jueves, 3 de julio de 2025

El futuro ya no está disponible: melancolía y repetición en 12 Monos

 

Por un momento creímos que el futuro vendría. Ahora sólo repetimos sus ruinas.

En 12 Monos, de Terry Gilliam, el apocalipsis ya ha ocurrido. No es un evento explosivo y cinematográfico, sino una catástrofe que se deslizó bajo la piel del tiempo: un virus anónimo, una cadena de errores, una memoria quebrada. Como en los bucles de una pesadilla que no se puede olvidar, el fin del mundo regresa una y otra vez, no para ser evitado, sino para ser confirmado.

James Cole, prisionero del año 2035, es enviado al pasado para "recolectar información" sobre el virus que arrasó con la humanidad. Pero lo que encuentra es aún más devastador: un tiempo anterior tan deteriorado como el suyo, poblado por instituciones absurdas, manicomios espectaculares, científicos risueños, policías paranoicos. Cole no viaja al pasado para salvarlo, sino para quedar atrapado en él, como un eco desfasado de sí mismo. Viaja al pasado como un fantasma sin futuro.

Mark Fisher habló del “futuro cancelado”: esa sensación de vivir en un presente sin proyección, donde el mañana no promete transformación, sino la repetición de una catástrofe ya conocida. 12 Monos encarna esa lógica a la perfección. El futuro ya no es lo que solía ser: no una utopía, ni siquiera una distopía brillante, sino un sótano húmedo lleno de pantallas sucias, subordinado a un pasado que se repite compulsivamente. Es el retorno del trauma en clave viral, donde el sujeto —como diría Deleuze— es apenas una interferencia en la señal del tiempo.

La película es una elegía a la imposibilidad de intervenir. La ciencia es ritual y castigo. Los psiquiatras repiten diagnósticos. Los activistas fracasan antes de comenzar. El “Ejército de los 12 Monos” no es una célula revolucionaria, sino un chiste antisistema con consecuencias triviales. La revolución es parodia, y el poder —como en Foucault— se disfraza de conocimiento bienintencionado. Incluso la memoria, ese último refugio, está infectada. Cole cree recordar su infancia, pero lo que rememora es su propia muerte vista desde otro cuerpo, en otro tiempo. Como en La Jetée, de donde proviene su arquitectura narrativa, la imagen fundacional del recuerdo no es real, sino una forma del destino.

La estructura de la película es una jaula temporal. Nada se transforma realmente. Los hechos se repiten, los cuerpos giran en bucle. En lugar de progresar, la historia se encierra en sí misma. El tiempo de 12 Monos no es lineal ni redentor, sino una ruina que se reconstruye sobre sí misma. Una especie de distopía estática. Benjamin lo dijo de otro modo: “la catástrofe no es que algo ocurra, sino que todo siga igual”.

Y eso es lo más perturbador: 12 Monos no imagina el fin del mundo, lo da por sentado. Lo que pone en escena es nuestra incapacidad de concebir otra cosa. El capitalismo sobrevive incluso al colapso ecológico y viral. El tiempo es suyo. Su control es tan efectivo que ni siquiera un viaje al pasado puede escapar del bucle. La historia ha sido absorbida por el trauma y la administración.

Lo que queda, como Fisher advirtió, es un estado afectivo: una melancolía cultural estructural, donde la angustia ya no es personal, sino sistémica. Una depresión planetaria que toma la forma de una película: sucia, saturada de voces fragmentadas, con una textura que parece ya descompuesta. 12 Monos no ofrece futuro, ni solución, ni siquiera redención. Es una carta desde el colapso. Un archivo enfermo del tiempo. Un eco de lo que pudo haber sido y ya no será.

 

miércoles, 2 de julio de 2025

Alan Moore y la Alquimia del Caos: El Gran Cuando, Nocturna ediciones, 2025

¿Qué podría ocurrir si cayera en tus manos un libro inexistente, capaz de revelar una realidad subyacente y desencadenar el caos? Esa es la clase de pregunta que fascina a Alan Moore, el bardo de Northampton, célebre por reinventar el cómic en su llamada Edad Oscura con obras como Watchmen, V de Vendetta, From Hell y La Liga de los Caballeros Extraordinarios. Más allá de las viñetas, Moore ha consolidado una carrera en la prosa con títulos como La Voz del Fuego, la monumental Jerusalem y, ahora, El Gran Cuando, su más reciente y vibrante incursión literaria: una obra sugerente, musical y vertiginosa.

Moore nos presenta a Dennis Knuckleyard, asistente en una librería regentada por la temible Ada la Ataúd: una mujer colérica, enemiga de los regateos y conocedora obsesiva de los anaqueles de su guarida libresca. El detonante de la historia surge cuando Ada le encarga adquirir un lote de libros pertenecientes a un librero veterano, entre cuyas joyas se encuentran títulos del escritor galés Arthur Machen (1863–1947), maestro de lo sobrenatural y lo fantástico, autor de obras como El Gran Dios Pan, El Pueblo Blanco y El Terror. La misión parece sencilla: debe completarla con tan solo quince libras. Pero desde el momento en que Dennis sale de la tienda, lo cotidiano empieza a resquebrajarse, y su monótona existencia se ve arrastrada hacia lo insólito.

Tras recorrer las atestadas calles de la Londres de 1949, Dennis llega al apartamento del señor Harrison. Al golpear la puerta, una voz femenina le informa que Harrison no está y le recomienda marcharse. Dennis responde que viene en nombre de Ada para adquirir los libros de Machen. Una vez dentro, examina una vieja caja de jabón Oxydol que contiene el lote, entre los que destaca Meditaciones de una ciudad, escrito por el reverendo Hampole. Al ver ese título, Harrison le dice que puede llevarse toda la caja por tan solo cinco libras. Tras pagar, Dennis es expulsado sin contemplaciones: Harrison cierra la puerta de un portazo.

