, cuando se compromete con la verdad, puede convertirse en una forma de resistencia.

jueves, 31 de julio de 2025

Reseña: Natural Born Killers – La televisión como espejo sangriento

 

¿Cómo llamar la atención de la maquinaria mediática en una década devorada por el sensacionalismo y la desesperación por un sentido? ¿Qué ocurre cuando el amor se alía con la rabia en un país que convierte el crimen en espectáculo? ¿Son Mickey y Mallory los verdaderos asesinos por naturaleza, o apenas reflejos deformes de una sociedad que perdió su brújula moral?

El asfalto recibe la tosca caricia de los neumáticos del carruaje infernal que arrastra a Mickey Knox y Mallory. Huyen de un mundo que los moldeó con violencia y los arrojó al desecho. Ella, hija de un padre abusivo y una madre indiferente, él, prisionero de un sistema laboral sin futuro, ambos hijos bastardos del sueño americano. La suya no es una fuga, sino una cruzada mística y sangrienta, una performance de horror pop que los convierte en santos patronos de la rabia noventera.

Una parada en una anodina cafetería al borde de la carretera desata la chispa: cámaras, titulares, documentales, obsesión nacional. La televisión, voraz e insaciable, los devora y regurgita en forma de ídolos. En una era que ya no cree en héroes ni en padres fundadores, la audiencia necesita monstruos para creer en algo. Así, Mickey y Mallory se convierten en la respuesta sacrílega a los valores que naufragaron en la posguerra, la guerra de Vietnam y la resaca Reagan.

Oliver Stone, con la pluma de un Quentin Tarantino joven y provocador como detonante, construye una ópera fílmica rabiosa, fragmentada, hipersaturada. Se sirve de todos los lenguajes televisivos posibles: sitcoms, noticieros amarillistas, true crime, telerrealidad, video musical. La película es un zapping esquizofrénico por el inconsciente estadounidense. No hay descanso. La cámara se sacude, los colores cambian, la forma se subvierte. La violencia se vuelve estética, el crimen, mitología.

En su travesía, la pareja se encuentra con chamanes en el desierto, cárceles infestadas de locura, detectives ególatras y showmen morbosos como Wayne Gale (Robert Downey Jr.), un periodista que vende tragedia como entretenimiento. Cada personaje es una alegoría más de ese país que ha perdido el norte, obsesionado con la fama, el rating, la transgresión como única forma de existir.

Natural Born Killers no solo se inspira en mitologías del crimen como Bonnie & Clyde, sino que bebe directamente del caso de Charles Starkweather y Caril Ann Fugate. En palabras del periodista Hunter S. Thompson:

“Charles Starkweather, asesino serial que en 1958 dejó una seguidilla de once muertos entre Nebraska y Wyoming junto a su novia menor de edad Caril Ann Fugate (tres de esos muertos eran la madre, la hermana y el padrastro de ella). Murió en la silla eléctrica al año siguiente, a los veintidós años. Oliver Stone y Quentin Tarantino se inspiraron en la pareja para el guion de Natural Born Killers.”

Pero más allá del hecho criminal o de la crítica a los medios, lo que hace inolvidable esta película es su capacidad para incomodar, para desarmar al espectador, para enfrentarlo a su propia complicidad. Porque al final, Natural Born Killers no trata solo de dos asesinos enamorados, sino de una sociedad que los crea, los eleva, los consume y los olvida. Una sociedad que prefiere el horror en prime time a mirar dentro de sí.

miércoles, 30 de julio de 2025

Mindhunter: el origen del perfil criminal y la obsesión por entender al mal

 

¿Qué detona el instinto asesino? ¿Qué circunstancias llevan a desarrollar una patología criminal tan extrema como la del asesino serial? ¿Es posible anticiparlo o incluso evitarlo? Hasta la década de 1970, las herramientas con las que contaban los cuerpos policiales para abordar estos casos eran escasas, casi rudimentarias. No existía una teoría consolidada sobre la mente del criminal, ni un método científico que permitiera rastrear patrones. La figura del asesino múltiple era vista como una aberración incomprensible, más cercana a lo monstruoso que a lo explicable.

