martes, 25 de noviembre de 2025

Reseña de Die, My Love: entre el hervor de la mente y el incendio del paisaje

 

La adaptación cinematográfica de Die, My Love logra algo que pocas películas basadas en textos literarios alcanzan: trasladar a la imagen no solo los hechos, sino el pulso interno, la fiebre y el desgarro de la voz narrativa creada por Ariana Harwicz. La directora Lynne Ramsay—fiel al espíritu salvaje y fragmentario de la novela— construye un retrato descarnado de la depresión posparto, pero evita los lugares comunes del drama psicológico para explorar un territorio más incómodo: la violencia tenue de la vida doméstica, la opresión que ejercen los espacios rurales y la erosión emocional que produce un matrimonio que ya no sostiene a nadie.

La protagonista vive atrapada en una casa que encarna, con una precisión casi simbólica, la lógica de su encierro mental. Al inicio, el hogar se percibe como un espacio abandonado, tosco, casi ruinoso: puertas que crujen, habitaciones heladas, objetos acumulados que parecen restos de otra vida. Poco a poco, la puesta en escena lo transforma en un lugar tensionantemente acogedor, un refugio que solo ofrece confort a través del sofoco. La casa respira con ella, y la oprime como ella se oprime a sí misma; no es un entorno neutral, sino un organismo emocional que absorbe sus impulsos, sus silencios y su progresiva desestabilización.

En esa geografía agreste, rural, de un Estados Unidos que parece anclado en viejos valores, se revela la fractura con su esposo: un hombre cada vez más distante, aferrado a rutinas y creencias que funcionan como un dique defensivo ante el caos interior de su pareja. Él encarna la estabilidad normativa y ella la fractura —y entre ambos se abre un abismo que nunca llega a cerrarse.

El bloqueo creativo de la protagonista es uno de los ejes más sutiles y potentes de la película. La incapacidad de escribir no es solo un síntoma: es la pérdida del último espacio donde podía ejercer control y agencia. A medida que su cuerpo, su maternidad y su rutina parecen volverse ajenos, la escritura, que alguna vez fue refugio, se vuelve un desierto. La directora hace visible ese vacío sin melodrama, a través de planos fijos, silencios largos y una distancia que amplifica la sensación de fracaso íntimo.

La irrupción del hombre de la motocicleta funciona como una fractura fulgurante en esa cotidianeidad opresiva. Él no es exactamente un personaje, sino una manifestación del deseo reprimido, un catalizador del instinto erótico que ella creía muerto. La directora trabaja su presencia casi como un fantasma del deseo: aparece entre el humo, entre la noche y el ruido del motor, como si fuera la materialización de todo aquello que la protagonista no puede decir ni hacer. Su aparición no resuelve nada —al contrario, intensifica el conflicto, porque reabre una zona del cuerpo que había quedado clausurada por el mandato maternal.

A nivel simbólico, la película amplifica imágenes ya presentes en la novela de Harwicz: el bosque en llamas, la noche como territorio de desborde, el amanecer como momento de falsa claridad. El incendio funciona como metáfora de la combustión interna: una fuerza que arrasa sin dirección y cuya devastación es tan hermosa como destructiva. La noche, por su parte, es el ámbito del deseo y del miedo, mientras que el amanecer deja ver los restos del arrebato, los silencios que deberán recomponerse para seguir sobreviviendo. La directora toma esos símbolos y los vuelve atmósfera: no son alegorías explícitas, sino la textura emocional que recorre la película.

En diálogo con la escritura incendiaria de Harwicz —que siempre se mueve entre la lucidez feroz y la deriva emocional—, la película construye un retrato incómodo de la maternidad: lejos de la idealización, cerca de la pulsión. Aquí ser madre no es un rol sino una jaula; amar es una forma de violencia, y desear es un riesgo que amenaza con derrumbarlo todo.

Die, My Love no ofrece respuestas ni consuelos. Es un descenso a una mente que arde, a un paisaje que quema, a un cuerpo que todavía quiere vivir. Y en ese territorio turbulento, la directora consigue mantener vivo el espíritu de la novela: una experiencia sensorial y emocional que atraviesa sacude y deja brasas encendidas mucho después de que la pantalla se vuelva negra.