Camino a la librería, Dennis se detiene a comer en un café prestigioso, donde se topa con el abogado Clive Albernait. Este lo defiende del odioso dueño del lugar y le invita una taza de té para conversar sobre su aventura. Ya de regreso, Dennis le informa a Ada que ha comprado el lote por solo cinco libras. La reacción de Ada no es la esperada: al descubrir el ejemplar de Hampole, su expresión cambia. Sospecha. Intuye algo. Y con ese libro en sus manos, se desata todo aquello que busca arrastrar a Dennis de vuelta a un lugar que no recordaba haber habitado.

Armado con un valor impostado, Dennis empieza a notar que la ciudad se distorsiona sutilmente: esquinas que no estaban allí, calles que parecen repetirse, sombras que lo preceden. En medio de ese extraño tránsito, se cruza con el Rey Monolulu, un personaje extravagante que corre a toda velocidad y, sin detenerse, le lanza un sobre sellado. Dentro encuentra unas hojas tituladas Predicciones Surrealistas de Carreras de Caballos, firmadas por Austin Spare —el artista y ocultista que pasó por la Orden de la Aurora Dorada, la Astrum Argentum de Aleister Crowley, y que luego fundaría el Zos Kia Cultus, una corriente basada en la magia del caos y el deseo.

Para Dennis, no hay duda: está inmerso en una competencia invisible contra una fuerza superior que amenaza con romper el delicado equilibrio de la realidad londinense. La sospecha se vuelve certeza cuando descubre que Jack Spot, el mayor criminal de la ciudad, le sigue los pasos con la intención de arrebatarle el libro.

Durante su travesía, Dennis conoce a Grace, una joven astuta que sobrevive vendiendo su cuerpo en los márgenes de la ciudad. Ve en él una oportunidad: tal vez una salida, tal vez una alianza. Sin embargo, su cercanía no pasa desapercibida. La atención de Jack Spot y su pandilla cae sobre ellos como una sombra.

Cuando finalmente los encuentran, Dennis se ve cara a cara con la otra Londres —la de los callejones sin ley, la violencia soterrada y las traiciones sin redención. Spot le revela su objetivo: necesita acceder al Gran Cuando para resolver una traición que lo está consumiendo. Su antiguo socio, Bill, encarcelado durante años, ignoraba que Spot había usurpado su imperio y seducido a sus leales. Ahora, Bill está libre y lo busca. Spot quiere audiencia con la entidad suprema del Gran Cuando. Desea retroceder el tiempo, borrar su error.

Lo que ignora es que tal invocación tiene un precio. Y que ningún pacto con los arcanos queda impune.

Tras entregarle el libro a Austin Spare, este le revela que el Gran Cuando no desaparece: permanece latente hasta que él —o algo más— decida cerrarlo. Dennis, sin saberlo, ha abierto una grieta en la realidad. Y esa fisura lo acompañará, paciente, hasta que cumpla su propósito.

Ilusionado, cree ver una posibilidad de redención junto a Grace. Pero ella, con serenidad, le deja claro que solo le ofrece una amistad ocasional. Poco después, un periodista le propone una salida: una columna en un pequeño periódico local, la promesa de dejar atrás su gris destino de ayudante de librería. Sin embargo, sin la motivación de Grace, Dennis renuncia a sus expectativas. Decide volver a la vida que conoce, donde al menos puede tocar el suelo.

Pero el Gran Cuando no olvida. Y esta vez, la amenaza llega en el rostro familiar de su antiguo aliado: el abogado Clive.

Dennis creyó haber regresado a la normalidad, al refugio estéril de los anaqueles y las rutinas, pero algo en él ya había cambiado. El libro, Grace, Spare, el sobre de Monolulu: todo persistía como un murmullo en los márgenes de su conciencia. El Gran Cuando no es un lugar ni un momento, sino una herida abierta en la continuidad de las cosas. Y mientras Londres sigue su curso indiferente, Dennis comprende que, aunque uno cierre los ojos, hay grietas que nunca dejan de mirar.

Leer El Gran Cuando es adentrarse en una Londres que respira por fisuras temporales, donde lo mágico y lo marginal coexisten con una naturalidad inquietante. Alan Moore demuestra, una vez más, que su genio no se limita a las viñetas: su prosa es densa, musical, cargada de símbolos y capas ocultas. Con la destreza de un verdadero alquimista del lenguaje, Moore construye una narrativa que desafía las convenciones del realismo, al tiempo que retrata con agudeza los rincones más oscuros del alma humana. Es una obra que exige entrega, pero que recompensa con una experiencia literaria única y profundamente transformadora.

Dark City y la arquitectura del olvido: una alegoría del sujeto posmoderno

 

A finales de los años noventa surgió una inquietud recurrente en el cine, la literatura y el arte: ¿y si la realidad no fuera más que una simulación, y nosotros simples intérpretes dentro de una narrativa controlada por una entidad superior o narrador omnisciente que juega el rol de divinidad inalcanzable? Esta pregunta tomó cuerpo en películas como The Truman Show y Dark City, hasta culminar, un año después, en The Matrix, epítome del ciberpunk y destilación distópica del desencanto posmoderno frente a los grandes relatos. Entre ellas, Dark City funciona como un puente: comparte con Truman Show el extrañamiento del protagonista ante una realidad fabricada, y anticipa la rebelión ontológica de Matrix. En las tres, los personajes son acosados por una misma visión persistente: la urgencia de escapar. Pero, llegado el momento, cabe preguntar: ¿es la salida una auténtica liberación, o tan solo otra capa de simulación disfrazada de libertad?

