domingo, 21 de diciembre de 2025

Detectives, vinilos y falsos suicidios: una reseña de El Rey Perdido de Jeff Noon (RBA 2020)

El nombre de Jeff Noon está fuertemente vinculado a la ciencia ficción, en especial por sus novelas de la serie Vurt, un mundo modelado por una droga alucinógena del mismo nombre a la que se accede chupando plumas de colores. Sin embargo, ¿sabías que también escribe novela negra? Para mí fue una sorpresa encontrar, en una librería de segunda mano, El Rey Perdido de Jeff Noon, una trepidante novela sobre la investigación que lleva adelante el detective Harry Hobbes cuando es llamado a verificar la escena del crimen de un joven músico, seguidor devoto de la icónica estrella del pop Lucas Bell, también conocido como El Rey Perdido.

La trama está ambientada durante una semana de agosto de 1981, y esta decisión temporal se refleja en la estructura de la novela, dividida por los días que dura la investigación: comienza el sábado 24 de agosto de 1981 y concluye el 31 del mismo mes.

Noon realiza un trabajo consistente en cada capítulo, acompañando al inspector Hobbes en el proceso de develar el misterio que rodea la muerte de Brendan Clarke, un músico de 26 años y ferviente admirador de Lucas Bell. En las primeras pesquisas, todo apunta a un suicidio, pero ciertos detalles despiertan sospechas, como un vinilo colocado en un tornamesa con una marca de goma que detiene la aguja en una estrofa específica de una canción de Bell. Este elemento pone en marcha una serie de inquietudes que conectan a Hobbes con una periodista musical, un fotógrafo, una estrella de rock en decadencia, una adolescente igualmente devota de Bell, una sociedad secreta, la figura de Aleister Crowley y las huellas de abandono, rechazo, humillación y maltrato sufridas en la infancia. Todo esto mientras Hobbes intenta limpiar su nombre tras una falsa acusación de haber asesinado a un marchante afrodescendiente durante las manifestaciones de Brixton del 11 de abril.

La novela es atrapante desde el primer momento, con muy buenos cierres de capítulo. Resulta fascinante cómo se van develando los móviles de los asesinatos de Brendan Clarke y Johnny Valentine —amigo cercano de Lucas Bell—, y cómo estos crímenes se conectan con el propio Lucas y con la Sociedad Minerva, un club secreto en el que cada integrante asume un nombre para habitar “la ciudad del Edén”.

Se trata de un caso muy bien construido que demuestra cómo Noon puede transitar con soltura los densos callejones de la novela policial, incorporando elementos de la escena musical. Es difícil no percibir una fuerte presencia de David Bowie en el perfil de Lucas Bell, especialmente en su etapa de Pierrot —recordemos que, en sus procesos camaleónicos, Bowie adoptó el alter ego de un mimo triste—, así como referencias al ascenso de la nueva ola del metal británico.

Muy recomendada.


Jeff Noon (Manchester, Reino Unido, 1957) es un escritor británico conocido por su obra híbrida, que cruza la ciencia ficción, la novela negra, el surrealismo y la experimentación lingüística. Alcanzó reconocimiento internacional con Vurt (1993), novela con la que ganó el Premio Arthur C. Clarke, y que dio inicio a una serie ambientada en un Manchester alternativo donde la realidad se altera a través de una droga alucinógena accesible mediante plumas de colores.

Antes de dedicarse por completo a la escritura, Noon trabajó como bibliotecario, experiencia que influyó en su interés por los sistemas de información, el lenguaje y las estructuras narrativas no convencionales. Su obra suele explorar temas como la identidad, la cultura pop, la música, la marginalidad urbana y los límites entre lo real y lo imaginario.

Además de la ciencia ficción, Jeff Noon ha incursionado con éxito en la novela policial y el noir, como demuestra El Rey Perdido (Slow Motion Ghosts, 2019), ambientada en la escena musical británica de comienzos de los años ochenta. A lo largo de su carrera, Noon ha mantenido una voz singular, marcada por una fuerte influencia de la música, el arte visual y la contracultura, consolidándose como uno de los autores más originales de la literatura británica contemporánea.

miércoles, 17 de diciembre de 2025

Vineland y el fracaso heredado: revolución, televisión y control en la novela posmoderna de Thomas Pynchon

 

Si se espera una novela convencional, con una exposición clara que introduce un detonante y conduce al lector hacia un enigma destinado a resolverse en el desenlace, Vineland no transita ese camino. Me sentí motivado a leerla tras ver la puesta en escena de Paul Thomas Anderson en Una batalla tras otra. La película se centra en un grupo de personajes que en otro tiempo lideraron una revolución destinada a liberar a los marginados de un régimen estatal opresivo, pero cuya efervescencia se diluye con el auge del libre mercado y de una nueva política económica. Aquella energía transformadora termina convertida en una ola que —como señaló en su momento Hunter S. Thompson— aplastó a quienes creían que realmente era posible cambiar algo; que las drogas, la expansión de la conciencia y las vibraciones del rock and roll lograrían apaciguar el espíritu de la era nuclear.

Publicada en 1990, Vineland ocupa un lugar singular dentro de la obra de Thomas Pynchon. A diferencia de la densidad enciclopédica de Gravity’s Rainbow, esta novela adopta una forma más fragmentaria, aparentemente ligera, saturada de referencias pop, televisión y cultura de masas. Sin embargo, bajo esta superficie accesible, Pynchon despliega una reflexión profundamente crítica sobre el legado de la revolución de los años sesenta y su derrota frente a nuevas formas de dominación. Como uno de los grandes exponentes de la novela posmoderna, Pynchon construye en Vineland una yuxtaposición de relatos, tiempos y registros que cuestiona la eficacia de la política revolucionaria frente al poder seductor de la televisión, el consumismo y el capitalismo tardío.

La acción principal se sitúa en la California de 1984, durante la presidencia de Ronald Reagan, pero la novela está estructurada como un continuo ir y venir entre el presente y los recuerdos de las décadas anteriores. Esta fragmentación temporal responde a lo que Fredric Jameson identifica como una de las marcas del posmodernismo: la dificultad de experimentar la historia como una narrativa coherente. En El posmodernismo o la lógica cultural del capitalismo tardío, Jameson afirma que el sujeto posmoderno vive en una “perpetua superficie del presente”, incapaz de articular una relación profunda con el pasado histórico. Vineland dramatiza precisamente esta condición: el pasado revolucionario no ha desaparecido, pero retorna como fragmento, rumor y trauma no resuelto.

La figura de Prairie Wheeler encarna esta crisis histórica. Adolescente criada en un entorno dominado por la televisión y la despolitización, Prairie intenta reconstruir la historia de su madre, Frenesi Gates, militante radical en los años sesenta y setenta. Su investigación no es solo personal, sino generacional: Prairie pertenece a una época que hereda los restos de una revolución fracasada sin haber participado en ella. Como sugiere Jameson, el problema ya no es la represión directa de la memoria histórica, sino su neutralización mediante la saturación de imágenes y relatos inconexos.

Frenesi Gates constituye el núcleo moral de la novela. Lejos de ofrecer una imagen heroica de la militancia, Pynchon presenta una contracultura vulnerable a la seducción del poder. Frenesi, cineasta política, termina colaborando con el fiscal Brock Vond y traicionando a sus compañeros. Esta traición no se explica únicamente por el miedo, sino por una atracción más profunda hacia la autoridad, el orden y la disciplina. En este sentido, Vineland desmonta la narrativa romántica de los años sesenta y coincide con la crítica de Jameson al “mito de la subversión cultural”, fácilmente absorbida por el sistema que pretende combatir.

