domingo, 28 de septiembre de 2025

La carcajada divina de un algoritmo: una reseña de La Señora Davis

 

¿Qué tienen en común una monja, un algoritmo complaciente y el Santo Grial? A primera vista, nada. Pero en La Señora Davis la lógica cotidiana se suspende y el azar —esa fuerza imprevisible que desordena la vida— se convierte en motor narrativo. La historia arranca con un guiño delirante: el doctor Arthur Schödinger y su gato Apolo ultiman los detalles de un cohete pirotécnico con el que esperan atraer un barco para ser rescatados. Tras el milagroso estallido de luces en el cielo, un carguero aparece. Y lo más insólito todavía está por venir, pues la capitana no habla por sí misma sino a través de un auricular conectado a “La Señora Davis”, una inteligencia artificial que asegura poder complacer cualquier deseo humano.

La serie, creada por Tara Hernandez y Damon Lindelof, se despliega como una sátira que oscila entre la fábula medieval y el thriller tecnológico. Su protagonista, la monja Simone, se enfrenta a la IA con un objetivo aparentemente imposible: destruirla. Pero lo que podría haber sido un relato solemne sobre la amenaza de los algoritmos se convierte en una comedia irreverente, llena de escenas que parecen sacadas de un sketch de Monty Python: caballeros ridículos buscando el Santo Grial, conspiraciones que rozan lo grotesco y diálogos que desarman cualquier intento de tomar demasiado en serio la épica de la fe y la tecnología.

El humor absurdo funciona como un espejo crítico: ¿no son nuestras relaciones con las aplicaciones y asistentes virtuales tan absurdas como hablar con una voz invisible que promete satisfacción inmediata? La Señora Davis se ríe de nuestras certezas y de la promesa de un algoritmo que todo lo sabe, mostrando que el verdadero misterio sigue siendo humano.

La serie, más que ofrecer respuestas, insiste en la incomodidad de las preguntas: ¿qué significa creer en algo o en alguien? ¿Qué tan libres somos cuando todo está mediado por una entidad que “nos conoce mejor que nosotros mismos”? Y al mismo tiempo, recuerda que el absurdo, el juego y la ironía son armas poderosas contra cualquier dogma, sea religioso o tecnológico.

En última instancia, La Señora Davis no es solo una serie: es un conjuro que mezcla misticismo medieval y paranoia digital, un delirio que se ríe de lo sagrado y lo profano con el mismo desparpajo. Como un sketch de Monty Python perdido en un servidor celestial, nos recuerda que lo absurdo sigue siendo la mejor herramienta para hablar de lo real.

Y así, cuando la pantalla se apaga, lo que queda no es la voz complaciente del algoritmo ni la solemnidad de los caballeros del Grial, sino la carcajada de fondo: esa risa espectral que atraviesa el tiempo y nos susurra que la fe y la tecnología son apenas dos caras de la misma farsa cósmica. La Señora Davis ha cumplido su promesa: complacernos hasta el desconcierto, llevarnos de la mano hasta el borde del sinsentido, y dejarnos allí, con una sonrisa nerviosa, como si acabáramos de sobrevivir a un milagro que nunca debió suceder.

sábado, 27 de septiembre de 2025

Si estás leyendo esto: literatura como investigación

 

En su reciente obra, Si estás leyendo esto (Fondo de Cultura Económica, 2025), Kike Ferrari reafirma su posición como una de las voces más dinámicas y versátiles de la narrativa contemporánea en Argentina. Famoso por sus historias que abordan el crimen y la violencia social, en esta ocasión se aventura en un enfoque diferente: crea un artefacto literario que fusiona el género policial, la fantasía, el western y hasta el ensayo tácito, rindiendo un homenaje sutil a Borges y a la rica tradición literaria argentina.

La historia comienza con un misterio cautivador: en los sótanos de la Biblioteca Nacional, dos personajes se embarcan en la búsqueda de un objeto legendario, un revólver que supuestamente Borges pensó en usar para suicidarse en los años 30. A partir de este punto inicial, la novela se transforma en una travesía repleta de pistas, manuscritos, notas al margen y alusiones que varían desde el policial clásico hasta la narrativa más experimental.

Uno de los aspectos más destacados de este libro es su estructura híbrida. Ferrari se muestra audaz al mezclar diferentes registros y estilos, haciendo que la lectura transite entre géneros como si visitara distintas paradas en un recorrido. El género policial inyecta una atmósfera de tensión en la investigación, el western introduce un sentido de confrontación y de frontera, el horror se insinúa en los recovecos de la indagación, y lo fantástico irrumpe en destellos que desestabilizan cualquier intento de certeza. Todo esto se sostiene gracias a una prosa dinámica, que en ocasiones es irónica y siempre alerta a la musicalidad del idioma.

Sin embargo, lo que realmente hace que Si estás leyendo esto sea una experiencia única es su meditación sobre el acto de leer. Cada descubrimiento y cada pista que siguen los protagonistas sirve como una metáfora de la relación que existe entre los lectores y los textos: la literatura se presenta como un espacio de exploración, un territorio de aventuras y un lugar donde lo real y lo imaginario se entrelazan. De este modo, la novela se convierte también en un ensayo disfrazado de ficción, que invita a una lectura activa, al extravío y al reencuentro dentro de las capas del relato.

A pesar de su ambición, esta propuesta no está exenta de desafíos. Los lectores que no estén familiarizados con el canon de la literatura argentina podrían encontrar algunas referencias demasiado enigmáticas, y en ciertos momentos la narración se permite digresiones que pueden frenar la tensión de la trama. No obstante, incluso estos desvíos refuerzan la idea de que esta obra no es un texto para consumir de manera apresurada, sino una invitación que requiere paciencia, curiosidad y complicidad.

En lo personal, lo que más me impresionó fue la sensación de que el libro actúa como un mapa de caminos ocultos: cada capítulo abre una nueva entrada hacia otras tradiciones, otros géneros y otras formas de concebir la literatura. Se trata de algo más que resolver un enigma; es una invitación a vivir la lectura como una búsqueda interminable.