El argumento central de Dark City gira en torno a John Murdoch, quien despierta sin memoria en una bañera, dentro de una habitación sombría. Allí, junto al cadáver de una mujer brutalmente asesinada, comienza su huida —y con ella, una angustiosa búsqueda por reconstruir su identidad, entender una misteriosa visión del mar y desentrañar los secretos de la ciudad en la que habita. Aunque la premisa puede parecer conocida, su tratamiento visual y narrativo no lo es: el film bebe del cine negro clásico, sumergiendo su relato en una atmósfera cargada de sombras, neblina y melancolía. En esta estética reconocemos ecos de Casablanca o El Halcón Maltés: calles húmedas, luces oblicuas, y la figura del antihéroe en gabardina que, como un Bogart perdido en la distopía, deambula entre aliados ambiguos y fuerzas opacas que manipulan el tablero desde las sombras. Aquí, el noir no es solo estilo: es una clave para leer el dilema existencial de Murdoch y la ciudad misma

John descubre que la ciudad está bajo el control de Los Extraños, una secta enigmática y siniestra que vigila desde las sombras, obsesionada con descubrir qué es lo que realmente define al ser humano. Con una apariencia que recuerda a los cenobitas de Hellraiser, estas figuras pálidas y espectrales operan con una lógica ajena a la moral o la empatía. Persiguen a Murdoch porque es el único que ha resistido la implantación artificial de recuerdos, convirtiéndose en una amenaza para la continuidad de su experimento. Cada noche, justo a la medianoche, Los Extraños detienen el tiempo: la ciudad se congela, los habitantes duermen profundamente, y ellos reconfiguran el entorno, modifican las identidades, intercambian memorias y transforman los escenarios urbanos. Su propósito: observar cómo reaccionan los humanos ante realidades cambiantes, buscando en esos destellos involuntarios la chispa de lo que llaman “alma”.

La idea central de Dark City gira en torno a la amnesia, entendida como una metáfora del hombre alienado: una existencia donde la memoria, el deseo y la identidad han sido intervenidos por una voluntad externa. La ciudad se presenta como un espacio vigilado, moldeado cada noche por Los Extraños, mientras sus habitantes viven vidas prestadas, rutinas impuestas, sueños implantados. En este contexto, la noche simboliza una conciencia en letargo, y la ciencia —lejos de ser liberadora— se convierte en herramienta de dominación. Estas dinámicas permiten trazar conexiones con Michel Foucault, quien analizó cómo el poder se ejerce no solo sobre los cuerpos, sino sobre las almas, a través de la producción de saberes, discursos y subjetividades. También resuena con Fredric Jameson y su visión de la posmodernidad como una era donde el pasado se reescribe o se borra, haciendo casi imposible cualquier forma de resistencia histórica. Finalmente, Los Extraños encarnan lo que Jacques Derrida llamó el “mal de archivo”: ellos deciden qué se recuerda, qué se olvida, qué historias de amor existieron y qué traumas persisten, convirtiéndose en archivistas oscuros de una realidad maleable.

Dark City no solo es una película de ciencia ficción con tintes noir: es una reflexión perturbadora sobre la identidad, la memoria y la naturaleza construida de la realidad. En una época marcada por la ansiedad posmoderna, donde las certezas se diluyen y la verdad parece una ficción más, el film propone una alegoría oscura del sujeto contemporáneo: manipulado, vigilado y desplazado de su propio centro. Pero también abre una grieta de posibilidad. En la resistencia de John Murdoch, en su negativa a aceptar una vida fabricada, se asoma la pregunta incómoda pero necesaria: si todo ha sido impuesto, ¿qué significa realmente ser libre? Dark City nos enfrenta, como espectadores, al laberinto de la conciencia en un mundo donde hasta los recuerdos pueden ser diseñados, y nos invita a sospechar de toda narrativa que se nos presenta como inmutable.



viernes, 27 de junio de 2025

Superman: Hijo Rojo — El superhombre bajo la hoz y el martillo

Desde su creación en 1938, Superman trasciende el concepto de ser un simple personaje de cómic; se ha convertido en un ícono. Encarnar la imagen del inmigrante ideal, así como la figura que salvaguarda la justicia y promueve el orden, es parte de su esencia, además de simbolizar a Estados Unidos como un referente moral a nivel global. Sin embargo, ¿qué ocurre cuando se despoja a este emblema de su contexto original, reubicándolo tanto geográfica como ideológicamente? 

Esa es la intrincada y brillantemente ejecutada propuesta de Superman: Hijo Rojo, una obra de ucronía creada por Mark Millar con ilustraciones de Dave Johnson y Kilian Plunkett. Lanzada en 2003 bajo la línea Elseworlds de DC Comics, esta historia presenta una realidad alternativa en la que el cohete de Kal-El desciende en la Ucrania soviética en vez de en Kansas. El resultado es un Superman educado por el régimen comunista, transformándose en un representante del avance socialista y, con el tiempo, en una suerte de “zar rojo” distribuido globalmente.

En 2020, DC Comics adaptó esta narrativa al cine de animación bajo la dirección de Sam Liu. Aunque logra transmitir varios aspectos de la obra original, la película suaviza ciertos tópicos más oscuros y filosóficos que el cómic presenta, lo que lleva a una inevitable comparación entre las dos versiones.


La cuestión central es: ¿Qué pasaría si Superman no fuera de Estados Unidos? 