Brock Vond representa la forma moderna del poder estatal. No es un tirano visible, sino un burócrata convencido de que la revolución fue una enfermedad social. Su proyecto no es solo castigar a los antiguos radicales, sino interrumpir la transmisión generacional de la disidencia, “reeducando” a sus hijos. Prairie se convierte así en el objeto de su obsesión: no como individuo, sino como símbolo del último residuo del pasado subversivo. El poder, en Vineland, ya no necesita aplastar; necesita administrar, normalizar y olvidar.

En este punto, la novela dialoga directamente con Jean Baudrillard y su crítica a la sociedad del simulacro. Para Baudrillard, en la era de los medios masivos “la simulación ya no oculta la verdad: es la verdad la que oculta que no hay ninguna”. La televisión en Vineland funciona como ese régimen de simulación: no informa ni emancipa, sino que sustituye la experiencia política por su representación constante. La revolución, que aspiraba a transformar la realidad, queda reducida a imagen, recuerdo estilizado o mercancía cultural.

La televisión no reprime la disidencia; la vuelve innecesaria. Como señala Baudrillard en La sociedad de consumo, el sistema no controla prohibiendo, sino saturando el deseo, ofreciendo infinitas opciones que neutralizan cualquier impulso transformador. En Vineland, los personajes viven inmersos en un flujo constante de programas, películas y referencias pop que sustituyen la acción por el consumo pasivo. La política se vuelve espectáculo, y el espectáculo se vuelve la forma dominante de lo real.

El consumismo completa este dispositivo de control. La cultura capitalista absorbe incluso los signos de la rebelión, transformándolos en estilos de vida inofensivos. Pynchon muestra cómo los símbolos revolucionarios sobreviven solo como nostalgia, vaciados de su potencia histórica. Aquí resuena nuevamente Jameson, cuando afirma que el posmodernismo no elimina el pasado, sino que lo reconvierte en pastiche, despojado de conflicto y profundidad.

La estructura narrativa de Vineland refuerza esta crítica. No hay un héroe central ni una resolución épica. Personajes como Zoyd Wheeler, DL Chastain, Takeshi Fumimota o los Thanatoides representan formas fragmentarias de resistencia o supervivencia. Zoyd no traiciona, pero tampoco vence; DL resiste de manera corporal y privada; los Thanatoides simbolizan a una generación suspendida, atrapada en injusticias legales que nunca se resuelven. Esta dispersión narrativa responde a una lógica posmoderna: no hay totalidad posible, solo historias parciales.

El final de la novela confirma esta visión. La caída de Brock Vond no constituye una victoria política, sino un fallo momentáneo del sistema provocado por el caos y la solidaridad familiar. No hay revolución, pero tampoco cierre definitivo. En este sentido, Vineland coincide con el diagnóstico de Baudrillard: el sistema no colapsa, sino que se reconfigura continuamente, absorbiendo incluso sus propias crisis.

En última instancia, Pynchon sugiere que la única forma de resistencia posible en este contexto es la memoria narrada. Frente a la televisión que homogeneiza y al consumismo que lo absorbe todo, contar historias —aunque fragmentarias, incómodas o moralmente ambiguas— se convierte en un gesto político mínimo. Prairie, al escuchar el pasado de su madre sin idealizarlo, encarna una ética posrevolucionaria: no repetir el mito, pero tampoco aceptar el olvido.

Así, Vineland se consolida como una novela profundamente posmoderna, no solo por su forma, sino por su diagnóstico cultural. Pynchon nos muestra un mundo en el que el poder ya no necesita imponerse porque ha aprendido a seducir, simular y consumir, y en el que el legado de la revolución persiste únicamente como una pregunta incómoda en medio del ruido mediático.

sábado, 13 de diciembre de 2025

Oigan a mi tía: las apariencias que engañan y el terror doméstico en Weapons (Zach Cregger, 2025)

 

Finalmente pude adentrarme en Weapons (conocida en Hispanoamérica como La hora de la desaparición), y debo decir que se trata de una obra que conjuga con notable precisión el terror sobrenatural, el suspenso psicológico, el humor negro y una inquietante crítica social. Desde su arranque —una voz infantil que narra sobre un cuadro negro— la película nos arrastra hacia un enigma perturbador: la desaparición de diecisiete niños en el pequeño pueblo de Maybrook, todos a las 2:17 de la madrugada, cuando abandonan sus hogares mientras sus padres duermen, devorados por la oscuridad, siguiendo el rastro de una figura que recuerda inquietantemente al flautista de Hamelin.

La mañana siguiente parece rutinaria hasta que deja de serlo. La maestra Justine llega a la escuela de Maybrook para impartir su lección habitual, pero el aula está casi vacía: solo un niño ocupa su asiento. Los demás nunca llegaron. La ausencia se transforma rápidamente en paranoia. El director Marcus convoca a una reunión con los padres y, en medio de una histeria colectiva que roza lo salvaje, Justine se convierte en el blanco de las acusaciones. Entre todos destaca Archer Graff, un contratista aún atrapado en el shock por la desaparición de su pequeño hijo, cuya furia parece necesitar un culpable inmediato.

Cuando la policía decide cerrar la investigación, Archer opta por tomar el asunto en sus propias manos. En su obsesiva búsqueda comienza a detectar patrones que recuerdan a las líneas ley, convergiendo todas en un mismo punto: la casa de la familia Lilly, donde vive Alex, el único alumno de la clase de Justine que no desapareció. El silencio del niño parece ocultar la clave para descifrar el misterio. Paralelamente, Justine también sigue a Alex hasta su hogar; al ingresar por el patio trasero y asomarse sigilosamente por una ventana sin papel periódico, descubre a los padres del niño sumidos en un inquietante estado catatónico, una visión que la deja paralizada por el horror.

Escrita y dirigida por el actor y comediante Zach Cregger, Weapons se estructura en capítulos centrados en distintos personajes que transitan el mismo período temporal, funcionando como contrapuntos narrativos. Esta fragmentación permite al espectador reconstruir el rompecabezas desde múltiples perspectivas. Entre estos capítulos destacan los de un torpe policía y un joven adicto, cuyas erráticas andanzas terminan revelando pistas inesperadas que se entrelazan con el misterio central.

Mención aparte merece el personaje de la tía Gladys: una figura excéntrica, perturbadora y fascinante, cuya apariencia parece diseñada para convertirse en un futuro ícono del cosplay y del Halloween. Su presencia, tan grotesca como enigmática, funciona como un presagio viviente de que en Maybrook nada —ni nadie— es lo que parece.

miércoles, 10 de diciembre de 2025

Relecturas Habituales presenta: VALIS, de Philip K. Dick


Pocas cosas resultan tan gratificantes como volver a un libro y descubrir que ha mutado; que aquello que en una primera lectura parecía un trastorno autobiográfico o una excentricidad mística ahora revela una arquitectura conceptual mucho más profunda. Publicada en 1981, VALIS inaugura una trilogía que continúa con La invasión divina (1981) y La transmigración de Timothy Archer (1982). Para el lector habitual de ciencia ficción esta novela puede resultar confusa, incluso desconcertante, pero su densidad no proviene del capricho: VALIS es un artefacto teórico, un precursor directo de lo que hoy entendemos como teoría-ficción y filosofía especulativa.