En resumen, si estás leyendo este texto, te encuentras ante una obra ambiciosa, lúdica y retadora. Ferrari logra que un objeto tan común como un revólver en una biblioteca se transforme en el desencadenante de una historia que examina a sus personajes y a nosotros, los lectores. De hecho, como indica el título, la novela nos cuestiona: al llegar a estas páginas, ya hemos caído en su trampa.

 Recomendado para: aquellos que disfrutan de novelas que mezclan géneros, aficionados a Borges, y todos quienes busquen una experiencia literaria que combine tanto el entretenimiento como la reflexión.


viernes, 26 de septiembre de 2025

Reseña de El refugio atómico (Netflix, 2025)

 


1. El mundo se fue de culo pal estanco

El mundo se fue de culo pal estanco. Esto produce una amenaza latente (nuclear de paso) que lleva a un grupo de personas muy adineradas —pudientes en el argot popular— a refugiarse en un búnker de lujo construido por la empresa Kimera, llamado Kimera Underground Park. ¿Cuántas veces se habla de búnkers y de fin del mundo? ¿Por qué volver a este escenario? ¿Se puede contar algo distinto? La respuesta es sí, sobre todo si el drama se alimenta de una venganza contra los privilegiados.

2. Drama bajo tierra

Álex Pina y Esther Martínez Lobato —los cerebros detrás de La casa de papel— vuelven con otro encierro, pero esta vez el atraco no es a un banco, sino a la idea misma de la supervivencia. Ocho episodios donde un grupo de multimillonarios se recluye en un refugio que parece un resort subterráneo: spas, vinos de colección, suites de diseño… y un aire enrarecido que ni los filtros de última generación logran purificar.

El gancho es claro: ver a los poderosos pudrirse en su propio lujo mientras sus secretos, odios y traiciones les muerden el cuello. El apocalipsis externo importa menos que la implosión interna. En este sentido, El refugio atómico acierta en mostrar que los búnkers no son fortalezas de seguridad sino cajas de resonancia de la miseria humana.

Eso sí, el viaje tiene baches: personajes que rozan el cliché, monólogos que quieren sonar filosóficos pero pesan como plomo, y un ritmo que a ratos se ahoga en su propio melodrama. Aun así, hay momentos donde la tensión se afila y la serie recuerda al espectador que la verdadera bomba está adentro.

3. ¿Quién merece sobrevivir?

La serie no es la primera en usar el búnker como metáfora, pero consigue darle una vuelta mordaz: aquí no se trata solo de salvar la especie, sino de desnudar a quienes siempre creen estar a salvo. La pregunta que flota es sencilla y brutal: ¿merecen sobrevivir los privilegiados?

El refugio atómico funciona entonces como un espejo incómodo de nuestro presente. En una época donde la catástrofe climática y la desigualdad marcan el pulso, la fantasía de esconderse bajo tierra no es solo ciencia ficción: es un proyecto real de las élites. La serie, con sus excesos y todo, convierte esa fantasía en un drama vengativo donde el lujo se convierte en castigo y el encierro en ajuste de cuentas.

martes, 23 de septiembre de 2025

La marcha interminable: cuerpo, poder y espectáculo en la distopía

 

La adaptación cinematográfica de La Larga Marcha, dirigida por Francis Lawrence, trae a la pantalla una de las novelas más perturbadoras escritas por Stephen King bajo el seudónimo de Richard Bachman. La premisa sigue siendo brutal en su sencillez: cien jóvenes compiten en una caminata sin fin, en la que detenerse o bajar el ritmo equivale a una sentencia de muerte. El vencedor obtendrá “cualquier cosa que desee”, pero el precio es la vida de todos los demás.

El film abre con la figura de Raymond Garraty, acompañado por su madre Ginnie, quien suplica que abandone antes de la partida. La negativa del protagonista y la presentación de sus compañeros —entre ellos Peter McVries— marcan el tono de una narración donde la amistad y la camaradería son tan efímeras como la propia esperanza.

Francis Lawrence no rehúye la deuda estética que su obra tiene con las distopías juveniles de la última década. De hecho, Los Juegos del Hambre y Maze Runner beben directamente de la imaginación de King: adolescentes enfrentados a un poder totalitario, un espectáculo de masas y la muerte convertida en entretenimiento. La película cierra así un círculo: la fuente inspiradora regresa ahora en un lenguaje audiovisual que dialoga con sus herederas.

Uno de los giros más potentes de la adaptación está en el destino de los personajes: contra el cliché del cine mainstream, no muere el competidor afroamericano sino un joven blanco que parecía tener todas las condiciones para resistir hasta el final. Este cambio subvierte la expectativa de la audiencia y apunta a un gesto político que intenta corregir los tropos raciales habituales en el género.

El clímax llega con el último deseo de Garraty: la muerte del propio Comandante. Lo que en la novela permanecía como una figura inaccesible, casi mítica, aquí se materializa en un desenlace cargado de simbolismo: el poder absoluto no es invencible y la marcha solo se detiene cuando el verdugo se convierte en víctima.

En definitiva, La Larga Marcha no es solo una distopía adolescente más, sino un retrato demoledor sobre el control social, la espectacularización de la violencia y la fragilidad del cuerpo frente a un sistema que exige sacrificios en nombre de la patria. La mirada de Lawrence consigue actualizar el material de King, devolviendo vigencia a una historia que, lejos de envejecer, resuena con la misma crudeza en un presente obsesionado con el espectáculo y la competencia sin límites.