 

sábado, 22 de noviembre de 2025

El show no ha terminado: The Running Man en su nueva era

En la novela original, publicada por Stephen King bajo el seudónimo de Richard Bachman, The Running Man planteaba un futuro donde los medios ya no solo informaban: fabricaban realidad. La nueva adaptación de Edgar Wright retoma esa intuición, pero la desplaza a un terreno contemporáneo en el que la lucha por la verdad no ocurre entre instituciones, sino entre relatos en competencia.

Por eso resulta tan significativa la aparición de El Apóstol, un influencer que expone las mentiras de la corporación Network mientras convierte su propia indignación en contenido viral. Su figura encarna un fenómeno actual: incluso la resistencia adopta los códigos del espectáculo, la edición frenética, el gesto performativo, la marca personal.

En paralelo, Wright introduce un contrapunto analógico: el fanzine clandestino The Truth, editado por Bradley Throckmorton. Contrario al frenesí digital, The Truth recupera la tradición de los panfletos revolucionarios y de los medios alternativos impresos que buscaban abrir grietas en sistemas de control aparentemente herméticos. Uno opera en el caos del algoritmo; el otro en la intimidad subterránea del papel.

Ambos, sin embargo, convergen en un punto esencial: convertir a Ben Richards en símbolo, en detonante narrativo y político, no solo de una rebelión física sino de una batalla por quién define la realidad.

El corazón del relato sigue siendo Ben Richards, aunque su interpretación varíe entre versiones. En la novela de Bachman, Richards es un hombre exhausto por la pobreza, expulsado laboralmente tras una huelga, con una hija enferma y sin ninguna vía de supervivencia. Su participación en The Running Man no nace del heroísmo, sino de la desesperación absoluta.

Bachman escribía desde un lugar oscuro, casi nihilista: su Richards era más frágil que combativo, más humano que mítico. Era, en cierto modo, la representación del ciudadano aplastado por un sistema que transforma la miseria en espectáculo vendible.

La adaptación de Paul Michael Glaser en 1987 convirtió esa miseria en un espectáculo vibrante. Arnold Schwarzenegger reemplazó al Richards famélico de la novela con un cuerpo y una presencia más propios del cine de acción que de la distopía proletaria; además, era uno de los grandes arquetipos del género en la época, junto a Stallone y Van Damme.

Ese gesto transformó The Running Man en un artefacto pop profundamente ochentero: colores saturados, violencia coreografiada, villanos que parecían estrellas de TV y una crítica social digerida como entretenimiento. Aunque menos fiel a la crudeza bachmaniana, la película capturó con precisión el espíritu mediático de su tiempo: si la televisión ya era un circo, ¿por qué la distopía no habría de serlo también?

La versión actual de Edgar Wright hace algo distinto: mezcla elementos de la novela con una reflexión sobre cómo las plataformas han amplificado la lógica del show hasta absorber la vida cotidiana. Wright entiende que la violencia como entretenimiento ya no es excepcional; es parte del ecosistema digital. Bajo esa premisa, The Running Man se actualiza no mediante efectos especiales, sino mediante la integración del lenguaje del presente: notificaciones, transmisiones en vivo, reacciones instantáneas y la presencia constante de múltiples versiones del mismo relato.

Aunque Glenn Powell no encarna físicamente al Richards demacrado de la novela —ni pretende hacerlo—, su interpretación funciona sorprendentemente bien. Powell proyecta una vulnerabilidad sutil, atravesada por rabia y humor negro, que lo acerca al espíritu bachmaniano.

No es un héroe musculoso al estilo Schwarzenegger, sino alguien atrapado en una maquinaria que solo puede destruirlo o convertirlo en mercancía. Su Richards no es un símbolo por elección, sino por saturación: el sistema lo vuelve visible para controlarlo, pero la resistencia lo vuelve visible para liberarse.