La riqueza del cómic reside en que no se limita a cambiar roles o insignias. Millar emplea el concepto del multiverso para plantear una inquietud fundamental: ¿puede el poder absoluto corromper incluso al ser más noble si se le otorga una ideología diferente?

En esta dimensión alternativa, Superman se transforma en el “defensor del proletariado”, guiando la expansión de la Unión Soviética hacia su consolidación como una potencia mundial casi indiscutible. Con su intervención, se erradican enfermedades, se acaban las guerras y se alcanzan economías estables. Sin embargo, este orden idealizado tiene un precio: vigilancia omnipresente, represión del desacuerdo y una sutil pero constante anulación de la libertad personal. Lo que inicialmente parece un idealismo salvador deriva en un sistema de control tecnocrático.

El principal adversario de esta narrativa no es un supervillano común, sino que se presenta a Lex Luthor como un prodigio estadounidense, obsesionado con derrotar a Superman no por malicia, sino por principios éticos. Luthor simboliza la inteligencia ilimitada al servicio del individualismo capitalista, contrastando de manera fascinante con el colectivismo que representa el Hombre de Acero. En esta contienda de posturas, la lucha traslada su enfoque del combate físico hacia el debate ético y filosófico.

 

Un cómic que posee la esencia de un ensayo político.

La distinción que otorga a Hijo Rojo un estatus superior en comparación con otras obras de ucronía radica en su profundidad intelectual. Millar evita caer en sencillas caricaturas o en propaganda barata. En lugar de representar al Superman soviético como un tirano obsesionado con el poder, lo configura como un individuo que genuinamente cree estar actuando para el bien. La narrativa presenta dilemas auténticos acerca del liderazgo, la moralidad impuesta y los límites del bien colectivo. Incluso personajes como Batman, que se convierte en anarquista y víctima del régimen, y Wonder Woman, que navega entre lealtades en conflicto, enriquecen una trama que elude respuestas simplistas. 

Desde el punto de vista visual, el cómic se apoya en una estética rampante del realismo socialista, influencias de la propaganda y el diseño brutalista. Cada cuadro tiene un peso ideológico significativo, desde el uniforme escarlata de Superman hasta los monumentos que lo consagran como una figura casi divina. La intención del estilo gráfico no es el realismo, sino provocar un fuerte impacto ideológico: el mundo ha cambiado no solo en su geografía, sino también en su expresión visual.

El desenlace del cómic —sin desvelar detalles— incluye un giro cósmico que concluye la historia de una manera prácticamente poética. Un bucle temporal que no solo sorprende al lector, sino que transforma a Hijo Rojo en una obra con ecos tanto nietzscheanos como mitológicos.

 

La película animada: fidelidad con moderación

La adaptación animada de 2020 mantiene en gran medida la trama principal del cómic, aunque introduce cambios significativos en el tono, la profundidad y la resolución. El Superman de la animación se presenta como mucho más humano y consciente de sus dilemas desde el inicio. Mientras que en el cómic se delineaba una evolución inquietante hacia un control absoluto, la película prefiere retratar a un Superman que vacila, se plantea interrogantes y se arrepiente de sus equivocaciones con mayor celeridad.

Uno de los cambios más destacados es la representación de Lex Luthor. En esta versión animada, Luthor adopta casi un papel de héroe, con un desenlace positivo que lo posiciona como el salvador de la humanidad. Este giro elimina la ambigüedad moral que caracterizaba al cómic, donde su triunfo también dejaba un regusto amargo.

El ritmo narrativo de la película es más sencillo y directo, presentando los dilemas políticos de manera más superficial. No se profundiza en las consecuencias del régimen totalitario ni en la represión ideológica. Personajes como Batman y Wonder Woman son mostrados con menos desarrollo, casi como cameos que cumplen una función mínima. 

Visualmente, la película cumple con los estándares, pero carece de innovación. La animación es fluida, aunque no toma riesgos creativos. Se siente una ausencia de la fuerza estética que el cómic logró plasmar con gran claridad: el uso simbólico del color, la tipografía de estilo soviético y el diseño de escenarios como elementos narrativos.

 

Dos versiones, dos interpretaciones de un mismo mito.

En resumen, Superman: Hijo Rojo es una obra que permanece relevante porque reinterpreta tanto a su protagonista como a una concepción global. Este cómic se sumerge profundamente en las consecuencias que surgen cuando el poder adopta una nueva insignia; es una alegoría política disfrazada de narrativa emocionante. Aunque la película es efectiva y recomendable, se presenta como una versión más accesible y simplificada para el público en general.

Ambas interpretaciones abordan una preocupación que permea el siglo XXI: ¿es posible que exista un poder benevolente que no conduzca a la dominación? ¿Qué pasaría si el héroe absoluto se convirtiera en el guardián de una utopía que no hemos escogido?

En una era donde los discursos ideológicos resurgen transformados, Hijo Rojo actúa como un espejo incómodo. Nos recuerda que el color de la capa es irrelevante si no cuestionamos quién es el que la porta.

Espías, mechas y melodías inolvidables: el legado de Misión Imposible

El teatro de operaciones generado por la posguerra y la creciente tensión entre la ideología comunista y el llamado “mundo libre” —esa infatigable cantera de la Guerra Fría— detonó una plétora de novelas, series y películas que exaltaban un nuevo arquetipo que pronto ganaría renombre mundial: el espía. Oculto tras la llamada "Cortina de Hierro", este conflicto ideológico global no solo polarizó naciones, sino que también alimentó la imaginación popular y cimentó un género que aún hoy se mantiene vigente.