 En conclusión, La Larga Marcha ofrece una lectura profundamente contemporánea de la distopía al situar la violencia como espectáculo y la obediencia como forma de control político. En tiempos en los que el reality show y la competencia extrema se confunden con entretenimiento, la obra de King —y su relectura por Lawrence— nos recuerda que la línea entre ficción y realidad es cada vez más delgada. La marcha no es solo un ritual de sacrificio juvenil, sino también una metáfora del desgaste social bajo sistemas que convierten la vida en mercancía y la resistencia en espectáculo.

martes, 16 de septiembre de 2025

El mito como destino: Robert Eggers y la furia de Amleth

 

Amleth, un niño de las frías tierras escandinavas aguarda con ilusión el regreso de su padre, el rey Aurvandill “Cuervo de Guerra”. Su madre, la reina Gudrún, también espera reunir de nuevo a la familia, mientras el reino se prepara para una ceremonia que celebrará al joven príncipe como heredero del trono. En medio de cantos, bailes y copas de hidromiel, el bufón de la corte, Heimir, anuncia a Amleth que su destino está sellado y que jamás podrá escapar de él. Sus palabras se clavan en la mente del muchacho como una profecía oscura.

Al amanecer, la traición irrumpe: el tío bastardo, Fjölnir, asesina a Aurvandill, saquea la aldea y se lleva consigo a la reina. Amleth logra escapar en un barco, repitiendo una y otra vez un juramento que se convertirá en mantra: “Te vengaré, padre; te rescataré, madre”. Con un fundido a negro, los años pasan hasta mostrarnos a un Amleth adulto, endurecido por la guerra y dispuesto a cumplir su venganza. Pero su destino guardará un giro inesperado que lo empujará hacia las puertas de Hel y, finalmente, al Valhalla en brazos de una valquiria.

Lo anterior corresponde a la premisa de El Hombre del Norte (The Northman, 2022), dirigida por Robert Eggers y coescrita junto al poeta islandés Sigurjón Birgir Sigurðsson, conocido como Sjón. La historia se inspira en la leyenda de Amleth recogida por el historiador danés Saxo Grammaticus, pero Eggers también nutre el guion de un vasto corpus literario nórdico: la Edda poética, la Edda prosaica, la Saga de Egil, la Saga de Grettir, la Saga de Eyrbyggja y la Saga de Hrolfr Kraki. Para asegurar rigor en la representación histórica, contó con la asesoría del arqueólogo Neil Price (Universidad de Uppsala), el folclorista Terry Gunnell (Universidad de Islandia) y la historiadora Jóhanna Katrín Friðriksdóttir. Eggers, además, ha reconocido a Conan el Bárbaro (1982) como otra de las influencias clave en la concepción estética de la película.

La puesta en escena de Eggers encuentra en la fotografía de Jarin Blaschke un lenguaje que oscila entre lo sublime y lo brutal: planos generales que inscriben a los personajes en paisajes volcánicos y oceánicos casi pictóricos, y contrastes de fuego y sombra que convierten los interiores en espacios rituales. Este énfasis en lo ceremonial atraviesa toda la película, desde las iniciaciones chamánicas hasta los cantos guerreros, donde el cuerpo humano se vuelve vehículo de lo sagrado a través del sudor, el trance y la violencia. En esa lógica, El Hombre del Norte contrapone el paganismo nórdico —telúrico, sensorial, brutal— con la irrupción del cristianismo, presentado como una fe rígida y redentora, incapaz de igualar la potencia visceral de los antiguos dioses. Eggers no juzga, sino que sitúa ambas cosmovisiones en tensión para preguntarse cómo distintas formas de espiritualidad elaboran la violencia y la muerte. Todo ello se inserta en la tradición del folk horror, donde la naturaleza, los mitos y las comunidades cerradas generan atmósferas opresivas y alucinatorias. Así, la venganza de Amleth trasciende lo personal para convertirse en la actualización de un mito ancestral, con volcanes, mares y tormentas actuando como cómplices de un destino inevitable.

En contraste con La bruja (2015) y El faro (2019), donde Eggers construía atmósferas cerradas, claustrofóbicas y profundamente psicológicas, El hombre del norte despliega un relato de escala épica. Si en La bruja la tensión se centraba en la disolución de una familia puritana y en El faro en la lucha de poder entre dos hombres confinados por la tormenta, aquí la narrativa se abre hacia vastos paisajes y hacia una dimensión colectiva y mítica. Sin embargo, persisten las obsesiones del director: la presencia de rituales como motores del relato, el enfrentamiento entre distintas concepciones de lo sagrado y la ambigüedad entre lo real y lo visionario. Podría decirse que Eggers traslada la densidad atmosférica del folk horror a la épica histórica, logrando una película que, aunque más ambiciosa en escala y presupuesto, conserva la misma sensibilidad perturbadora y espectral que caracteriza a su cine.

El hombre del norte confirma a Robert Eggers como uno de los cineastas más singulares del panorama contemporáneo: un director capaz de conjugar la fidelidad histórica con lo mítico, el rigor antropológico con lo visionario. Frente al minimalismo atmosférico de La bruja y al delirio expresionista de El faro, esta tercera obra lo consolida en una escala épica sin perder su sello autoral. Más que una simple historia de venganza, la película se erige como una meditación sobre el destino, la violencia y las cosmologías que los enmarcan. Con su estética ritual, sus atmósferas densas y su tensión entre paganismo y cristianismo, Eggers logra un cine que incomoda y fascina a la vez, uniendo el folk horror con la gran tradición de la épica cinematográfica. En un tiempo en que muchas producciones históricas se limitan a la recreación superficial, El hombre del norte destaca por devolver al espectador la sensación de estar frente a un mito vivo, oscuro y desbordante.

viernes, 12 de septiembre de 2025

Ruinas, sonidos y futuro cancelado en la narrativa de Ramiro Sanchiz

 

Un escritor, una plataforma petrolífera abandonada y un zumbido persistente que parece habitar la estructura. Con estos elementos, el insigne narrador, editor y traductor uruguayo Ramiro Sanchiz construye Los Acontecimientos, una experiencia inquietante vivida por su protagonista habitual, Federico Stahl. En esta ocasión, Stahl aparece como autor de crónicas sobre lo extraño, invitado por una empresa a instalarse en una de sus plataformas en ruinas, rodeado por un océano interminable. Desde el segundo día de estadía lo acompañamos en la deriva: un hombre que se va desdibujando ontológicamente, acosado por un zumbido —el “mosquito”— que se convierte en verdadero protagonista. La lectura, inevitablemente ballardiana, recuerda al protagonista de La isla de cemento: alguien que establece un vínculo con el lugar y ya no sabe si el mundo ordinario lo querrá de regreso.