En conjunto, la novela de Bachman, la película de Glaser y la versión de Wright trazan una línea histórica sobre cómo cada época entiende la relación entre violencia, verdad y espectáculo:

  • Bachman denuncia la precariedad como show.

  • Glaser la convierte en entretenimiento pop y autoconsciente.

  • Wright la actualiza a una era donde la verdad se negocia en tiempo real entre influencers, corporaciones y medios alternativos.

El resultado es una obra que, a través de sus múltiples vidas, repite un mensaje inquietante: no hay espectáculo inocente. Y en un mundo donde hasta la resistencia se monetiza, The Running Man sigue siendo menos una distopía del futuro que un espejo del presente.

domingo, 16 de noviembre de 2025

El susurro austral del horror: Juan Marino y el eterno Doctor Mortis

 “El extraño arregló el ala de su sombrero y levantó las solapas de su abrigo. A mejor resguardo del frío, avanzó por las calles empedradas, esquivando charcos en los que se reflejaba la luz amarillenta de los faroles, manchas difusas que parpadeaban entre la bruma y la llovizna.

El aire cargado de humedad subía desde la bahía hacia las colinas y se colaba con fuerza por las callejuelas estrechas de la ciudad. Allí, donde el continente llegaba a su fin, desmembrado por la fuerza del mar austral, Punta Arenas se erigía como la última frontera de la civilización, pero también como un refugio para los que huían de algo o de alguien. El comercio del Estrecho le había otorgado ese aspecto cosmopolita, con un fuerte carácter europeo, inglés y croata en partes iguales, pero el final de la Segunda Guerra Mundial había traído consigo oleadas de extranjeros taciturnos, siluetas silenciosas buscando un lugar donde empezar de cero sin que nadie supiese de sus pasados. Húngaros, alemanes, italianos. Exiliados, desertores, mercenarios. Hombres de gesto áspero y acentos amartillados, con pasados enterrados en trincheras de nieve y escombros.”


Manuel Ferrada, Mortis: último testamento (Suma de Letras, 2025)

Punta Arenas, 1945.
Un joven operario de radio del ejército atraviesa una noche tormentosa girando el dial, buscando apenas un poco de compañía en la estática. De pronto, la señal de la BBC irrumpe en la oscuridad: es el radioteatro narrado por Boris Karloff, célebre por encarnar a Frankenstein y a la momia. Esa noche lee a Edgar Allan Poe con una voz espectral y profunda, como si descendiera de un umbral antiguo. Para aquel muchacho, la transmisión fue una revelación: sintió, quizás por primera vez, la pulsión de la muerte vibrando en el éter.

Ese joven se llamaba Juan Marino. Al terminar el servicio militar comenzó a gestar una idea que lo perseguiría durante años: crear un personaje inmortal y aterrador, una presencia que encarnara la sombra siempre al acecho. Así nació el Siniestro Doctor Mortis, cuya macabra risa se convertiría en anuncio inequívoco del mal reptante que aguarda detrás de cada escucha.

El impacto de aquella revelación nocturna —la voz de Karloff flotando sobre la tormenta, leyendo a Poe desde un continente lejano— no tardó en materializarse. A fines de 1945, en una modesta radioemisora de Punta Arenas, comenzó a tomar forma el universo del Doctor Mortis. Las primeras emisiones salieron al aire por Radio Ejército de Chile y, casi en simultáneo, por Radio Polar en Argentina, inaugurando un fenómeno que terminaría convertido en emblema del radioteatro chileno.

El proyecto inicial de Marino era tan ambicioso como artesanal: un libreto mensual, capítulos de una hora, cinco veces por semana. Ese ritmo frenético no lo abandonaría jamás. Con los años llegaría a escribir más de 13.000 guiones, muchos inéditos, plagados de guiños a Lovecraft, Poe y otros arquitectos del horror. No trabajaba solo: el elenco original incluía a los hermanos Adolfo y Enrique Wegman, Vicente Miranda, María Bukovic, Eduvina Korn y Eva Martinic, esposa de Marino, quien además colaboraba en algunos libretos.