Es en ese contexto donde Mindhunter sitúa su relato. Armados apenas con una grabadora, un test de evaluación y largas jornadas de café, pizza y preguntas incómodas, los agentes del FBI Holden Ford y Bill Tench, junto a la doctora Wendy Carr, inician un proyecto vanguardista que busca comprender el pensamiento criminal desde dentro. Su objetivo: entrevistar a asesinos encarcelados, registrar sus testimonios y establecer patrones que permitan cimentar lo que más tarde se conocerá como perfilación criminal. Así nace la Unidad de Ciencias del Comportamiento.

Pero más allá del desarrollo institucional, la serie —inspirada en hechos reales— plantea una inquietud más profunda: ¿cómo entender el mal sin caer en su fascinación? En este punto, el espectador se encuentra ante un dilema similar al que en el siglo XIX expuso Thomas De Quincey en su célebre ensayo El asesinato considerado como una de las bellas artes. Allí, con ironía afilada, De Quincey sugería que el crimen —cuando se observa con la suficiente distancia— podía adquirir un inquietante valor estético. Lo decía así:

“Todo asesinato que se ejecuta con arte debe ser considerado como una obra de arte…”

De alguna manera, eso es lo que Mindhunter pone en escena: la tensión entre análisis y estetización, entre la necesidad de comprender y el riesgo de normalizar. En su intento por explicar lo inexplicable, los investigadores de la serie —y nosotros, como espectadores— nos adentramos en un terreno ambiguo donde el horror se vuelve narrativo, casi teatral, y donde las palabras de los criminales, lejos de tranquilizar, abren nuevas grietas en la comprensión de lo humano.

Lejos del modelo tradicional del detective infalible o del asesino carismático, Mindhunter ofrece una visión fría, casi clínica, de los inicios de la criminología moderna. A lo largo de sus dos temporadas, seguimos el recorrido de Ford, Tench y Carr mientras viajan por diferentes ciudades de Estados Unidos para entrevistar a asesinos reales —como Edmund Kemper, Richard Speck o Jerry Brudos— con el objetivo de mapear sus motivaciones, modos operandi y trayectorias vitales.

La ficción se sostiene en una base documental sólida, pero nunca se convierte en una simple reconstrucción. Lo que la distingue es su ritmo pausado, su construcción atmosférica y su enfoque en los procesos mentales, tanto de los criminales como de quienes los estudian. Cada entrevista se convierte en una especie de coreografía verbal, donde la lógica perversa del asesino desafía la razón de los investigadores. La tensión no reside en el crimen en sí, sino en cómo se relata, en el lenguaje que lo moldea y lo justifica.

Es precisamente en ese punto donde Mindhunter se emparenta con la tesis de De Quincey: no porque romantice el crimen, sino porque muestra cómo el acto violento se vuelve representación, relato, discurso. Los asesinos entrevistados no solo hablan de lo que hicieron: construyen una versión de sí mismos, conscientes de que están siendo escuchados, registrados, interpretados. En ese juego de espejos, la figura del criminal deja de ser un objeto de estudio para convertirse en un narrador perturbadoramente lúcido.

Al mismo tiempo, la serie no idealiza a los investigadores. Holden Ford, joven y ambicioso, se deja arrastrar por su propia necesidad de entender —y quizás de controlar— aquello que investiga. Su obsesión, que al inicio parece ser un motor de innovación, pronto revela una fragilidad emocional profunda. Bill Tench, más pragmático y escéptico, se convierte en el contrapeso ético del equipo, mientras que la doctora Carr aporta el rigor académico necesario para sistematizar los hallazgos, aunque a menudo debe lidiar con la rigidez de las instituciones y los sesgos de género. Todos ellos enfrentan el mismo dilema: cuanto más se acercan a la mente del asesino, más borrosas se vuelven las fronteras entre el bien y el mal, entre comprender y justificar.