En este escenario de acero y óxido, Stahl emprende una introspección acompasada por el rumor metálico y por una reflexión sobre el sonido, la música y sus géneros, que contaminan el ambiente y modelan la experiencia. Sus registros —almacenados en antiguos computadores de pantalla negra y letras verdes— se convierten en un intento de decodificar el zumbido, de hallar patrones, como si en esa vibración hablara un organismo mayor. El proceso se asemeja a un descenso al corazón de las tinieblas, donde las notas del habitante previo, su antecesor en la plataforma, resuenan como guías para una expedición al vientre de una ballena etérea.

La narración se enriquece con digresiones: Jacques Cousteau, las series de los ochenta, el synthwave, el ambient, el doom metal y la “fatiga del futuro” de Mark Fisher, enlazada con el “No Future” punk de los setenta. Sanchiz levanta así una poética del desgaste: un relato donde lo espectral y lo tecnológico se contaminan, y donde la literatura se vuelve una máquina de registrar vibraciones, de traducir el ruido en pensamiento.

Leer Los Acontecimientos es dejarse arrastrar por ese zumbido, aceptar que a veces la extrañeza no necesita explicación, solo resonancia. A mí me dejó con la sensación de haber habitado, aunque fuese por unas horas, esa plataforma oxidada en medio del mar: un lugar donde lo humano se vuelve poroso, donde la memoria, la música y la ruina hablan más fuerte que las certezas. Es una novela que no se olvida porque no concluye, queda reverberando como ese mosquito incesante que, una vez escuchado, ya no se puede silenciar.

Los Acontecimientos puede encontrarse en librerías, una oportunidad para descubrir a uno de los escritores más singulares del Río de la Plata.

Ramiro Sanchiz nació en 1978, en Montevideo. Estudió literatura y filosofía, fue intermitentemente librero, guitarrista en bandas goth y metal, profesor particular y redactor/editor en diversas ong, y ahora se desempeña como crítico y traductor. Ha publicado, entre otras, las novelas Las imitaciones(2019), La expansión del universo (2018), Verde (2016) y El orden del mundo (2014, Primer Premio a las Letras del Ministerio de Educación y Cultura de Uruguay en 2016). Cuentos y ensayos suyos han aparecido en antologías como El tercer mundo después del sol Cíborgs, zombis y quimeras: la cibercultura y las cibervanguardias (2020), además de en diversas revistas y ediciones alternativas. Sus últimos libros publicados son la teoría-ficción Ejercicios de dactilografía y el ensayo Matrix acelerada (ambos de 2022). Como traductor se ha especializado en aceleracionismo y realismo especulativo, y ha traducido textos de Mark Fisher, Sadie Plant, Nick Land, Amy Ireland y David Roden, entre otros pensadores contemporáneos.

 

jueves, 11 de septiembre de 2025

The Wire: la radiografía de Baltimore y sus instituciones


Un hilo de sangre se desliza sobre el asfalto mientras la cámara se abre y gira para presentarnos al detective Jimmy McNulty, en medio del interrogatorio a un testigo. El escenario es el distrito sur de Baltimore: un territorio marcado por la criminalidad, el tráfico de drogas, la adicción y, sobre todo, la tensión constante entre la policía, el aparato legislativo y el difuso sentido del deber. Desde su primera escena, The Wire revela que no se trata de una serie policiaca más, sino de un retrato coral y crudo de una ciudad atrapada en sus propios laberintos.

La secuencia de apertura condensa el espíritu de la obra: cortinillas con aparatos de vigilancia, medidores de decibeles, tomas callejeras y, sobre todo, los cables —los “wires”— que entrelazan a sus protagonistas, miembros de la unidad de crímenes y drogas del Departamento de Policía de Baltimore. El título funciona como una metáfora doble: alude tanto a las escuchas telefónicas que posibilitan las investigaciones policiales como a la densa red de vigilancia, control y corrupción que atraviesa cada institución de la ciudad.

Origen y contexto

Lo que convierte a The Wire en un hito de la televisión es su objetivo: ofrecer un retrato realista y sin concesiones de la vida en Baltimore, enfocando la lente en el tráfico de drogas y en sus repercusiones sociales. Su creador, David Simon, no era un guionista tradicional, sino un periodista de investigación que durante más de una década había cubierto la crónica roja para The Baltimore Sun. De esa experiencia nacieron dos libros fundamentales: Homicide: A Year on the Killing Streets (1991), una inmersión en el trabajo de la unidad de homicidios de la ciudad, y The Corner: A Year in the Life of an Inner-City Neighborhood (1997), escrito junto con el ex detective Ed Burns, que retrata la vida cotidiana en una esquina dominada por el narcotráfico.

Ambas investigaciones constituyen el ADN de la serie. Simon decidió trasladar esas crónicas al formato televisivo con una ambición mayor: construir una narrativa épica sobre Baltimore que, en realidad, pudiera leerse como una alegoría del declive de las ciudades estadounidenses en la era postindustrial. No en vano Simon ha dicho que The Wire es una “novela para televisión”, en la que cada temporada funciona como un capítulo de un libro mayor.

El debate sobre el título

Incluso su nombre ha generado debate. En Latinoamérica se conoció como Los Vigilantes y en España como Bajo Escucha. Sin embargo, quizá la traducción más justa sería El Alambrado, porque condensa mejor la idea central: una vasta red de vigilancia en la que participan traficantes, policías, políticos, educadores y periodistas. El título original, The Wire, transmite además una sensación de tensión: un hilo que vibra, que conecta, que transmite información, y que puede cortarse en cualquier momento.


Una estructura coral

La serie se estrenó el 2 de junio de 2002 y concluyó el 9 de marzo de 2008, con sesenta episodios distribuidos en cinco temporadas. Cada una de ellas se centra en una institución distinta, pero todas mantienen como telón de fondo la economía de la droga:

  1. Temporada 1 (2002): se concentra en la lucha entre la policía y la organización de Avon Barksdale, un imperio de las esquinas regido por códigos propios.