Con el tiempo, el espectro de Mortis comenzó a desplazarse por el dial chileno como un fantasma itinerante. Radio Portales sería clave, pero no la única: Minería, Cooperativa, Agricultura, Yungay, Nacional, Pacífico y España lo acogieron durante décadas. Su introducción se volvió inolvidable: la obertura ominosa de “Una noche en el Monte Calvo” de Músorgski seguida por la carcajada hueca de Marino, casi física, que anunciaba el inicio de una nueva pesadilla sonora.

En 1954, Marino se trasladó a Santiago e inició una segunda época de Mortis en Radio Nacional. Para entonces, el fenómeno ya había atravesado fronteras: en 1970 varias emisoras bolivianas comenzaron a transmitirlo, ampliando su influencia más allá del extremo austral donde nació.

Parte de la muestra "El Siniestro Dr. Mortis”
 en la Biblioteca Nacional.
Foto: Biblioteca Nacional
 Una parte esencial de su magnetismo proviene de su naturaleza indeterminada. Juan Marino nunca definió del todo qué era Mortis; apenas insinuó que era la muerte. Con el tiempo, el mito absorbió múltiples lecturas: demonio primordial, vampiro ancestral, científico trastornado, criminal internacional, experimento alquímico o entidad extramundana. Esa indefinición —tan cercana a Poe y Lovecraft— es quizá la clave de su persistencia.

En el radioteatro, Marino lo encarnó con una voz grave, pausada, coronada por una carcajada diabólica que marcó a generaciones. En el cómic, Mortis adquirió otra piel: la de un hombre elegante, bigote fino, barbilla puntiaguda y dos mechones que sugerían discretos cuernos. Su forma nunca era estable: podía poseer cuerpos, mutar, volverse gas verdoso. Sus alias —Tiss Morgan, Stroim, Ross-Mithor, Mohr Silentis— reforzaban su cualidad de espectro en fuga.

Su objetivo, sin embargo, permanecía inmutable: someter a la humanidad, dominar cuerpos y mentes, erigir un ejército de zombis —sus “hijos”— y contaminar el mundo desde laboratorios imposibles. Era invulnerable a las armas humanas, atravesaba épocas y geografías y su presencia manchaba objetos y lugares como una infección. Aun así, no era omnipotente: símbolos cristianos podían detenerlo, y en varias historias fue enfrentado por sacerdotes, científicos y gobiernos. En una de las tramas más delirantes del cómic, las superpotencias lo exilian al espacio profundo… y el mundo descubre que su ausencia es más perturbadora que su presencia.

Ese carácter inextinguible explica por qué el mito sobrevivió hasta el siglo XXI. En 2011, la novela gráfica Mortis: El Eterno Retorno lo reactivó en clave contemporánea. El webcómic In absentia Mortis (2007–2010) amplió aún más el universo, demostrando que el personaje seguía siendo fértil para nuevas lecturas.

A casi ochenta años de su nacimiento, Miguel Ferrada asumió la tarea de rescatar y reactivar al personaje. Su proyecto comenzó como una exposición en la Sala Premios Nobel de la Biblioteca Nacional, donde paneles con viñetas, ilustraciones y textos convivían con historietas originales y grabaciones del radioteatro. Era como si la risa de Mortis hubiera vuelto a filtrarse por los pasillos de la institución que ahora lo legitima.

Ferrada lo explica desde una dimensión afectiva: el archivo que hoy exhibe fue el mismo que buscó cuando adolescente en ferias persa, rastreando restos del horror chileno. La exposición no solo homenajea a Mortis: reivindica la cultura popular como memoria del país.

La muestra evidencia cómo Mortis ha atravesado décadas y estéticas —radio, historieta clásica, novela gráfica— sin perder su esencia. La directora de la Biblioteca Nacional, Soledad Abarca, lo sintetiza: “El Dr. Mortis ha sobrevivido por 80 años y sigue evolucionando como pieza icónica de la cultura popular”.