En lugar de separar nítidamente autobiografía, metafísica y narración, Dick fusiona estos registros para producir un texto intersticial: un híbrido donde la experimentación deliberada permite que la ficción funcione como laboratorio epistemológico. En VALIS, la narración no solo cuenta algo: piensa, produce teoría, ensaya ontologías alternativas y reconfigura la experiencia de lo real a través de un sistema teológico-informacional que opera como una máquina conceptual.

Con un fuerte componente autobiográfico, Dick escribe sobre una parte disgregada de sí mismo: Amacaballo Fat, un doble epistemológico, un “sujeto dividido” que dramatiza la tensión entre teoría y experiencia. Fat, tras pasar por la contracultura de los años 60 y 70, es arrojado a una búsqueda teológica después de ser alcanzado por un rayo láser rosa que él interpreta como una fuente divina de conocimiento. A partir de entonces emprende una persecución incesante de “lo real”, reescribiendo y mutando sus propias creencias mientras compone su Exégesis: una mezcla de intuiciones personales —a veces delirantes, a veces estrictamente especulativas— con resonancias del misticismo cristiano y del gnosticismo, atravesadas por la pregunta central de toda la obra de Dick: ¿qué es la realidad?

Esta novela puede leerse, por tanto, como una relectura ontológica, informacional y mediática. Dick no se limita a teorizar dentro de la ficción; utiliza la ficción como método para desestabilizar nociones de divinidad, identidad y percepción. Lo que emerge es un artefacto epistémico —no solo narrativo— que desmonta las representaciones convencionales de la “entidad suprema” construidas por las religiones y sus sistemas de creencias, para acceder a un “yo expandido” oculto bajo capas de mediación cultural, tecnológica y psicológica.

En los debates contemporáneos —Mark Fisher, Reza Negarestani, Kodwo Eshun, Simon O’Sullivan, Laboria Cuboniks, entre otros— la teoría-ficción se concibe como escritura especulativa donde los marcos conceptuales se integran a los relatos para generar nuevas formas de pensamiento. La narración se convierte en una fábrica de conceptos, y la teoría en una máquina narrativa que altera la percepción del lector. En ese sentido, VALIS no solo anticipa este paradigma: lo encarna.

Revalorización contemporánea: un experimento epistemológico

Hoy, VALIS se lee como un texto precursor de la teoría-ficción, comparable —por su funcionamiento conceptual más que por su estilo— a Cyclonopedia (Negarestani), al componente ficcional de El Anti-Edipo (Deleuze & Guattari) y a la propia Exégesis de Dick como archivo teórico bruto. La crítica reconoce una operación conceptual clave: la novela es una máquina para pensar, no un simple síntoma personal.

Aquí ocurre el giro interpretativo más importante:

  • Antes: desorden narrativo = falla / síntoma

  • Ahora: desorden narrativo = método / dispositivo epistemológico

La fragmentación del libro, la mezcla de ensayo y relato, la intrusión del autor en la trama y la noción del Sistema Vivo Activo y Vastamente Inteligente no se leen hoy como anomalías, sino como prototipos formales de la teoría-ficción.

Recepción en el arte y los estudios mediáticos

Artistas contemporáneos recurren a VALIS para explorar realidades simuladas, IA mística, metafísica pop y la paranoia como metodología. Investigadores del cine, los videojuegos y los estudios de medios lo utilizan para pensar cómo la ficción infecta la realidad y cómo las percepciones pueden reconfigurarse mediante relatos informacionales.

La noción dickiana de reality breakdown se interpreta ahora como anticipo de las ontologías flexibles, fundamentales en el pensamiento especulativo contemporáneo.

La Experiencia Religiosa de Philip K. Dick



domingo, 7 de diciembre de 2025

Fallout: Entre la nostalgia radiactiva y el nuevo orden del yermo

 


Es una soleada tarde en la alegre California de la posguerra. Un animado grupo de niños observa al célebre actor de western Cooper Howard, montado en su caballo y exhibiendo su lazo: un símbolo perfecto de la inocencia y la promesa de un mundo que está a punto de desmoronarse bajo los vientos implacables del invierno nuclear que se avecina. Todo cambia cuando su hija, mirando el horizonte, percibe una anomalía: una bomba se ha detonado. Cooper lo entiende de inmediato. Ese destello no anuncia progreso, sino ruina. Solo queda correr. Solo queda sobrevivir. Y en ese instante, Cooper recuerda al culpable que ha marcado su destino: la corporación Vault-Tec.

Doscientos años después, tras el letargo forzado por la devastación, la humanidad resiste en bóvedas subterráneas de acero reforzado. Allí, una comunidad disciplinada y risueña cultiva trigo, comparte cenas y se aferra a un presente edulcorado donde el sol artificial promete felicidad eterna. Es en este escenario donde conocemos a Lucy MacLean, una joven idealista que ha solicitado contraer matrimonio con un habitante del Refugio 32 para contribuir al plan de repoblación y asegurar el futuro de la especie. Lo que Lucy ignora es que este gesto aparentemente inocuo desencadenará una sucesión de eventos que la llevarán a la superficie, donde deberá enfrentar el verdadero legado de la guerra: un mundo roto, mutado y brutal que nunca imaginó.

En paralelo seguimos a Maximus, un escudero aspirante a caballero dentro de la Hermandad del Acero, una orden militar-religiosa decidida a restaurar el orden a través de la fuerza y el control tecnológico. Maximus carga con la frustración de la injusticia y la desigualdad interna del grupo, hasta que un accidente —o algo parecido a la intervención del destino— lo coloca en la senda para descubrir una verdad amarga: el poder no se concede; se arrebata.

El yermo, sin embargo, guarda horrores más antiguos que cualquier dogma. La radiación ha dado origen a los necrófagos, criaturas deformadas por el tiempo y el sufrimiento. Entre ellos se encuentra un rostro familiar: Cooper Howard, quien de algún modo sobrevivió solo para convertirse en el cazarrecompensas más temido del desierto nuclear. Lo que fue un ídolo mediático, un padre amoroso y un esposo devoto, es ahora un ser endurecido cuya única motivación es reencontrar a su familia. Su camino se cruzará inevitablemente con el de Lucy, hija de Hank MacLean, asistente de su esposa en Vault-Tec y figura clave detrás de la ambición corporativa que desató el apocalipsis. A través de los recuerdos fragmentados de Cooper emerge la verdad: la destrucción del mundo no fue un accidente, sino el producto del beneficio calculado de una minoría dispuesta a sacrificarlo todo para asegurar su poder.

Fallout convierte estos destinos entrelazados en una reflexión amarga pero vibrante sobre la ambición, la memoria y los restos de humanidad que sobreviven incluso después del fin del mundo.

Desde sus primeras secuencias, la serie demuestra que entiende la esencia de Fallout: un humor oscuro que convive con el desastre, una estética retrofuturista que mezcla optimismo ingenuo de los años cincuenta con la brutalidad de un mundo en ruinas, y un cinismo que nunca termina de apagar la chispa de la esperanza. Esto, por supuesto, no es casualidad. Fallout es una franquicia con casi tres décadas de evolución que comenzó en 1997 bajo la mano de Black Isle Studios y que Bethesda adquirió y reinventó en 2004. Bajo el liderazgo creativo de Todd Howard, Fallout 3 (2008) expandió el universo hacia un formato de mundo abierto que mezclaba exploración, sátira política y un sistema de moralidad que definió a toda una generación de jugadores. Bethesda consolidó allí su sello: espacios enormes, libertad radical y un mundo tan caótico como fascinante, donde cada ruina tiene una historia y cada personaje un dilema moral.