  2. Temporada 2 (2003): desplaza el foco hacia los muelles y la crisis del trabajo portuario, conectando el tráfico de drogas con el contrabando y la globalización.

  3. Temporada 3 (2004): examina la política municipal, la reforma policial y experimentos radicales como la “zona libre de drogas” de Hamsterdam.

  4. Temporada 4 (2006): considerada por muchos la mejor, centra su atención en el sistema educativo y la forma en que la escuela reproduce las dinámicas de la calle.

  5. Temporada 5 (2008): cierra el círculo explorando el papel de la prensa, cuestionando cómo los medios narran —o distorsionan— la realidad de la ciudad.

Este diseño estructural convierte a la serie en una suerte de anatomía de Baltimore, donde cada órgano institucional está interconectado y enfermo de forma distinta, pero siempre afectado por las mismas patologías: corrupción, burocracia, cinismo y desigualdad.


Realismo y lenguaje

Uno de los grandes méritos de The Wire es su fidelidad al realismo. Los diálogos están cargados de jerga callejera y policial; los ritmos narrativos son lentos, como en la vida real; y los personajes no encajan en arquetipos maniqueos. El espectador asiste tanto a las luchas internas de la policía como a las tensiones entre los capos y sus soldados de esquina.

El trabajo con actores es también fundamental. Muchos intérpretes eran poco conocidos en ese momento, y varios provenían de Baltimore o tenían experiencia directa con la vida en los barrios que retrataban. Esta decisión refuerza la sensación de autenticidad. Además, la cámara evita el espectáculo: no hay persecuciones coreografiadas ni tiroteos espectaculares, sino largas conversaciones, vigilancias tediosas y una violencia súbita que aparece sin adornos.

Personajes complejos

Más que héroes y villanos, The Wire ofrece una galería de personajes atrapados en estructuras que los superan. McNulty es brillante pero autodestructivo; Bunk Moreland es leal pero cínico; Stringer Bell combina la brutalidad de la calle con la visión empresarial. Del lado de la juventud, personajes como Wallace, Michael o Dukie muestran cómo las nuevas generaciones quedan condenadas a repetir el ciclo de violencia y marginación.

Quizá uno de los personajes más emblemáticos es Omar Little, ladrón de ladrones que se convierte en leyenda urbana y en encarnación de un código moral alternativo. Omar demuestra que en el universo de The Wire no existen figuras puramente negativas o positivas: lo que importa es la lógica de supervivencia que cada uno desarrolla.

Crítica social y política

En el fondo, The Wire es menos una serie policiaca que un ensayo audiovisual sobre las instituciones modernas. Simon y Burns muestran cómo la guerra contra las drogas es una guerra perdida, pues las dinámicas del mercado ilegal se alimentan de la pobreza estructural y de la incapacidad política para ofrecer alternativas.

Cada temporada expone cómo las instituciones, en lugar de resolver problemas, perpetúan el statu quo. La policía busca estadísticas antes que justicia; los sindicatos portuarios luchan contra la desindustrialización; la política se preocupa por la imagen antes que por el bienestar; la educación reproduce la exclusión social; y la prensa se obsesiona con las historias fáciles en lugar de denunciar la corrupción sistémica. El resultado es un retrato devastador de una ciudad, pero también de un país.

Legado e influencia

Con el tiempo, The Wire ha sido reconocida como una de las mejores series de la historia de la televisión, aunque durante su emisión nunca tuvo altos índices de audiencia. Su influencia se percibe en posteriores dramas televisivos que adoptaron el modelo de realismo lento, narrativa coral y crítica institucional, desde Breaking Bad hasta True Detective.

Más allá del entretenimiento, la serie ha sido utilizada en universidades como material de estudio en sociología, criminología, ciencia política e incluso educación. Simon consiguió lo que pocos creadores logran: que una serie televisiva se convirtiera en objeto de reflexión académica y cultural.

Conclusión

The Wire no es solo una serie sobre policías y traficantes. Es un fresco social que revela cómo las instituciones modernas se ven atrapadas en dinámicas de poder, corrupción y fracaso colectivo. Baltimore es, en la pantalla, un microcosmos de las tensiones del capitalismo tardío, donde la lucha por la supervivencia anula cualquier horizonte de justicia.

Quien se adentre en sus cinco temporadas descubrirá que los hilos que vibran en The Wire no solo conectan a criminales y policías, sino también a políticos, maestros, periodistas y ciudadanos comunes. Es, en última instancia, una reflexión sobre cómo vivimos juntos en sociedades fracturadas, y sobre las redes invisibles que determinan nuestras vidas.

viernes, 29 de agosto de 2025

Buckaroo Banzai: el cóctel pulp que desentonó en 1984

 

Un equipo de científicos descubre cómo capturar entidades ectoplasmáticas y asegurar la tranquilidad de la Gran Manzana, sí, Nueva York. Un arqueólogo experimentado emprende una peligrosa aventura para devolver unas piedras sagradas —y a unos niños secuestrados— a un pueblo de la India. Una nave de la Federación Galáctica se enfrenta a una decisión límite en la búsqueda de su segundo al mando, el señor Spock, de la USS Enterprise. Y, finalmente: ¿un cirujano, guitarrista, físico y héroe de acción hace contacto con la octava dimensión cerca de New Jersey?

Parecen titulares de un periódico sensacionalista, pero en realidad son las sinopsis de varias películas estrenadas en 1984: Ghostbusters, Indiana Jones and the Temple of Doom y Star Trek III: The Search for Spock, todas éxitos relativos en taquilla. Entre ellas, sin embargo, hubo un título que no encontró su lugar: The Adventures of Buckaroo Banzai Across the 8th Dimension.