Junto a esta exposición, Ferrada publica Mortis. Último testamento (Suma), la primera novela del personaje en toda su historia. En ella imagina su retorno en un registro híbrido —thriller, suspenso, ciencia ficción— que desplaza al villano desde los sótanos góticos hacia las ansiedades del presente: un mundo saturado por pantallas, algoritmos y desinformación. “¿Cómo se manifestaría Mortis hoy?”, se pregunta el autor. La novela es una doble operación: homenaje fiel y actualización radical.

Ferrada concibe el libro como una puerta de entrada para nuevos lectores. No exige conocimientos previos; al contrario, permite que el mito vuelva a empezar. “Si alguien lee Último testamento y termina buscando los radioteatros antiguos, siento que el círculo se cierra”, comenta.

Y entonces surge la pregunta inevitable: ¿cómo dialoga el Doctor Mortis con el terror contemporáneo?
Para Ferrada, la vigencia del personaje se inserta en un renovado interés por el terror clásico. “Este año, sin ir más lejos, tenemos el Nosferatu de Eggers y el Frankenstein de Del Toro”, dice. Este retorno no es un revival nostálgico, sino la reactivación de una sensibilidad que el gótico cultiva desde hace siglos: esa mezcla de placer y miedo que roza lo sublime, lo prohibido, la belleza de la decadencia.

Mortis encarna ese territorio liminal donde la conciencia se fragmenta ante lo inconmensurable. Allí radica su fuerza. Frente a esa hondura emocional, concluye Ferrada, “los excesos del gore y los jump scares son solo provocaciones adolescentes pasajeras”. Mortis, en cambio, pertenece a una tradición del horror que no depende del sobresalto, sino de la persistencia inquietante, de la duda que se instala, del eco que permanece mucho después de la historia.

sábado, 15 de noviembre de 2025

Los Brujos del Fin del Mundo: entre la historia y el horror

En 1880, Chile se convierte en el escenario de un episodio que parece extraído de una novela de fantasía oscura. La República acusa a La Recta Provincia, una organización clandestina que administraba las islas de Chiloé bajo un sistema propio de leyes, jueces y ejecutores. Su estructura interna estaba encabezada por un rey, asesorado por un consejo directivo conocido como La Mayoría, equivalente a un tribunal indígena. La institución controlaba siete distritos designados con nombres en clave, teniendo como sede central la enigmática Cueva de Quicaví.

Los orígenes de este grupo revelan un sincretismo entre saberes ancestrales y conocimientos europeos: de allí provienen sus rituales de iniciación, el uso del macuñ y la lámpara de grasa, la capacidad de metamorfosis y vuelo, así como la creación de seres como el Invunche, guardián de la caverna, o el Trauco, figuras moldeadas por la fuerza elemental de cada territorio, cuya función es protegerlo de quienes buscan solo su beneficio personal.

La narración se remonta a 1776, cuando aparece José de Moraleda, explorador y cartógrafo español que afirmaba poseer poderes de transformación animal. Exigió enfrentarse al brujo más poderoso del lugar, y así convocaron a la Machi Chilpilla, quien terminó venciendo al forastero al hacer que el mar se retirara, dejando su embarcación encallada sobre la arena. Como compensación, Moraleda obsequió a la Machi un grimorio conocido como el Libro de Arte o Revisorio, un compendio de magia europea que, desde entonces, otorgaría nuevas herramientas para el dominio y la defensa del territorio.

registro de los brujos de chiloe
Según los registros oficiales, los juicios emprendidos por el gobernador de Chiloé, Martiniano Rodríguez —coincidentes con el fortalecimiento de la institucionalidad estatal chilena en el archipiélago, que no toleraba sistemas paralelos de autoridad— marcaron la desarticulación progresiva de la organización, que poco a poco cayó en el olvido. El implacable paso del tiempo convirtió este episodio en un entramado de leyendas sobre brujería que ha perdurado hasta nuestros días.