La serie respeta este legado, pero también se distancia lo suficiente como para contar algo propio. Jonathan Nolan y Lisa Joy, responsables de Westworld, aplican aquí el mismo interés por las inteligencias rotas, los sistemas de control y las ilusiones que sostienen a las sociedades. Pero a diferencia de Westworld, que a veces se perdía en su propia complejidad conceptual, Fallout tiene un foco más claro: la humanidad en un mundo postapocalíptico que nunca deja de ser grotesco y absurdo. Nolan y Joy entienden que Fallout siempre ha sido, además de una aventura, un comentario sobre la paranoia norteamericana, el delirio corporativo y la eterna promesa de progreso que esconde un deseo profundo de control.

Visualmente la serie es impecable. La dirección de arte recrea con precisión la estética del juego: los trajes de vault dwellers, los posters de propaganda, las máquinas expendedoras, los power armors de la Hermandad del Acero y los mutantes que parecen extraídos directamente de la pantalla. Pero el logro mayor está en no convertir esto en un simple ejercicio de nostalgia. La serie toma los elementos del juego para hablar de algo más amplio: cómo las corporaciones moldean nuestra realidad, cómo la historia se reescribe a conveniencia y cómo el poder necesita del miedo para perpetuarse.

Y lo más interesante es que este universo televisivo apenas está empezando. La primera temporada deja preguntas abiertas que apuntan a una expansión ambiciosa. El final sugiere que visitaremos locaciones icónicas del juego, incluido New Vegas, un territorio fundamental dentro de la saga y una oportunidad perfecta para explorar el choque entre libertarianismo radical, anarquía organizada y tiranías disfrazadas de orden. Además, la relación entre Lucy, Maximus y el Ghoul promete bifurcarse hacia dilemas éticos cada vez más complejos.

Si algo deja claro esta primera temporada es que Fallout no solo respeta al juego: lo entiende, lo deconstruye y lo impulsa hacia una narrativa audiovisual que puede sostenerse por sí sola. La segunda temporada carga ahora con el enorme desafío de expandir este mundo sin perder su tono ácido, su crítica estructural ni la empatía por unos personajes que, aun entre ruinas, siguen buscando algo parecido a la esperanza.

jueves, 4 de diciembre de 2025

Reflejos (2025) dirigida por Miguel Urrutia



Son las 6:02 de la tarde. Ya estoy en la sala de cine, acompañado de mis amigos cinéfilos, para ver Reflejos, el primer largometraje colombiano de terror psicológico con efectos especiales generados con I.A., dirigido por Miguel Urrutia. Tras los interminables minutos de tráilers, Ruta Noventa y el habitual documental —esta vez sobre el arte de tejer ruanas—, por fin comienza la función.

Los créditos iniciales son un deslumbrante ejercicio estético: un efecto de vidrio quebrado donde cada fragmento revela escenas del trauma recurrente del protagonista. Entre ellas destaca la irrupción de cuerpos desnudos que se funden con el rostro de la gran diva Amparo Grisales —esa misma a la que se le atribuye la longevidad de Matusalén, inmutable desde hace más de un siglo—, convertida aquí en una especie de reina de los condenados, con un maquillaje que evoca la presencia espectral del gótico tropical.

Las primeras escenas nos presentan a Javier (Robinson Díaz), un hombre de mediana edad que trabaja como reparador de casas, devoto de la Virgen y marcado por la soledad y el peso de una egregora materna que alimenta desde su niñez. Le teme a las mujeres, evita socializar y vive encerrado en un mundo mínimo. Su vida cambia cuando es contratado por Raquel (Amparo Grisales), la expropietaria de una vieja casona que necesita reparaciones locativas. Entre ellos emerge un misterio que nunca se resuelve del todo: tanto la madre de Javier como el tío de Raquel murieron exactamente a las 3:33 a.m.

Raquel está a punto de perder la casona familiar y Javier, según sus propias palabras, está destinado a intervenir en ese proceso. Urrutia, fiel a su trayectoria, apuesta por una puesta en escena arriesgada: desde sus cortos animados ha demostrado ser un creador inquieto, pionero en técnicas de renderizado, obsesionado con la experimentación. No sorprende, entonces, que aquí utilice herramientas de I.A. para los efectos especiales y se atreva con encuadres poco habituales en la producción colombiana.

Sin embargo, lo que Reflejos gana en forma, lo pierde en consistencia narrativa. El gran reto del terror psicológico —mantener el suspenso, sostener lo no dicho, permitir que la atmósfera hable por sí misma— termina fracturado por decisiones que se sienten televisivas. La aparición de un diálogo explicativo y anticlimático reduce la tensión acumulada y busca ofrecer un final a la vez satisfactorio y enigmático, pero termina por diluir la premisa. A esto se suman tropos mal aprovechados, como la presencia del fantasma de un cura que lo sabe todo y que existe únicamente en la mirada fragmentada de Javier.

Reflejos es, al final, una película de contrastes: visualmente osada, técnicamente audaz, pero narrativamente vacilante. Un experimento valioso que deja en el espectador la sensación de que había un filme más potente al otro lado del espejo.

miércoles, 3 de diciembre de 2025

Caminar para Recordar: Travis y la herida abierta del sueño americano / Una mirada a Paris -Texas (1984) de Wim Wenders

 

Un hombre deambula por el desierto. Llega a una gasolinera perdida en Texas; parece haber caminado durante kilómetros persiguiendo algo que solo él podría describir. Entra en la tienda y se lleva a la boca un puñado de hielo. El choque térmico lo derrumba de inmediato: su cuerpo cae, por pura inercia, sobre el polvoriento piso de madera. Despierta en una camilla, ante un hombre que parece médico y que intenta arrancarle alguna palabra. Nada. Travis —aunque aún no lo sabemos— parece haber hecho un voto de silencio. El médico encuentra en sus pertenencias una tarjeta con el nombre de Walter y un número. Llama. Al otro lado, alguien promete ir a recoger al desconocido.

Tras recorrer varios kilómetros desde Los Ángeles, Walter descubre que ese hombre desorientado es su hermano Travis, desaparecido hace cuatro años. El regreso juntos no será solo un viaje físico: para Travis será la lenta reconstrucción del rompecabezas que él mismo deshizo al abandonar a su familia en busca de una redención que aún no comprende del todo. ¿De qué huye Travis? ¿Qué envuelve el misterio de su desaparición? ¿Por qué esa necesidad casi ritual de caminar?

El director alemán Wim Wenders entrega en Paris, Texas un retrato devastador del mito estadounidense: la tierra de la libertad convertida en desierto emocional. A través de Travis, el espectador viaja por una road movie con tintes de western crepuscular, donde cada tramo parece preguntarse qué significa alcanzar una libertad auténtica más allá de las ataduras de una sociedad que promete abundancia mientras ahoga, lentamente, a quienes intentan seguir sus reglas. El silencio de Travis, que gobierna gran parte del film, se rompe finalmente en la conversación más emotiva de la película: el reencuentro con Jane, su esposa. Allí, en ese espacio suspendido, se revela el misterio que ha sostenido más de dos horas de incertidumbre.