James Bond, creación del exespía naval británico Ian Fleming, se presentó al público encarnado por Sean Connery en una serie de películas donde el carismático agente 007, con licencia para matar, salvaba al mundo de villanos megalomaníacos mientras protegía los intereses del bloque occidental. Todo, por supuesto, con un vodka martini agitado, no revuelto, en la mano.

El éxito de Bond inspiró la creación de otros personajes igualmente emblemáticos: Simon Templar —The Saint—, George Smiley, Illya Kuryakin y Napoleon Solo, por mencionar solo algunos. Esta proliferación de espías ficticios condujo también a imaginar unidades tácticas al servicio del Estado, como los agentes de U.N.C.L.E. (conocidos en Hispanoamérica como Los agentes de C.I.P.O.L.), donde las siglas, la estética retro-futurista y el estilo narrativo se convirtieron en parte esencial del atractivo del llamado thriller de espionaje o spy-fi.

En este contexto, el guionista, productor y director Bruce Geller concibe en 1966 una propuesta original para la cadena CBS: Misión Imposible, una serie centrada no en un solo agente carismático, sino en un equipo altamente especializado que ejecuta misiones encubiertas de alto riesgo para preservar la paz mundial. El piloto introduce una estructura narrativa novedosa para la época: un hombre anónimo recibe una cinta magnetofónica oculta en un lugar público (una cabina telefónica, un buzón, una maleta), que le revela los detalles de su misión, junto con una advertencia inquebrantable: “si usted o cualquier miembro de su equipo es capturado o muerto, el gobierno negará conocer su existencia.” Acto seguido, la cinta se autodestruye en una pequeña explosión.

Entonces inicia la icónica melodía compuesta por Lalo Schifrin: Tun-tun… ¡TUN-TUN! Tun-tun… ¡TUN-TUN! Tururú, tururú, tururú, tururú… mientras una mecha encendida avanza por la pantalla en montaje paralelo con escenas de acción, rostros del equipo y pistas visuales sobre la misión, en una suerte de flash forward cargado de adrenalina. Esta introducción, convertida en rito audiovisual, marcó a generaciones enteras.

La serie original se emitió de 1966 a 1973, seguida por un breve renacer entre 1988 y 1990, hasta que en 1996 dio el salto definitivo al cine bajo la producción y protagonismo de Tom Cruise como Ethan Hunt, líder de la Fuerza Misión Imposible. A lo largo de más de dos décadas, la saga ha evolucionado de thriller televisivo a espectáculo cinematográfico global, conservando el espíritu original de misiones imposibles, disfraces, engaños, acrobacias inverosímiles y la eterna duda de si el equipo logrará cumplir su objetivo sin ser detectado.


Este 2025 marca el anunciado cierre de la franquicia con Final Reckoning (La sentencia final), octava entrega de la saga y despedida a lo grande de un personaje que ha acompañado a millones de espectadores durante casi 30 años. La cinta se perfila como una celebración del legado de Hunt y su equipo, al tiempo que rinde homenaje a los elementos fundacionales de la franquicia.

También este año se reportó el fallecimiento de Lalo Schifrin, a sus 93 años, cuyo tema musical no solo trascendió generaciones, sino que se convirtió en sinónimo de tensión, astucia y estilo. Su composición es parte inseparable de la identidad visual y sonora de Misión Imposible, una pieza reconocible al instante que sigue acelerando corazones desde hace más de medio siglo.

¿Qué decir de esta saga? El eclecticismo del equipo —la fuerza, la inteligencia, la belleza, la astucia y el ingenio— ofrecía una fórmula perfecta para afrontar cada desafío. Los espectadores asistían fascinados al despliegue de gadgets, máscaras hiperrealistas, estrategias maestras y giros inesperados que ponían a prueba tanto al equipo como al espectador. Todo desembocaba en una sola frase, una promesa cumplida: Misión Cumplida

jueves, 12 de junio de 2025

Mantra, de Rodrigo Fresán: telenovela cósmica, glitch nacional y sci-fi sentimental

Debo admitir que cada vez me resuena con mayor intensidad una frase que me compartió mi querido amigo y librero, Árbol de Tinta: "Todo llega. Puede tardar, pero llega. " Hace aproximadamente veinte años, tuve la oportunidad de obtener por primera vez un ejemplar de Mantra, la obra de Rodrigo Fresán. En ese momento, apenas comenzaba a ser un lector apasionado; en mi etapa escolar leía por obligación y, durante la universidad, me inclinaba más hacia los cómics.  Aun así, decidí probar con esta novela. Sin embargo, no logró conectarme.  Quizás anhelaba una narrativa más directa y menos experimental. Al final, cerré el libro y lo dejé de lado, y más tarde lo vendí.

Transcurrieron varios años antes de que me encontrara nuevamente con Mantra, y en esta ocasión, algo había cambiado. Tal vez porque ahora podía apreciar las múltiples capas, las referencias y ese brillante caos. O quizás debido a que ya había vivido la experiencia de estar en México, caminando por sus calles que se sentían como un escenario distorsionado, una telenovela sin fin, un recuerdo pixelado. En ese preciso momento, la novela hizo clic en mi mente. Y comprendí que había estado esperándome todo este tiempo.

Hay algo profundamente intrigante —y casi irónico— en el hecho de que dos de las novelas más potentes, ambiciosas y lúcidas sobre México en los últimos tiempos hayan sido escritas por autores extranjeros. Los detectives salvajes, del chileno Roberto Bolaño, y Mantra, del argentino Rodrigo Fresán, se leen como espejos fragmentados de una misma nación: el primero desde el mito literario, el segundo desde el delirio televisivo y pop. Ambas funcionan como manifiestos generacionales: Bolaño ancla su relato en la estela del 68; Fresán se zambulle en los años noventa, el zapping, MTV y un inminente apocalipsis digital.