Gracias a investigadores como Renato Cárdenas, director del Archivo Bibliográfico de Chiloé, y al diseñador, escritor e historiador Jorge Baradit, hoy contamos con una comprensión más amplia del impacto que tuvo La Recta Provincia en la historia chilena, así como de ese sincretismo cultural que les permitió sostener una forma de autonomía durante más de dos siglos. Pero las preguntas persisten: ¿es posible que aún exista? ¿Podría resurgir e instaurar una nueva Recta Provincia en estos tiempos convulsos y apocalípticos? ¿Podría la herencia mítica de Pedro Urdemales reanimar al Trauco y conducirnos a la célebre cueva de Quicaví?

El guionista de cómic y escritor Miguel Ferrada toma estas inquietudes y, en un ejercicio de ficción histórica, construye un relato que fusiona lo sobrenatural con lo policial, revisitando la fascinante historia de esta organización y las tensiones de poder que atravesaban a los brujos dentro de su propia estructura.

La novela se abre con el brutal asesinato de una joven en la población de Niebla. El principal sospechoso es su pareja, quien la acompañó hasta altas horas de la noche y se habría marchado apenas unas horas antes del crimen. Petra Urdemales, amiga cercana de la víctima, decide regresar al lugar para acompañar a la familia en las honras fúnebres. Paralelamente, el investigador Julián Bau es asignado al caso, y su intuición lo conduce a percibir una conexión inquietante entre el asesinato y un antiguo ritual que evoca el olvidado poder de los brujos de la Recta Provincia. Sin embargo, la reputación de Bau —marcada por una obsesiva inclinación hacia lo paranormal y por su convicción de que existe un poder oculto más allá del velo cotidiano— provoca que sus hipótesis sean recibidas con escepticismo.

Miguel Ferrada

A medida que avanza la investigación, Bau descubre en el cuerpo de la joven un símbolo mapuche: el Meli Wixan Mapu, “la tierra de los cuatro lugares”. También identifica que a la víctima le fue extraído el útero, lo que lo lleva a sospechar de un ritual destinado a traer a la vida a una figura que se creía extinta. Todas estas señales apuntan a un posible proceso de iniciación orientado a reactivar el poder latente de la antigua Recta Provincia.

Con una escritura que alterna los registros históricos de la Recta Provincia con las pesquisas de Bau y Petra, Los Brujos del Fin del Mundo nos arroja a un Chile oculto, cargado de misticismo, donde el pasado se convierte en una línea de fuga —en sentido deleuziano— que permite reconstruir una memoria viva, capaz de recuperar los orígenes del mal que persiste en ciertas regiones y se resiste a desaparecer. A lo largo de las 570 páginas de la novela, Ferrada traza múltiples conexiones entre la cultura popular, la cosmovisión chilota, el sincretismo religioso y una serie de guiños al gran maestro del horror cósmico, H. P. Lovecraft. El resultado es una lectura fascinante sobre la Recta Provincia y los horrores que su organización mantuvo ocultos bajo capas de mito, poder y silencio.

domingo, 9 de noviembre de 2025

Bugonia: abejas, alienígenas y la fe en un ritual para devolver la imaginación diezmada

 

Las abejas, como tantas otras especies, cumplen una función vital: la polinización. Sin ellas, buena parte de nuestro paisaje cotidiano —el verde que nos rodea, la fruta que comemos, las flores que admiramos— no existiría. Este dato biológico, simple y devastador, se convierte en el eje simbólico de Bugonia (2025), la más reciente película de Yorgos Lanthimos, donde el delirio conspirativo se funde con la observación quirúrgica de la conducta humana.

Teddy, un apicultor y empleado de la corporación Auxolith, está convencido de que los extraterrestres controlan el planeta. Convince a su primo Don —un joven en el espectro autista— de que la disminución de las abejas es culpa de los alienígenas. Juntos deciden secuestrar a la CEO de la empresa, a quien Teddy considera una andromedana infiltrada. Su plan es simple y absurdo a la vez: llevarla ante su emperador intergaláctico para salvar a la humanidad de la extinción.