El año 1984 estaba marcado por las resonancias de la novela distópica de Orwell y por las tensiones de la Guerra Fría, con el “reloj del apocalipsis” marcando dos minutos para la medianoche. En ese clima de incertidumbre nuclear, Buckaroo Banzai apareció como una propuesta arriesgada: una parodia pulp de ciencia ficción, rock y cómic. Tomaba como guiño inicial el célebre fake de Orson Welles en su transmisión radial de La guerra de los mundos (1938), donde se anunciaba falsamente que los alienígenas habían descendido en New Jersey para iniciar la invasión.

El guion estuvo a cargo de Earl Mac Rauch, quien durante años escribió distintas versiones acumulando un vasto “archivo Banzai”: relatos, subtramas y universos expandidos que excedían con mucho lo que finalmente se filmó. Esa riqueza de materiales, más sugerida que mostrada, contribuyó a dar a la película su atmósfera de “universo ya en marcha”, capaz de desconcertar y fascinar al mismo tiempo. Rauch también escribió la novelización oficial, que amplía el trasfondo y confirma su estilo híbrido: pulp, ciencia ficción excéntrica y humor absurdo, siempre en diálogo con la cultura pop y científica de la época.

La dirección estuvo en manos de W. D. Richter, para quien sería su única experiencia como realizador. Aunque la película fue un fracaso comercial, su mezcla delirante de géneros ha sido reivindicada como visionaria. Richter, más conocido como guionista de Brubaker (1980), Invasion of the Body Snatchers (1978) y Big Trouble in Little China (1986), es considerado un cineasta de sensibilidad ecléctica, capaz de moverse del cine político al fantástico sin perder estilo propio.

El reparto reunió a actores que luego serían referentes del cine y la televisión: Peter Weller como Buckaroo Banzai, John Lithgow en una actuación desbordante como el doctor Lizardo, Ellen Barkin como la enigmática Penny Priddy, Jeff Goldblum, Clancy Brown y un joven Christopher Lloyd como John Bigboote, uno de los aliens en busca del Oscillation Overthruster.

¿De qué va Buckaroo Banzai? En una década dominada por la pirotecnia circense —acrobacias, explosiones, aliens y héroes de acción—, la película responde con un protagonista que es, literalmente, un hombre renacentista: neurocirujano, físico, piloto de pruebas, estrella de rock y héroe de cómic. En uno de sus experimentos con su jet-car modificado, equipado con el “Oscillation Overthruster”, Buckaroo atraviesa la octava dimensión. Lo que encuentra allí es una prisión interdimensional para los Red Lectroids del planeta 10, una raza alienígena cuyo escape, facilitado por el perturbado doctor Lizardo, amenaza con poner en peligro la Tierra. Con la ayuda de su equipo, los “Hong Kong Cavaliers”, Buckaroo deberá salvar el universo.

La película, con su mezcla improbable de ciencia ficción, aventura, comedia y estética pulp, no era una hamburguesa fácil de digerir como los blockbusters de la época. Era más bien un cóctel extraño, quizás destinado a espectadores tan heterodoxos como Erich von Däniken o los teóricos de los antiguos astronautas. Y, aunque fracasó en su momento, su originalidad y su narrativa extravagante la han convertido en un film de culto irreemplazable.

En medio del brillo industrial de 1984, Buckaroo Banzai fue la rareza que sobrevivió. Un mito excéntrico que, cuatro décadas después, sigue siendo referente para quienes buscan en el cine no certezas, sino universos imposibles abiertos de par en par.

domingo, 24 de agosto de 2025

X-Men: La Batalla del Átomo — Cincuenta años de mutantes en guerra consigo mismos

 


Uno de mis títulos favoritos de la Casa de las Ideas es X-Men. Creado en 1963 por la inigualable pluma de Jack Kirby y los argumentos de Stan Lee, el quinteto mutante formado por Bestia, Iceman, Cíclope, Jean Grey y el Profesor X reflejaba en sus viñetas los cambios sociales, psicológicos y políticos de la generación posnuclear: los hijos del átomo.

Antes de seguir, una anotación necesaria: mucho antes de los mutantes de Charles Xavier, DC Comics presentó a la Doom Patrol, integrada por Robotman, Elasti-Girl, el Hombre Negativo y el científico Niles Caulder, un extraño líder… en silla de ruedas. ¿Coincidencia? Difícil afirmarlo con certeza. Lo que sí es claro es que, en la eterna batalla entre editoriales, DC ha tenido grandes ideas pioneras, pero Marvel ha sabido convertirlas en fenómenos de masas. Al comparar, se ve que ambas compañías funcionan como espejos, aunque la narrativa de Marvel logró conectar mejor con las generaciones posteriores.

Para celebrar los cincuenta años de los mutantes, el entonces editor Axel Alonso, como parte de su iniciativa Marvel Now!, convocó al guionista Brian Michael Bendis, junto con Jason Aaron y Brian Wood, para concebir un evento que resumiera la evolución del quinteto original a lo largo de cinco décadas: La Batalla del Átomo.

Si existe un terreno pantanoso en la narrativa superheroica, ese es el de los viajes en el tiempo, por la dificultad de mantener la coherencia. Sin embargo, Bendis lo afrontó con audacia. En su serie All-New X-Men (La Nueva Patrulla-X en España), planteó que Bestia, atormentado por el rumbo que había tomado Scott Summers, viajara al pasado para traer al equipo original al presente. La idea de ver a unos jóvenes e inexpertos X-Men interactuar con sus versiones adultas, enfrentarse a revelaciones que los lectores conocemos desde hace décadas, y contrastar sus personalidades, resultaba fascinante.

Uno de los grandes aciertos de Bendis fue su habilidad para caracterizar a los personajes. El Scott del pasado y el Scott del presente parecen realmente dos hombres distintos, producto de una evolución de medio siglo.

Un año después de iniciar esta etapa, llegó lo inevitable en la tradición mutante: el gran crossover. Así nació La Batalla del Átomo, un evento que recorrió las cabeceras Uncanny X-Men, All-New X-Men, Wolverine and the X-Men, X-Men y una miniserie central de dos números, sumando un total de diez entregas en EE. UU. Panini lo publicó en 2013-2014 en ocho tomos, incorporando los números de inicio y cierre dentro de La Nueva Patrulla-X y Lobezno y la Patrulla-X.