Mantra es una novela extraña, singular, irreverente. Inusual en su forma, en su tono, en su ambición. Un artefacto narrativo entre el tributo y la parodia, que mezcla sin miedo cultura pop, ciencia ficción, filosofía, melodrama, televisión y psicoanálisis. Fresán escribe como quien navega múltiples ventanas abiertas al mismo tiempo: una con Borges, otra con Rod Serling, otra con Pedro Páramo y otra con Star Wars.

Un reality metafísico

La historia arranca (más o menos) con el narrador —un argentino en el DF— que entra en contacto con Martín Mantra, hijo de actores de telenovela, obsesionado con crear una telenovela total: filmada en tiempo real, donde su familia viva permanentemente frente a las cámaras. Una especie de Big Brother avant la lettre, pero con ambiciones cósmicas. Todo esto en una Ciudad de México que, tras un terremoto, se convierte en la “NTT”: Nueva Tenochtitlan del Temblor, donde ya todos están muertos, pero siguen transmitiendo.

Aquí, Fresán convierte la telenovela en una metáfora nacional, una manera de narrar la tragedia colectiva de México, esa historia que se repite como un loop, como un viejo VHS que se niega a morir. “Sonamos para hacer silencio. Cantamos para callar”, dice uno de los personajes. Esa frase lo resume todo.

Diccionario, glitch y Mictlán

La segunda parte del libro es aún más delirante (y brillante): un diccionario mexicano, donde cada entrada es una deriva, un chispazo de ingenio o una microficción que amplía el universo narrativo. Por momentos evoca a Foster Wallace o a David Guterson, pero con un pulso latino lleno de ironía, afecto, duelo y referencias pop. En ese espacio aparece el Tiempo Mexicano, una dimensión alternativa donde los muertos y los vivos comparten VHS defectuosos y paraguas cerrados, como si vivieran atrapados en una canción de Dylan.

El final es una parodia oscura y cyberpunk de Pedro Páramo: una madre-computadora, un guía llamado P. P. Mac@rio, y un viaje al Mictlán con tintes digitales. El narrador —ya en modo Juan Preciado 2.0— se reencuentra con el eco de Mantra y dispara su última bala a una estrella remota. ¿Exagerado? A veces. ¿Genial? También.

La telenovela como ciencia ficción nacional

Aunque Mantra no es ciencia ficción en el sentido clásico, el género late en sus entrañas: narradores descompuestos, memorias digitales, cuerpos alterados, ciudades que son pantallas, muertos que siguen conectados al presente como si fueran datos flotando en la nube. La tecnología no aparece como maquinaria, sino como trauma emocional, como forma de contar(nos). Lo más futurista aquí es la memoria.

Y por debajo de todo eso, Fresán explora cómo se construye la identidad a través del relato: las telenovelas, el cine, los archivos, la infancia. No hay androides, pero sí una nación atrapada en su propio guion melodramático, repitiendo una y otra vez la misma tragedia. Y si lo pensamos bien, eso da mucho más miedo que cualquier invasión alienígena.

domingo, 8 de junio de 2025

Área protegida, de Edmundo Paz Soldán: Utopías al borde del abismo

En Área protegida, Edmundo Paz Soldán presenta una novela que explora de manera intensa la lucha entre la ruina y el anhelo, entre la destrucción del entorno natural y la firme intención de imaginar otros mundos posibles. En una época donde el apocalipsis se ha transformado en una realidad climática y política, la obra plantea una cuestión apremiante: ¿qué hacer cuando ya no hay tiempo? 

La trama se desarrolla en un parque natural de la Amazonía de Bolivia —un lugar fértil, dañado y lleno de significado—, y sigue la vida de el Profe, un hombre común que ha sido afectado por la desaparición de su tía.  Él encuentra en una revista sobre el fin del mundo la motivación para dejar su vida en la ciudad y unirse a La Comunidad: un tipo de refugio ecoespiritual, compuesto por ambientalistas, creyentes en lo paranormal, madres, hijos y animales. Sin embargo, aunque este grupo alternativo busca reconectar con la naturaleza, resistir el sistema y repensar las relaciones sociales, pronto se verá amenazado tanto desde adentro como desde afuera: confrontan al Estado, una carretera que se aproxima, la invasión del extractivismo y las tensiones entre aquellas personas que intentan reconstruir el mundo a partir de las cenizas. 

Paz Soldán crea un mundo narrativo que se aleja del dogma y la propaganda. Aunque Área protegida podría haber tomado el rumbo de una novela con un mensaje claro —ecológica, política o educativa—, el autor elige un enfoque más sutil: una investigación sobre los límites de la utopía al chocar con las verdaderas crisis humanas. El sueño colectivo no es perfecto: está lleno de contradicciones, ilusiones, ingenuidades y fallos fundamentales. Hortensia, que tiene fe en los ovnis; Rilma, que lucha por el bosque desde un activismo pragmático; Darlin, que halla consuelo emocional en los pájaros: cada uno representa diferentes aspectos de la esperanza, pero también del desvío. 

La novela se apoya en un lenguaje claro y casi restringido, que permite que el conflicto surja no por la exageración retórica, sino desde lo más profundo de lo simbólico. No se describe la selva con un romanticismo exuberante, sino con una reverencia sencilla, como si el narrador entendiera que lo vivo ya está en declive. Existen influencias de la literatura climática y de la ciencia ficción especulativa, pero lo que distingue a Área protegida es su estilo: una melancolía que no ignora la vitalidad, pero evita la idealización. 