Visualmente, Mindhunter lleva el sello inconfundible de David Fincher: composiciones simétricas, iluminación contenida, colores apagados y una estética que evoca la opresión burocrática de los años setenta. La frialdad de los encuadres no es gratuita: refuerza la sensación de que estamos observando un experimento, una muestra congelada de la historia del mal. La violencia nunca es mostrada de forma explícita, pero su presencia es constante, insinuada en los gestos, en las pausas, en los silencios.

El FBI que retrata la serie aún arrastra el legado autoritario de la era Hoover. Las tensiones internas del proyecto —entre la innovación científica y el conservadurismo institucional— también reflejan las contradicciones de una sociedad que apenas comienza a reconocer la complejidad de ciertos crímenes. A ello se suma la desconfianza del mundo académico hacia una agencia federal marcada por el espionaje político y el control ideológico. Esta dimensión política no está en primer plano, pero permea el trasfondo de muchas decisiones, recordando que la ciencia del comportamiento también está sujeta a intereses, recursos y jerarquías.

Mindhunter, en última instancia, no busca resolver misterios. Su propósito no es atrapar a los culpables, sino comprender las condiciones en las que el crimen se vuelve posible, e incluso sistemático. Al igual que en el ensayo de De Quincey, la pregunta no es solo qué lleva a alguien a matar, sino qué nos lleva a querer mirar, a querer saber, a querer contarlo.

Cancelada tras dos temporadas —pese al entusiasmo crítico—, la serie deja una obra compacta, coherente y profundamente influyente. Una ficción que se aproxima al crimen no como espectáculo, sino como objeto de estudio, y que convierte la entrevista criminal en un espacio de reflexión ética, lingüística y psicológica. En un panorama televisivo saturado de thrillers efectistas, Mindhunter se distingue por su contención, su inteligencia narrativa y su capacidad para incomodar.

Quizás esa incomodidad sea su mayor logro: en lugar de cerrar el caso, deja abierta la pregunta. Y en esa apertura, como diría De Quincey, el asesinato no se convierte en arte por su forma, sino por la forma en que lo miramos.

lunes, 28 de julio de 2025

El sueño persiste: The Sandman, entre el escándalo y la redención estética

¿Puede un sueño morir?

Y de ser así, ¿qué ocurriría con la realidad que lo produce?

En 1989, el joven escritor y periodista Neil Gaiman, inspirado por una conversación con Alan Moore, aceptó el reto de la editora Karen Berger de resucitar a Sandman, un justiciero olvidado de los años cuarenta, para traerlo de vuelta con un tono que conectara con la sensibilidad oscura y ambigua de los noventa. Así comenzó la era de The Sandman, una narración inclasificable que se extendió hasta 1996 en 75 entregas y que revolucionó el cómic como medio. Su mezcla de mitología, poesía, filosofía, horror cósmico y cultura pop —con ecos de Shakespeare y del punk, de los sueños y de las heridas más íntimas— la convirtió en una obra de culto. Su paso al lenguaje audiovisual parecía imposible. Pero en 2022, The Sandman cobró vida como serie en Netflix.

¿Cumplió con las expectativas del mito?

La respuesta breve: sí, aunque con matices.

La primera temporada adapta con notable fidelidad Preludios y Nocturnos y parte de La Casa de Muñecas, respetando la estructura episódica y la multiplicidad de tonos del cómic original. Tom Sturridge encarna a Sueño (Dream o Morfeo), uno de los Eternos, con una interpretación distante, melancólica y casi sobrenatural: una elección discutida, pero coherente dentro del contexto mitológico que habita. Su evolución emocional, aunque pausada, aporta profundidad y humanidad al relato.

Uno de los mayores aciertos de la serie radica en su dirección artística. Los paisajes oníricos, infernales y urbanos se suceden sin perder coherencia visual. El Infierno —con una Gwendoline Christie imponente como Lucifer— se muestra majestuoso y hostil, mientras que El Reino del Sueño, al reconstruirse, se convierte en una metáfora visual del trauma y la sanación. El episodio 6, “The Sound of Her Wings”, sobresale como joya narrativa: conmovedor, existencial, íntimo. Kirby Howell-Baptiste ofrece una Muerte luminosa y profundamente humana.