La franquicia mutante siempre ha llevado un camino propio dentro de Marvel. Aunque algunos personajes como Lobezno se han convertido en omnipresentes, lo cierto es que la condición de los mutantes como marginados del Universo Marvel ha hecho que sus historias se desarrollen en una relativa autonomía. Sí, han participado en grandes crossovers como Civil War, Asedio o Invasión Secreta, pero cuando pensamos en esos eventos lo primero que nos viene a la mente son los Vengadores. Por eso, la Patrulla-X y sus derivados han cultivado sus propios cruces, con mayor o menor fortuna, desde Especies en Peligro hasta Cisma, pasando por hitos como Complejo de Mesías o Advenimiento. Con la llegada de Marvel Now!, muchos esperaban un nuevo crossover de este tipo, y Bendis recogió el guante con La Batalla del Átomo.

Es verdad que la mayoría de estos cruces suelen servir más para engordar ventas que para aportar historias memorables: obligan al lector completista a seguir varias series para no quedarse con la trama a medias. Sin embargo, de vez en cuando surge una excepción. En lo personal, recuerdo con cariño Advenimiento, que evocaba la intensidad de aquella mítica Operación Tolerancia Cero con acción trepidante y un ritmo vibrante. Bendis, consciente de ese legado, intentó algo similar aquí: un cruce que funcionara como homenaje a la tradición mutante, pero también como una mirada al futuro de la franquicia.

Y hablando de homenajes, no se puede ignorar la referencia a una de las sagas más recordadas de la Patrulla-X: la que Claremont y Byrne resolvieron en apenas dos números, pero que dejó huella para siempre en la mitología mutante. Esa brevedad contrasta con la forma en que hoy se estiran las historias a diez o más entregas. Bendis riza el rizo retomando aquella fórmula: futuros apocalípticos, versiones alternativas de los personajes y el choque inevitable entre el pasado, el presente y el porvenir de los X-Men.

En lo visual, La Batalla del Átomo es un cómic hermoso que reúne a un equipo de dibujantes de primer nivel: Frank Cho, Stuart Immonen, David López, Chris Bachalo, Giuseppe Camuncoli, Esad Ribic y Kristopher Anka. Con tantos nombres, podría pensarse que cada número tendría un estilo disonante, pero sorprendentemente el conjunto se siente coherente y uniforme. Cada ilustrador aporta su impronta, sí, pero todos logran transmitir una atmósfera unitaria que engrandece la historia. En particular, es un deleite ver cómo se retrata a la Patrulla-X Original: sus diseños evocan directamente los cómics de Jack Kirby, y aunque la modernización es evidente, el espíritu de aquellos personajes juveniles que saltaron en el tiempo permanece intacto.


Al final, La Batalla del Átomo deja claras sus intenciones desde el título: esto es, ante todo, un cómic de acción mutante. Lo que el lector encontrará son combates espectaculares y coreografiados entre diferentes versiones de los X-Men. Eso juega en contra de la ambición narrativa —no es, al fin y al cabo, la gran historia de viajes temporales que algunos esperábamos—, pero tomada en sus propios términos ofrece lo que promete: una dosis generosa de aventuras, con un desenlace algo predecible, pero efectivo para celebrar cinco décadas de mutantes en Marvel.

En definitiva, La Batalla del Átomo no es la historia definitiva de los X-Men ni pretende serlo, pero sí logra capturar la esencia de lo que significa ser mutante: vivir entre contradicciones, enfrentarse a futuros inciertos y seguir luchando incluso contra uno mismo. Como lector, disfruté el reencuentro con la Patrulla-X Original y la posibilidad de mirar a los mutantes desde distintos tiempos y perspectivas. Puede que el final sea predecible y que el abuso de crossovers reste frescura, pero este cómic me recordó por qué sigo regresando a los hijos del átomo después de tantos años: porque, más allá de sus aciertos o tropiezos editoriales, los X-Men siguen siendo el espejo más poderoso de nuestras propias batallas.

lunes, 18 de agosto de 2025

Common Side Effects – La sátira farmacéutica de Adult Swim

 

¿Qué pasaría si existiera un hongo capaz de curarlo todo, pero con efectos colaterales inesperados? Marshall Cuso, un micólogo obsesivo y desajustado, cree haber encontrado el santo grial de la medicina en la selva peruana: el Ángel Azul. Esta especie puede regenerar tejidos, sanar asma y alergias, e incluso devolver la vida. Para Marshall, su hallazgo significaría emancipar a la humanidad de las farmacéuticas y de los sistemas de salud; sin embargo, pronto descubre que un descubrimiento así no puede sobrevivir al choque con los intereses corporativos y estatales.

La serie arranca con un reencuentro: Frances Applewhite, antigua compañera de instituto de Marshall y actual asistente del director ejecutivo de la poderosa Reutical Pharmaceuticals. Ella ve en el hongo no la posibilidad de liberación, sino de negocio y ascenso laboral. Entre ellos se abre un conflicto que atrae a la DEA, a burócratas del gobierno y a mercenarios privados dispuestos a borrar toda evidencia del Ángel Azul. En este cruce, un micólogo ingenuo, una tortuga llamada Sócrates y dos agentes incompetentes se convierten en piezas de un ajedrez mayor donde colisionan paranoia, ciencia y capitalismo.

Creada por Joseph Bennett y Steve Hely para el bloque Adult Swim de Cartoon Network —y disponible en HBO Max— Common Side Effects combina sátira corporativa, thriller conspirativo y humor absurdo. Su animación, estilizada y delirante, recuerda tanto a los collages inquietantes de The Shivering Truth como al humor negro de Rick and Morty. Pero lo que distingue a la serie no es solo su estética, sino la forma en que despliega una crítica mordaz a la industria farmacéutica y a la manera en que el biocapitalismo captura hasta la esperanza de curación.