Uno de los principales logros de Paz Soldán es su habilidad para conectar las tensiones ecológicas con los dilemas personales: el dolor, la fe, la locura, y el deseo de pertenencia. La novela no solo se cuestiona si salvar el planeta es viable, sino también si es posible preservar nuestras relaciones con los demás, el tiempo, lo sagrado y lo que aún no ha llegado. Como menciona el autor: “Debes solicitar a los humanos empatía por aquellos que aún no han venido al mundo. . . ”. Aquí es donde el aspecto político de la novela adquiere su dimensión ética: la imaginación no es solo un refugio, sino un compromiso. 

No es sorprendente que Área protegida converse con obras como El planeta inhóspito de David Wallace-Wells. En la novela hay un eco claro con los que se consideran "profetas del clima", esas voces que combinan ciencia, locura, misticismo y una urgencia apremiante. El Profe, como personaje principal, representa esa ambivalencia: su decisión de ir a la selva es tanto un acto de creencia como un escape, tanto una visión como una rendición a la locura. No obstante, ese es precisamente el punto: la utopía, cuando surge en medio de la calamidad, nunca es completamente pura. Está impregnada de temor, contradicciones y deseos mal dirigidos. 

Lejos de ser moralista o cínico, Paz Soldán ofrece una alternativa: la utopía imperfecta como forma de resistencia. En un mundo donde el futuro ha sido anulado por la calamidad, imaginar comunidades que, aunque delicadas, persistan en el cuidado, ya constituye un acto profundamente político. 

Área protegida no es una novela que brinde comodidad, pero es indispensable. Esta obra cuestiona nuestras nociones sobre lo que implica proteger, habitar y sanar. Y, sobre todo, nos recuerda que, incluso en tiempos de crisis, la humanidad aún puede imaginar una manera diferente de existir en la Tierra.

martes, 3 de junio de 2025

Reencarnación, espectáculo y extraterrestres: un recorrido por Los Concursantes

 


En Los Concursantes, Juan Andrés Fernández construye una distopía sin necesidad de recurrir a visiones futuristas o tecnologías impresionantes. La premisa es a la vez absurda y inquietantemente viable: una especie de reality show donde los participantes compiten por la posibilidad de una nueva oportunidad. El programa se revela como una parodia, la audiencia se muestra insaciable y la crítica social resulta implacable. En este marco, la ciencia ficción no se proyecta hacia adelante, sino que está profundamente arraigada en la lógica distorsionada del presente, recordándonos un futuro que ya ha pasado.

No obstante, lo que distingue esta obra no es únicamente su relato, sino su concepción como objeto literario. Escarabajo Editorial no proporciona simplemente un libro, sino un artefacto narrativo. En su interior se incluye un contrato que simboliza el acuerdo implícito entre el lector y el autor, presentado aquí de manera explícita: al abrir el libro, el lector acepta los términos del concurso. Además, el ejemplar contiene un flip book sobre abducciones, un código fuente, y un apéndice que describe las reglas del programa, funcionando como un dossier alienígena o una guía para ingresar a una nueva vida. Esta edición convierte la lectura en una experiencia cautivadora y sutilmente perturbadora.

En el ámbito narrativo, la novela entrelaza las historias de Sara, Carmen, Ámbar, Benedicto, Violeta y Nicolás: una mujer deseando regresar para subsanar lo que no pudo alcanzar en su vida, una influenciadora intentando mantener su relevancia inclusive tras su muerte, un alienígena en busca de un paraíso en la Tierra, y oficinas de reencarnación donde las profecías no son anticipaciones, sino recuerdos atesorados en las células.

El narrador —un editor transformado en guionista del programa— asiste a la comercialización de la miseria como entretenimiento, y observa cómo incluso la vida post mortem puede ser convertida en un producto audiovisual. El humor negro y la aguda ironía de Fernández convierten esta narrativa en una poderosa alegoría sobre el capitalismo emocional, el consumo del sufrimiento y la vacuidad de la cultura de masas.

Los Concursantes ofrece una distopía tropical, húmeda y absurda. Una novela que no necesita imaginar un futuro alternativo para perturbarnos, dado que esta pesadilla se desarrolla en el presente —grabada en un estudio, editada con filtros y transmitida en horario estelar.

Sobre el autor: Juan Andrés Fernández (conocido como Juan sin Ombligo)

Juan Andrés Fernández (1987) llegó al mundo con un onfalocele, una condición médica que le impidió tener ombligo. Desde su infancia, esta ausencia física se convirtió en un disparador para su creatividad: la llenó con narrativas peculiares, teorías sobre el cosmos y universos paralelos. Durante su adolescencia, luego de una ceremonia de ayahuasca, adoptó el nombre de Juan sin Ombligo, que ha estado presente en su obra y perspectiva artística desde entonces.

 Se graduó en publicidad con enfoque en medios audiovisuales en la Corporación Universitaria Unitec (2016) y se capacitó en dramaturgia y guion en la Escuela de Cine Black María. Ha contribuido con relatos y crónicas en publicaciones como El Malpensante, Las 2 Orillas, el Diario Longino de Iquique y el colectivo Letras Poesía. Ha sido reconocido con premios como el FIAP y el EFI por sus logros en el ámbito publicitario.