El propio Wenders lo resume con precisión: “París, Texas despierta en mí una sensación inmoral básica del ser humano: una llamada desesperada a la libertad incondicional y a la desatadura de una sociedad que ha creado unas bases ‘morales’ que diezman constantemente el libre albedrío de sus habitantes.”

Harry Dean Staton, Nastassja Kinski y Wim Wenders
En Paris, Texas, Wenders desmonta con sutileza la iconografía de la familia nuclear estadounidense: esa tríada perfecta —padre, madre, hijo— que se erige como emblema de estabilidad y virtud moral. Travis regresa a un país cuya estructura afectiva se sostiene sobre una promesa rota: la de que el trabajo, el hogar y el consumo bastan para construir un sentido de plenitud. La familia feliz, ese mito que Estados Unidos exportó al mundo, funciona aquí como una carcasa vacía. Walter vive en una casa ordenada, con un hijo bien cuidado, una nevera llena y un trabajo estable; aun así, hay un desajuste emocional que se percibe en los silencios, en las miradas evasivas, en lo que no se dice. Wenders revela el precio de sostener esa imagen: el sacrificio de las emociones profundas en favor de una normalidad prefabricada.

Uno de los gestos más reveladores es la escena de los zapatos. Travis, todavía perdido entre la culpa y la necesidad de reparar, se sienta a limpiar y pulir todos los zapatos de la casa, como si cada par representara una vida que intenta devolver a la luz. Es un acto mínimo, casi ritual, de darle “una segunda vida” a lo material mientras él mismo busca esa segunda oportunidad. Los zapatos brillados son un símbolo poderoso: objetos que recorren caminos, que guardan huellas y que, al igual que él, han quedado desgastados por la distancia. En un país donde la acumulación de cosas funciona como anestesia emocional, Travis intenta, paradójicamente, sanar a través de un cuidado íntimo de lo material, aunque lo que realmente busca es recomponer el vínculo humano que destruyó.

La ausencia prolongada de Travis también coloca el tema del abandono paterno en el centro del relato. Su hijo —Hunter— lo recibe no con rechazo, sino con una curiosidad desbordada que expone la herida abierta que deja un padre ausente. El niño lo observa como si fuera un fantasma que vuelve de otra dimensión. Y, de algún modo, esa es exactamente la condición de Travis: alguien que dejó de existir en el mundo familiar para exiliarse en un desierto físico y emocional. La película confronta la figura paterna desde la vulnerabilidad: no el proveedor fuerte y estable, sino un hombre fracturado que intenta recuperar una relación que no vio nacer. La humillación, la vergüenza y el arrepentimiento actúan como cargas invisibles que lo acompañan en cada plano, revelando que la masculinidad también puede estar hecha de quiebres, silencios y arrepentimientos que duelen tanto como cicatrices visibles.

En última instancia, Paris, Texas es una meditación sobre la libertad, pero también sobre la responsabilidad afectiva. Es una película que se mueve entre la fuga y el retorno, entre la búsqueda de identidad y la desesperación por reparar un daño ya hecho. Wenders nos muestra que la redención no siempre consiste en recuperar lo perdido, sino en comprender cuándo soltar. La decisión final de Travis —ese acto de amor que implica retirarse para permitir que otros puedan reconstruir su propia vida— sintetiza la esencia misma del filme: la libertad no siempre está en avanzar hacia el horizonte, sino en reconocer los límites de uno mismo y aceptar que, a veces, el mayor gesto de amor es apartarse.

Paris, Texas permanece como una de las obras más profundas del cine contemporáneo porque logra unir la poesía del paisaje con la desolación interna del ser humano. Nos interpela sobre el fracaso del sueño americano, sobre las heridas familiares que el tiempo no cura por sí solo, y sobre la posibilidad —mínima, incierta, pero luminosa— de encontrar un camino propio en medio del silencio y la pérdida. Una película que, como su protagonista, camina despacio para dejarnos ver lo indispensables que son nuestras grietas.

domingo, 30 de noviembre de 2025

El fanzine como giro epistemológico: conocimiento desde los bordes

 


El pasado viernes 28 de noviembre fui invitado a la presentación del informe del proyecto de investigación-creación Ritmo 2021, liderado por el docente asociado e investigador Luis Fernando Medina de la Universidad Nacional de Colombia, en calidad de panelista para conversar sobre el fanzine, sus características y el rol que puede ejercer dentro de la academia. Además de este servidor, participaron la diseñadora, docente y editora de Mirabilia Libros Angélica Caballero y el editor e investigador Daniel Pinzón Lizarazo.

La conversación se centró en cuatro preguntas que, lejos de agotarse en respuestas cerradas, detonaron nuevas inquietudes sobre este artefacto contracultural que, en sus orígenes, se configuró como un espacio abiertamente antiacadémico, antihegemónico y antisistema. Cada una de estas preguntas me llevó a organizar mis anotaciones y actualizar una reflexión sobre el fanzine y su vigencia en tiempos de redes sociales, fake news y deepfakes.

La primera pregunta giraba en torno a las características del fanzine y la manera en que estas lo convierten, simultáneamente, en objeto de investigación y en vehículo de divulgación académica. El fanzine puede entenderse como un laboratorio, un espacio de experimentación donde el error no solo es posible, sino que históricamente ha funcionado como señal de autenticidad: una herencia del espíritu hazlo tú mismo que marcó su nacimiento.

Si bien hoy la mayoría de las herramientas para producir fanzines están contenidas en los computadores, esto no implica que hayan desaparecido las tijeras, el pegante y el papel: conviven, se mezclan, se contaminan. Aun así, persiste la idea de que el fanzine es un objeto “mal hecho”: con errores, fallas de composición, fotocopiado en baja calidad, distribuido gratuitamente. Pero es necesario subrayar que los fanzines responden a las condiciones de producción de cada época y al espíritu que los impulsa. Por ello, el error ya no define su esencia: hoy la publicación de escritorio (desktop publishing) es una constante en sus procesos de creación, sin que esto implique abandonar su naturaleza crítica, accesible y experimental.

La segunda pregunta se orientó hacia los procesos de publicación, tanto dentro de los espacios académicos como por fuera de ellos. Frente a este tema surgieron varias líneas de fuga, entre ellas la creación de talleres y electivas interdisciplinares que los estudiantes toman para completar sus créditos académicos y, a la vez, acceder a dinámicas distintas a las que encuentran en sus asignaturas habituales.

Que las universidades hayan adoptado tan rápidamente el fanzine es, en buena medida, consecuencia de su conversión en objeto de investigación. Una práctica que durante décadas habitó los márgenes —sostenida por comunidades alternativas, subculturas y colectivos autodidactas— es visibilizada de pronto por la academia como un artefacto casi exótico y, al mismo tiempo, como un dispositivo creativo capaz de activar procesos que no serían posibles dentro de las condicionantes propias del encargo o del proyecto de clase.

Desde los primeros ejercicios de fanzine en la década de 1970, tanto en Europa como en Estados Unidos, estas publicaciones se consolidaron como órganos de difusión para las ideas, posturas y gustos de grupos minoritarios: comunidades al margen que la cultura oficial no reconoce o incluso señala por desviarse del canon de lo aceptable. Y, sin embargo, es justamente en esa característica donde persiste el núcleo vital del fanzine: visibilizar aquello que la cultura dominante no ve, otorgarle la validez que merece y hacerlo lejos de la curaduría, la mediación y la aprobación del establecimiento.