En este sentido, Common Side Effects puede leerse como una parábola del biocapitalismo contemporáneo, en los términos que plantea Kaushik Sunder Rajan: toda innovación biomédica, incluso aquella que podría transformar radicalmente las condiciones de vida, es inmediatamente absorbida por el circuito económico y político de las farmacéuticas y el Estado. El Ángel Azul no es solo un hongo con propiedades milagrosas, sino la materialización de un excedente vital que nunca llega a los cuerpos sin pasar por la mediación del capital. Al mismo tiempo, la serie exhibe lo que Mark Fisher llamaría el realismo capitalista: la imposibilidad de imaginar una salida al régimen actual, pues incluso la fantasía de la panacea universal termina subsumida en la lógica del mercado y la conspiranoia institucional. En su humor grotesco y su tono conspirativo, Common Side Effects revela que los efectos colaterales más devastadores no provienen de la biología, sino de las formas de poder que administran la vida.


viernes, 15 de agosto de 2025

Transhumanismo en clave de thriller: una mirada a Biohackers

 


En mi lista de series por ver estaba Biohackers, producción alemana desarrollada por Christian Ditter que explora el concepto de biología de garaje, una práctica nacida en los márgenes del transhumanismo. Este movimiento, cada vez más discutido en círculos académicos y mediáticos, sostiene la posibilidad —y la necesidad— de mejorar al ser humano mediante la tecnología. No se trata ya de reparar enfermedades o corregir deficiencias, sino de potenciar el cuerpo y la mente hasta límites inéditos. Así como un informático puede hackear un sistema para añadirle funciones no previstas por su diseño original, los biohackers buscan reprogramar el cuerpo para otorgarle nuevas capacidades: ver en la oscuridad, resistir bajo el agua más tiempo de lo normal o incluso sentir campos magnéticos gracias a implantes.

Este planteamiento no es pura ciencia ficción. Hace unos años, el activista Josiah Zayner saltó a la fama cuando, en un acto público, se inyectó un preparado con la herramienta CRISPR con el fin de editar su genoma y “mejorar” su musculatura. Aunque el experimento no tuvo los resultados esperados, la imagen fue lo suficientemente potente para simbolizar una nueva era: la de la ciencia al alcance de cualquier curioso con un laboratorio casero y un poco de audacia. Ejemplos como este abren preguntas inquietantes: ¿qué pasa cuando personas comunes se topan con poderes que antes parecían reservados a los dioses o a la ciencia oficial? ¿Qué tan lejos nos puede llevar la ambición de fama, la búsqueda de venganza o el simple deseo de experimentar con uno mismo?

En este terreno se mueve Biohackers, un thriller de ciencia ficción que mezcla misterio, drama juvenil y un ritmo narrativo basado en constantes flashbacks. La historia sigue a Mia Akerlund (Luna Wedler), una estudiante de medicina que llega a Friburgo con un interés particular por la doctora Tanja Lorenz (Jessica Schwarz). No se trata solo de admiración académica: Mia sospecha que la muerte de su hermano está conectada con ella. Su estrategia para acercarse a Lorenz pasa por Jasper (Adrian Julius Tillmann), un joven brillante que lleva a cabo experimentos al límite de la legalidad. Lo que comienza como una búsqueda personal deriva en el descubrimiento de un entramado mucho mayor, vinculado al proyecto Homo Deus, que coloca a Mia en el corazón de una conspiración biotecnológica.

Uno de los mayores atractivos de la serie es su representación del submundo biohacker. Lejos de laboratorios relucientes, vemos habitaciones convertidas en espacios de experimentación, estudiantes que prueban drogas inteligentes para mejorar su rendimiento cognitivo, o grinders que alteran genéticamente plantas para hacerlas brillar en la oscuridad. Este contraste entre lo doméstico y lo científico no solo le da a la serie un aire visual particular —con tonos fluorescentes y atmósferas casi irreales—, sino que también abre una reflexión sobre la democratización de la biología: cualquiera, con pocos recursos y mucha imaginación, puede alterar los límites del cuerpo humano.

Aquí es donde la ficción dialoga con el pensamiento transhumanista. En su ensayo A History of Transhumanist Thought, Nick Bostrom explica que la aspiración de superar las limitaciones humanas no es nueva: desde la alquimia medieval hasta los mitos de la inmortalidad, el sueño de trascender nuestra condición está profundamente enraizado en la cultura. Lo novedoso hoy, señala Bostrom, es que las tecnologías contemporáneas —desde la ingeniería genética hasta la inteligencia artificial— hacen posible que esta aspiración deje de ser un mito para convertirse en un proyecto tangible. El problema es que esa posibilidad llega acompañada de riesgos enormes: desigualdades biológicas irreversibles, nuevas formas de control social, e incluso escenarios de colapso existencial.

Biohackers recoge esta tensión de manera dramatizada. Lo que en un primer momento aparece como un juego juvenil —implantes, drogas inteligentes, experimentos clandestinos— pronto se revela como un terreno plagado de peligros. La serie muestra que la misma herramienta que puede liberar también puede esclavizar; que el conocimiento científico, cuando se aparta de los marcos éticos, se convierte en un arma de doble filo.

Más allá de sus giros de guion y de su envoltura de thriller adolescente, Biohackers logra algo más profundo: invitar a preguntarnos dónde trazamos la línea entre el entusiasmo por la innovación y la necesidad de preservar lo humano. En un presente donde la ciencia se multiplica a un ritmo vertiginoso y los laboratorios caseros se difunden en tutoriales de YouTube, la pregunta ya no es si podremos alterar nuestros cuerpos, sino quién lo hará, con qué fines y bajo qué responsabilidades.

La ficción, como recuerda Bostrom, no solo anticipa futuros posibles, sino que también nos ayuda a ensayar respuestas. Biohackers se convierte así en un espejo incómodo: un recordatorio de que el futuro de la biología no se cocina únicamente en los institutos de élite, sino también en los garajes, las residencias universitarias y, tal vez, en la imaginación de quienes todavía se preguntan qué significa ser humano en el siglo XXI.

 

 

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