 
En 2019, lanzó Cuentos cortos para viajes largos a través de Santabárbara Editores, y en el mismo año colaboró como asistente en un taller de escritura para el desarrollo de una serie de ciencia ficción comisionada por HBO Latam. En la actualidad, se encuentra trabajando en su primera novela titulada El día que no supimos en qué creer.

miércoles, 28 de mayo de 2025

Las dimensiones que nos desbordan: ficciones desde el magma

 En Las dimensiones absolutas, Rodrigo Bastidas Pérez entrelaza una trama que es tanto radical como imprescindible: una exploración especulativa que recorre volcanes, cuerpos híbridos y memorias fragmentadas, amalgamando la ciencia ficción con la historia viva de Colombia.

La premisa inicial es sencilla, casi legendaria: Martin, un programador, regresa a su ciudad de origen y se dirige hacia un volcán acompañado de tres guías. Sin embargo, lo que inicialmente parece un relato de regreso se transforma en una inmersión en la multiplicidad, donde las leyes del tiempo, el espacio y la propia carne sufren alteraciones. Lo que descubrimos no es un único mundo alternativo, sino una plétora de ellos, en los que lo tecnológico, lo ancestral, lo biológico y lo espectral coexisten en una misma trama narrativa.

Bastidas utiliza una prosa rica y casi onírica, evocando a Ballard por su profundidad psicológica, así como al "weird latinoamericano" por su sintonía con lo telúrico y lo histórico. Esta obra no se adhiere a la ciencia ficción dura según lo convencional, sino que profundiza en la especulación ontológica más que en la tecnología misma. Las máquinas que surgen en su narrativa no son meros dispositivos: se presentan como extensiones rituales, entidades simbióticas que transforman el cuerpo y la identidad.

La novela también actúa como un cartograma del trauma: las repercusiones del conflicto armado, la violencia paramilitar, las desapariciones y los silencios que marcan al país se manifiestan como capas sobrepuestas en el paisaje. Su lectura se asemeja a adentrarse en un terreno minado, donde cada elemento del entorno puede estallar en una visión política, mística o cibernética.

Las dimensiones absolutas no es una experiencia de lectura sencilla ni complaciente, pero resulta absolutamente cautivadora. Representa una de esas obras que amplían nuestra comprensión de la ciencia ficción proveniente de América Latina: no se conforma con imitar los ampliamente transitados modelos anglosajones, sino que los subvierte desde una perspectiva geológica, histórica y emocional propia.

Es ideal para aquellos lectores en busca de una ciencia ficción distinta, que se acerque más al ritual que al algoritmo, más poética que programada. Una novela en la que perderse, con el riesgo —o el anhelo— de no regresar como antes.

Les dejo este video del Canal Estereoscopio sobre esta novela 


Reinas, ruinas y vampiros: una parranda gótica en Altasangre

 

En Altasangre, la escritora barranquillera Claudia Amador erige una novela que se despliega como un palacio en ruinas: majestuoso, inquietante y lleno de secretos que supuran desde las paredes. Con una prosa poética, oscura y cuidadosamente acompasada por tamboras y trompetas, la autora nos arrastra hacia un universo gótico que trasciende el tiempo y el espacio carnavalesco para convertirse en una alegoría inquietante de la historia barranquillera y latinoamericana.

Desde las primeras páginas, la novela nos sitúa en un ambiente tupido y de parranda, dominado por la decadencia de una estirpe que vive aislada del mundo, atrapada en sus propios fantasmas. La fortaleza en la que habitan —más prisión que refugio— actúa como herencia maldita, un espacio donde los ecos del pasado se repiten y deforman. La enfermedad, la sangre, el silencio y el delirio recorren las páginas como hilos invisibles que entrelazan generaciones.


Amador no se limita a contar una historia: invoca una atmósfera. Su lenguaje, cargado de lirismo y sombra, es uno de los mayores logros de la novela. Cada frase parece labrada con precisión, construyendo imágenes que conmueven tanto como perturban. Esta belleza formal, sin embargo, no mitiga la violencia latente en la narración; al contrario, la intensifica, demostrando que la historia de una nación también puede ser narrada como una pesadilla estética.

Los personajes, marcados por la herencia y el trauma, se mueven como sombras atrapadas en un ciclo eterno. Hay algo profundamente simbólico en sus destinos, como si encarnaran las heridas no cerradas de una sociedad entera. A través de ellos, Altasangre habla del poder como maldición, de la memoria como cárcel, y de la violencia como legado.

Pero esta novela no solo confronta desde la oscuridad: también lo hace desde el carnaval. Usando la lectura del bando, la elección de la reina del carnaval y el ritmo frenético de las comparsas como telón de fondo, Amador incorpora a los vampiros de forma mimética, fundiéndolos con los rituales del baile y la fiesta. Cada página mueve el esqueleto del lector, haciéndolo sentir el compás de la percusión y las cantaoras como una extensión de su propio cuerpo. En esta mezcla, la celebración se convierte en conjuro, y la alegría en máscara de lo ancestral.

Altasangre no ofrece respuestas fáciles ni desenlaces tranquilizadores. Por el contrario, deja al lector con una inquietud persistente, como si hubiese sido testigo de algo prohibido, algo que se repite cada año entre disfraces y sangre.

En definitiva, Altasangre es una obra poderosa que renueva el imaginario gótico desde una mirada latinoamericana, profundamente enraizada en la historia y el dolor de su territorio. Claudia Amador ha escrito una novela que no se olvida fácilmente: un altar escritura de la sangre, donde la belleza y la muerte bailan al mismo ritmo.

Les dejo este video del canal estereoscopio que revisa esta maravillosa novela


El futuro ya no está disponible: melancolía y repetición en 12 Monos

  Por un momento creímos que el futuro vendría. Ahora sólo repetimos sus ruinas. En 12 Monos , de Terry Gilliam, el apocalipsis ya ha ocur...