La tercera pregunta se orientó hacia la manera en que las publicaciones académicas, rigurosas y periódicas, pueden articularse con un fanzine, una publicación independiente que responde a parámetros distintos y no siempre regulados por la rigurosidad institucional. Para ampliar esta inquietud es necesario considerar que, dentro de los requisitos para los registros calificados y la certificación del Ministerio, se exige la existencia de productos de investigación divulgados en revistas indexadas y en publicaciones internas. Sin embargo, la reciente inclusión de la literatura gris como categoría válida para los productos derivados de investigación abre un nuevo camino: permite que los fanzines sean reconocidos como forma legítima de publicación y —quién sabe— que en un futuro puedan incluso indexarse y convertirse en una suerte de oasis para quienes buscan divulgar y socializar sus proyectos por vías alternativas.

A esto se suma que, dado que las universidades cuentan con presupuestos de investigación limitados, el fanzine se presenta como una forma práctica, asequible y materialmente atractiva para producir resultados divulgables sin incurrir en grandes costos. Su condición de objeto impreso —su textura, su manufactura, su carácter manual o semimanual— lo convierte en un producto altamente valorado, capaz de generar un vínculo sensible con el lector, quizá más efectivo que una revista académica cuyos artículos solo interesan a una minoría especializada.

Otro punto que emerge es el creciente interés de instituciones como la Biblioteca Nacional, el Banco de la República y otros repositorios estatales por recopilar, catalogar y archivar fanzines. Y, sin embargo, en medio de esta legitimación, siento que el fanzine nunca ha buscado —ni debería buscar— ser estabilizado, narrado o fijado desde una lógica institucional. Todo lo contrario: el fanzine rehúsa ser petrificado, enmarcado o mostrado como un cadáver en exhibición. Al fanzine solo le interesa algo esencial: ser compartido, circular, construirse desde la intuición y seguir siendo ese laboratorio de ideas en constante ebullición que lo ha mantenido vivo durante décadas.

La cuarta pregunta nos llevó a examinar lo que podría denominarse un giro epistemológico en los procesos de divulgación científica y de creación de obra cuando se utiliza el fanzine como forma de publicación. Como mencioné previamente, los fanzines son objetos resbalosos: mutan de manera permanente y, en los últimos años, lo hacen de forma acelerada. A comienzos de la primera década del siglo XXI, la eclosión de publicaciones independientes llevó a estudiantes y profesionales en artes, diseño y áreas afines a ver en el fanzine una vía de publicación y, al mismo tiempo, una forma de construir hoja de vida a través de las múltiples ferias que surgieron para su circulación.

Fanzines de dibujo, poesía, cuento, fotografía, historia y otros campos de las ciencias humanas encontraron lugar entre las páginas de papel de pulpa —de gramajes superiores a noventa gramos— y las tintas de fotocopia, litografía o risografía. En ese contexto, la epistemología del fanzine puede entenderse como una epistemología situada, menor y procesual, construida desde los márgenes y no desde los centros de validación del conocimiento. Su fuerza no reside en la búsqueda de una verdad universal, sino en la producción de saberes locales, tácticos y encarnados, que emergen de experiencias, urgencias y pulsiones específicas.

El fanzine se origina en el hacer: en el gesto manual, la experimentación y el error. Su conocimiento no se formula en abstracto: surge mientras se produce. Se trata de una epistemología cercana al bricolaje, a la maker culture, a la deriva, donde el pensamiento se encarna en la acción. Su saber no es hegemónico: es subalterno y contracultural, nacido del deseo de decir aquello que el sistema editorial, institucional o mediático no quiere —o no sabe— escuchar.

No es una epistemología estable ni definitiva: es mutable, transitoria y dinámica. Se construye en el momento de su producción y se resignifica en cada lectura y relectura. El fanzine, en última instancia, encarna una epistemología de la liberación del saber: producir conocimiento sin pedir permiso, sin esperar validación y sin renunciar ni al error ni a la intuición.

En última instancia, pensar el fanzine como una epistemología implica reconocer que allí se articula una política del conocimiento que privilegia la autonomía, el gesto y la comunidad. El fanzine no busca ser canonizado ni momificado en vitrinas institucionales: su vitalidad depende de circular, de contaminarse, de fallar y volver a empezar. Su gran aporte a la academia no es ofrecer un nuevo formato de publicación, sino recordarle que el conocimiento también puede ser un acto de libertad: producir saber sin pedir permiso, sin garantías de permanencia, sin renunciar a la intuición ni al riesgo. El fanzine, en esa medida, no solo publica: desacomoda, desobedece y reabre el horizonte de lo que entendemos por crear y conocer.

martes, 25 de noviembre de 2025

Reseña de Die, My Love: entre el hervor de la mente y el incendio del paisaje

 

La adaptación cinematográfica de Die, My Love logra algo que pocas películas basadas en textos literarios alcanzan: trasladar a la imagen no solo los hechos, sino el pulso interno, la fiebre y el desgarro de la voz narrativa creada por Ariana Harwicz. La directora Lynne Ramsay—fiel al espíritu salvaje y fragmentario de la novela— construye un retrato descarnado de la depresión posparto, pero evita los lugares comunes del drama psicológico para explorar un territorio más incómodo: la violencia tenue de la vida doméstica, la opresión que ejercen los espacios rurales y la erosión emocional que produce un matrimonio que ya no sostiene a nadie.

La protagonista vive atrapada en una casa que encarna, con una precisión casi simbólica, la lógica de su encierro mental. Al inicio, el hogar se percibe como un espacio abandonado, tosco, casi ruinoso: puertas que crujen, habitaciones heladas, objetos acumulados que parecen restos de otra vida. Poco a poco, la puesta en escena lo transforma en un lugar tensionantemente acogedor, un refugio que solo ofrece confort a través del sofoco. La casa respira con ella, y la oprime como ella se oprime a sí misma; no es un entorno neutral, sino un organismo emocional que absorbe sus impulsos, sus silencios y su progresiva desestabilización.

En esa geografía agreste, rural, de un Estados Unidos que parece anclado en viejos valores, se revela la fractura con su esposo: un hombre cada vez más distante, aferrado a rutinas y creencias que funcionan como un dique defensivo ante el caos interior de su pareja. Él encarna la estabilidad normativa y ella la fractura —y entre ambos se abre un abismo que nunca llega a cerrarse.

El bloqueo creativo de la protagonista es uno de los ejes más sutiles y potentes de la película. La incapacidad de escribir no es solo un síntoma: es la pérdida del último espacio donde podía ejercer control y agencia. A medida que su cuerpo, su maternidad y su rutina parecen volverse ajenos, la escritura, que alguna vez fue refugio, se vuelve un desierto. La directora hace visible ese vacío sin melodrama, a través de planos fijos, silencios largos y una distancia que amplifica la sensación de fracaso íntimo.

La irrupción del hombre de la motocicleta funciona como una fractura fulgurante en esa cotidianeidad opresiva. Él no es exactamente un personaje, sino una manifestación del deseo reprimido, un catalizador del instinto erótico que ella creía muerto. La directora trabaja su presencia casi como un fantasma del deseo: aparece entre el humo, entre la noche y el ruido del motor, como si fuera la materialización de todo aquello que la protagonista no puede decir ni hacer. Su aparición no resuelve nada —al contrario, intensifica el conflicto, porque reabre una zona del cuerpo que había quedado clausurada por el mandato maternal.