No obstante, la adaptación no está exenta de dificultades. La serie a veces cae en la literalidad, explicando con palabras lo que en el cómic era sugerencia o símbolo. Esto, unido a un ritmo que puede parecer fragmentado o contemplativo para quienes no están familiarizados con el universo Gaiman, puede alejar a algunos espectadores. Algunos hilos narrativos, como el de Rose Walker, se sienten comprimidos y menos resonantes que en el papel.

Aun así, estos tropiezos son comprensibles. Adaptar una obra tan ecléctica y ambiciosa exige sacrificios. Lo importante es que The Sandman no solo intenta reproducir el cómic: lo celebra con reverencia, actualizando aspectos necesarios —como el reparto diverso o las redefiniciones de género— sin traicionar el alma del original. La supervisión de Gaiman como productor ejecutivo asegura esa continuidad emocional e ideológica.

Una de las dimensiones más ricas de la serie es su compromiso con las identidades queer. Pero esto no es un añadido contemporáneo: desde sus orígenes, The Sandman ha sido una obra que abraza lo fluido, lo andrógino, lo marginal. Personajes como Deseo (interpretade por Mason Alexander Park) encarnan esta hibridez desde su concepción: una entidad no-binaria, sensual y ambigua, cuya mera existencia disuelve los límites entre lo masculino y lo femenino, entre el deseo y el peligro. No es inclusión, es ontología.

Otras decisiones —como la racialización de Muerte o el género de Johanna Constantine— amplifican el espíritu del cómic en lugar de diluirlo. En The Sandman, la otredad no es un obstáculo a superar: es la grieta por donde se filtran lo sagrado, lo monstruoso y lo poético.

Visualmente, la serie se adentra sin pudor en una estética gótica postmoderna: ruinas y vitrales rotos, cuerpos tatuados, arquitecturas imposibles y un aura barroca que remite tanto al cine de Jean Cocteau como al videoclip noventero (con ecos de The Cure, Marilyn Manson o Nine Inch Nails). Es un universo que se siente tanto literario como musical, decadente y vibrante a la vez.

Así, The Sandman se convierte en un santuario para sensibilidades no normativas, un refugio para quienes habitan los márgenes del lenguaje y del cuerpo. Es un espacio liminal —como el propio Sueño— donde género, muerte, fe y deseo se reinterpretan desde las zonas más grises de la experiencia humana.

Puede que no sea una adaptación perfecta. Pero es una obra profundamente necesaria. En un panorama televisivo saturado de fórmulas, The Sandman recuerda que aún es posible soñar con narrativas distintas. Sueños que no mueren, sino que regresan para abrir nuevas puertas.

La llegada de la segunda temporada de The Sandman —luego de un año turbulento marcado por controversias alrededor de Neil Gaiman y debates sobre autoría, apropiación y ética— parecía estar en riesgo de naufragar en medio del ruido mediático. Sin embargo, contra todo pronóstico, la nueva entrega no solo reafirma el poder visual y narrativo de la serie, sino que ofrece un cierre emocionalmente resonante que conecta con las preguntas centrales del cómic: ¿puede un sueño cambiar? ¿Puede un dios dejar de ser lo que era? Al dar forma televisiva a algunos de los arcos más introspectivos de la obra original —especialmente los que rodean a Delirio, Destrucción y el conflicto interno de Morfeo—, la serie encuentra una gracia final que trasciende a su creador. Es como si The Sandman hablara por sí mismo, como si los Eternos —y sus lectores— estuvieran destinados a continuar soñando, incluso cuando el mundo despierta abruptamente.


El McGuffin mecánico – Tensión y crítica en La Auditora

  El doctor está visiblemente angustiado. Un accidente fortuito con una lata —gajes del oficio— ha puesto todo en riesgo: el robot, en un in...