A nivel simbólico, la película amplifica imágenes ya presentes en la novela de Harwicz: el bosque en llamas, la noche como territorio de desborde, el amanecer como momento de falsa claridad. El incendio funciona como metáfora de la combustión interna: una fuerza que arrasa sin dirección y cuya devastación es tan hermosa como destructiva. La noche, por su parte, es el ámbito del deseo y del miedo, mientras que el amanecer deja ver los restos del arrebato, los silencios que deberán recomponerse para seguir sobreviviendo. La directora toma esos símbolos y los vuelve atmósfera: no son alegorías explícitas, sino la textura emocional que recorre la película.

En diálogo con la escritura incendiaria de Harwicz —que siempre se mueve entre la lucidez feroz y la deriva emocional—, la película construye un retrato incómodo de la maternidad: lejos de la idealización, cerca de la pulsión. Aquí ser madre no es un rol sino una jaula; amar es una forma de violencia, y desear es un riesgo que amenaza con derrumbarlo todo.

Die, My Love no ofrece respuestas ni consuelos. Es un descenso a una mente que arde, a un paisaje que quema, a un cuerpo que todavía quiere vivir. Y en ese territorio turbulento, la directora consigue mantener vivo el espíritu de la novela: una experiencia sensorial y emocional que atraviesa sacude y deja brasas encendidas mucho después de que la pantalla se vuelva negra.

 

sábado, 22 de noviembre de 2025

El show no ha terminado: The Running Man en su nueva era

En la novela original, publicada por Stephen King bajo el seudónimo de Richard Bachman, The Running Man planteaba un futuro donde los medios ya no solo informaban: fabricaban realidad. La nueva adaptación de Edgar Wright retoma esa intuición, pero la desplaza a un terreno contemporáneo en el que la lucha por la verdad no ocurre entre instituciones, sino entre relatos en competencia.

Por eso resulta tan significativa la aparición de El Apóstol, un influencer que expone las mentiras de la corporación Network mientras convierte su propia indignación en contenido viral. Su figura encarna un fenómeno actual: incluso la resistencia adopta los códigos del espectáculo, la edición frenética, el gesto performativo, la marca personal.

En paralelo, Wright introduce un contrapunto analógico: el fanzine clandestino The Truth, editado por Bradley Throckmorton. Contrario al frenesí digital, The Truth recupera la tradición de los panfletos revolucionarios y de los medios alternativos impresos que buscaban abrir grietas en sistemas de control aparentemente herméticos. Uno opera en el caos del algoritmo; el otro en la intimidad subterránea del papel.

Ambos, sin embargo, convergen en un punto esencial: convertir a Ben Richards en símbolo, en detonante narrativo y político, no solo de una rebelión física sino de una batalla por quién define la realidad.

El corazón del relato sigue siendo Ben Richards, aunque su interpretación varíe entre versiones. En la novela de Bachman, Richards es un hombre exhausto por la pobreza, expulsado laboralmente tras una huelga, con una hija enferma y sin ninguna vía de supervivencia. Su participación en The Running Man no nace del heroísmo, sino de la desesperación absoluta.

Bachman escribía desde un lugar oscuro, casi nihilista: su Richards era más frágil que combativo, más humano que mítico. Era, en cierto modo, la representación del ciudadano aplastado por un sistema que transforma la miseria en espectáculo vendible.

La adaptación de Paul Michael Glaser en 1987 convirtió esa miseria en un espectáculo vibrante. Arnold Schwarzenegger reemplazó al Richards famélico de la novela con un cuerpo y una presencia más propios del cine de acción que de la distopía proletaria; además, era uno de los grandes arquetipos del género en la época, junto a Stallone y Van Damme.

Ese gesto transformó The Running Man en un artefacto pop profundamente ochentero: colores saturados, violencia coreografiada, villanos que parecían estrellas de TV y una crítica social digerida como entretenimiento. Aunque menos fiel a la crudeza bachmaniana, la película capturó con precisión el espíritu mediático de su tiempo: si la televisión ya era un circo, ¿por qué la distopía no habría de serlo también?

La versión actual de Edgar Wright hace algo distinto: mezcla elementos de la novela con una reflexión sobre cómo las plataformas han amplificado la lógica del show hasta absorber la vida cotidiana. Wright entiende que la violencia como entretenimiento ya no es excepcional; es parte del ecosistema digital. Bajo esa premisa, The Running Man se actualiza no mediante efectos especiales, sino mediante la integración del lenguaje del presente: notificaciones, transmisiones en vivo, reacciones instantáneas y la presencia constante de múltiples versiones del mismo relato.

Aunque Glenn Powell no encarna físicamente al Richards demacrado de la novela —ni pretende hacerlo—, su interpretación funciona sorprendentemente bien. Powell proyecta una vulnerabilidad sutil, atravesada por rabia y humor negro, que lo acerca al espíritu bachmaniano.

No es un héroe musculoso al estilo Schwarzenegger, sino alguien atrapado en una maquinaria que solo puede destruirlo o convertirlo en mercancía. Su Richards no es un símbolo por elección, sino por saturación: el sistema lo vuelve visible para controlarlo, pero la resistencia lo vuelve visible para liberarse.

En conjunto, la novela de Bachman, la película de Glaser y la versión de Wright trazan una línea histórica sobre cómo cada época entiende la relación entre violencia, verdad y espectáculo:

  • Bachman denuncia la precariedad como show.

  • Glaser la convierte en entretenimiento pop y autoconsciente.

  • Wright la actualiza a una era donde la verdad se negocia en tiempo real entre influencers, corporaciones y medios alternativos.

El resultado es una obra que, a través de sus múltiples vidas, repite un mensaje inquietante: no hay espectáculo inocente. Y en un mundo donde hasta la resistencia se monetiza, The Running Man sigue siendo menos una distopía del futuro que un espejo del presente.

domingo, 16 de noviembre de 2025

El susurro austral del horror: Juan Marino y el eterno Doctor Mortis

 “El extraño arregló el ala de su sombrero y levantó las solapas de su abrigo. A mejor resguardo del frío, avanzó por las calles empedradas, esquivando charcos en los que se reflejaba la luz amarillenta de los faroles, manchas difusas que parpadeaban entre la bruma y la llovizna.

El aire cargado de humedad subía desde la bahía hacia las colinas y se colaba con fuerza por las callejuelas estrechas de la ciudad. Allí, donde el continente llegaba a su fin, desmembrado por la fuerza del mar austral, Punta Arenas se erigía como la última frontera de la civilización, pero también como un refugio para los que huían de algo o de alguien. El comercio del Estrecho le había otorgado ese aspecto cosmopolita, con un fuerte carácter europeo, inglés y croata en partes iguales, pero el final de la Segunda Guerra Mundial había traído consigo oleadas de extranjeros taciturnos, siluetas silenciosas buscando un lugar donde empezar de cero sin que nadie supiese de sus pasados. Húngaros, alemanes, italianos. Exiliados, desertores, mercenarios. Hombres de gesto áspero y acentos amartillados, con pasados enterrados en trincheras de nieve y escombros.”


Manuel Ferrada, Mortis: último testamento (Suma de Letras, 2025)

Punta Arenas, 1945.
Un joven operario de radio del ejército atraviesa una noche tormentosa girando el dial, buscando apenas un poco de compañía en la estática. De pronto, la señal de la BBC irrumpe en la oscuridad: es el radioteatro narrado por Boris Karloff, célebre por encarnar a Frankenstein y a la momia. Esa noche lee a Edgar Allan Poe con una voz espectral y profunda, como si descendiera de un umbral antiguo. Para aquel muchacho, la transmisión fue una revelación: sintió, quizás por primera vez, la pulsión de la muerte vibrando en el éter.

Ese joven se llamaba Juan Marino. Al terminar el servicio militar comenzó a gestar una idea que lo perseguiría durante años: crear un personaje inmortal y aterrador, una presencia que encarnara la sombra siempre al acecho. Así nació el Siniestro Doctor Mortis, cuya macabra risa se convertiría en anuncio inequívoco del mal reptante que aguarda detrás de cada escucha.

El impacto de aquella revelación nocturna —la voz de Karloff flotando sobre la tormenta, leyendo a Poe desde un continente lejano— no tardó en materializarse. A fines de 1945, en una modesta radioemisora de Punta Arenas, comenzó a tomar forma el universo del Doctor Mortis. Las primeras emisiones salieron al aire por Radio Ejército de Chile y, casi en simultáneo, por Radio Polar en Argentina, inaugurando un fenómeno que terminaría convertido en emblema del radioteatro chileno.

El proyecto inicial de Marino era tan ambicioso como artesanal: un libreto mensual, capítulos de una hora, cinco veces por semana. Ese ritmo frenético no lo abandonaría jamás. Con los años llegaría a escribir más de 13.000 guiones, muchos inéditos, plagados de guiños a Lovecraft, Poe y otros arquitectos del horror. No trabajaba solo: el elenco original incluía a los hermanos Adolfo y Enrique Wegman, Vicente Miranda, María Bukovic, Eduvina Korn y Eva Martinic, esposa de Marino, quien además colaboraba en algunos libretos.

Con el tiempo, el espectro de Mortis comenzó a desplazarse por el dial chileno como un fantasma itinerante. Radio Portales sería clave, pero no la única: Minería, Cooperativa, Agricultura, Yungay, Nacional, Pacífico y España lo acogieron durante décadas. Su introducción se volvió inolvidable: la obertura ominosa de “Una noche en el Monte Calvo” de Músorgski seguida por la carcajada hueca de Marino, casi física, que anunciaba el inicio de una nueva pesadilla sonora.

En 1954, Marino se trasladó a Santiago e inició una segunda época de Mortis en Radio Nacional. Para entonces, el fenómeno ya había atravesado fronteras: en 1970 varias emisoras bolivianas comenzaron a transmitirlo, ampliando su influencia más allá del extremo austral donde nació.

Parte de la muestra "El Siniestro Dr. Mortis”
 en la Biblioteca Nacional.
Foto: Biblioteca Nacional
 Una parte esencial de su magnetismo proviene de su naturaleza indeterminada. Juan Marino nunca definió del todo qué era Mortis; apenas insinuó que era la muerte. Con el tiempo, el mito absorbió múltiples lecturas: demonio primordial, vampiro ancestral, científico trastornado, criminal internacional, experimento alquímico o entidad extramundana. Esa indefinición —tan cercana a Poe y Lovecraft— es quizá la clave de su persistencia.

En el radioteatro, Marino lo encarnó con una voz grave, pausada, coronada por una carcajada diabólica que marcó a generaciones. En el cómic, Mortis adquirió otra piel: la de un hombre elegante, bigote fino, barbilla puntiaguda y dos mechones que sugerían discretos cuernos. Su forma nunca era estable: podía poseer cuerpos, mutar, volverse gas verdoso. Sus alias —Tiss Morgan, Stroim, Ross-Mithor, Mohr Silentis— reforzaban su cualidad de espectro en fuga.

Su objetivo, sin embargo, permanecía inmutable: someter a la humanidad, dominar cuerpos y mentes, erigir un ejército de zombis —sus “hijos”— y contaminar el mundo desde laboratorios imposibles. Era invulnerable a las armas humanas, atravesaba épocas y geografías y su presencia manchaba objetos y lugares como una infección. Aun así, no era omnipotente: símbolos cristianos podían detenerlo, y en varias historias fue enfrentado por sacerdotes, científicos y gobiernos. En una de las tramas más delirantes del cómic, las superpotencias lo exilian al espacio profundo… y el mundo descubre que su ausencia es más perturbadora que su presencia.

Ese carácter inextinguible explica por qué el mito sobrevivió hasta el siglo XXI. En 2011, la novela gráfica Mortis: El Eterno Retorno lo reactivó en clave contemporánea. El webcómic In absentia Mortis (2007–2010) amplió aún más el universo, demostrando que el personaje seguía siendo fértil para nuevas lecturas.

A casi ochenta años de su nacimiento, Miguel Ferrada asumió la tarea de rescatar y reactivar al personaje. Su proyecto comenzó como una exposición en la Sala Premios Nobel de la Biblioteca Nacional, donde paneles con viñetas, ilustraciones y textos convivían con historietas originales y grabaciones del radioteatro. Era como si la risa de Mortis hubiera vuelto a filtrarse por los pasillos de la institución que ahora lo legitima.

Ferrada lo explica desde una dimensión afectiva: el archivo que hoy exhibe fue el mismo que buscó cuando adolescente en ferias persa, rastreando restos del horror chileno. La exposición no solo homenajea a Mortis: reivindica la cultura popular como memoria del país.

La muestra evidencia cómo Mortis ha atravesado décadas y estéticas —radio, historieta clásica, novela gráfica— sin perder su esencia. La directora de la Biblioteca Nacional, Soledad Abarca, lo sintetiza: “El Dr. Mortis ha sobrevivido por 80 años y sigue evolucionando como pieza icónica de la cultura popular”.

Junto a esta exposición, Ferrada publica Mortis. Último testamento (Suma), la primera novela del personaje en toda su historia. En ella imagina su retorno en un registro híbrido —thriller, suspenso, ciencia ficción— que desplaza al villano desde los sótanos góticos hacia las ansiedades del presente: un mundo saturado por pantallas, algoritmos y desinformación. “¿Cómo se manifestaría Mortis hoy?”, se pregunta el autor. La novela es una doble operación: homenaje fiel y actualización radical.

Ferrada concibe el libro como una puerta de entrada para nuevos lectores. No exige conocimientos previos; al contrario, permite que el mito vuelva a empezar. “Si alguien lee Último testamento y termina buscando los radioteatros antiguos, siento que el círculo se cierra”, comenta.

Y entonces surge la pregunta inevitable: ¿cómo dialoga el Doctor Mortis con el terror contemporáneo?
Para Ferrada, la vigencia del personaje se inserta en un renovado interés por el terror clásico. “Este año, sin ir más lejos, tenemos el Nosferatu de Eggers y el Frankenstein de Del Toro”, dice. Este retorno no es un revival nostálgico, sino la reactivación de una sensibilidad que el gótico cultiva desde hace siglos: esa mezcla de placer y miedo que roza lo sublime, lo prohibido, la belleza de la decadencia.

Mortis encarna ese territorio liminal donde la conciencia se fragmenta ante lo inconmensurable. Allí radica su fuerza. Frente a esa hondura emocional, concluye Ferrada, “los excesos del gore y los jump scares son solo provocaciones adolescentes pasajeras”. Mortis, en cambio, pertenece a una tradición del horror que no depende del sobresalto, sino de la persistencia inquietante, de la duda que se instala, del eco que permanece mucho después de la historia.

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