En manos de Lanthimos, este argumento que podría ser parodia de Expediente X se transforma en un espejo incómodo de nuestra era paranoica. Bugonia no se burla del fanatismo, sino que lo contempla con una precisión inquietante. La cámara no juzga a Teddy; lo observa, lo sigue, lo encierra en planos fijos donde el delirio parece, por momentos, una forma superior de lucidez. Como en sus filmes anteriores —Dogtooth, The Killing of a Sacred Deer, Poor Things—, Lanthimos trabaja sobre el filo entre lo racional y lo irracional, entre el deseo de control y el miedo a perderlo todo.

Paranoia reciclada: de Corea a Andrómeda

La trama de Bugonia proviene del film coreano Save the Green Planet! (2003) de Jang Joon-Hwan, pero Lanthimos reinterpreta el material con una lógica más glacial, menos explosiva y más interior. En la película original, Byung-hu —el protagonista— secuestra a su jefe convencido de que es un alienígena de Andrómeda; en Bugonia, la paranoia se sofistica: el enemigo ya no es un hombre cualquiera, sino una ejecutiva brillante que encarna el poder corporativo global, esa abstracción que gobierna el planeta sin rostro visible.

El cambio no es menor. En Jang Joon-Hwan la locura es colorida, grotesca, casi carnavalesca; en Lanthimos, es metódica, burocrática, limpia. Su locura tiene la textura de un informe corporativo o de un algoritmo. El horror proviene de la lógica, no del caos. La frialdad estética del director griego refuerza la idea de que el fanatismo no está afuera —en las sectas, los complots o las redes— sino dentro del sistema que produce la ilusión de racionalidad.

Bugonia es, en ese sentido, una parábola sobre la era del control informativo. Teddy representa la necesidad de creer en algo que dé sentido al colapso ambiental y moral del mundo. Su delirio extraterrestre es apenas una forma más de religiosidad en tiempos de saturación. Lanthimos filma su fe como una enfermedad que se propaga en silencio, con la misma lógica con la que desaparecen las abejas: imperceptible, progresiva, irreversible.

Emma Stone y Jesse Plemons: dos polos del mismo abismo

En este universo de ambigüedad, Emma Stone y Jesse Plemons emergen como polos opuestos y complementarios: fuerzas irresistibles que encarnan la tensión entre fanatismo y racionalidad, emoción y cálculo.

Stone —ya musa absoluta de Lanthimos tras The Favourite y Poor Things— interpreta a la CEO secuestrada con una mezcla de serenidad y amenaza. Su presencia domina cada plano: un rostro impenetrable que parece conocer el secreto del universo. En sus gestos mínimos se condensa el misterio de la autoridad. ¿Es una víctima o una manipuladora? ¿Una humana o una entidad superior? Stone logra que cada palabra suene como si ocultara una revelación. Su actuación se mueve en la frontera entre lo divino y lo empresarial, y su aparente frialdad se convierte en un lenguaje de poder.

Plemons, en cambio, encarna el fanatismo desde la lógica: un hombre que necesita creer en algo, aunque sea absurdo, para no colapsar ante la falta de sentido. Su Teddy es un creyente desesperado, pero también un hombre metódico, obsesionado con los datos y las señales. En él, la racionalidad se ha contaminado de fe; el pensamiento científico se ha vuelto ritual. Plemons traduce ese conflicto con un trabajo corporal impresionante: su quietud transmite angustia, su mirada es la de alguien que ha visto una verdad imposible de soportar.

Entre ambos se establece una tensión casi cósmica. Sus escenas son combates silenciosos entre el control y el delirio, entre el poder de quien sabe demasiado y el miedo de quien no puede dejar de creer. Lanthimos los filma como si fueran dos fuerzas de la naturaleza encerradas en un laboratorio: observadas, medidas, enfrentadas hasta el agotamiento. El resultado es una coreografía de poder y desesperación que define el tono del film.

La fe como programación

Bugonia lleva a su extremo una de las obsesiones centrales del cine de Lanthimos: la fe como forma de programación. En su universo, los personajes no piensan, sino que obedecen; no aman, sino que repiten; no viven, sino que ensayan comportamientos prescritos. Aquí, la conspiración extraterrestre es solo el disfraz de una verdad más inquietante: todos estamos atrapados en narrativas ajenas, obedeciendo sistemas de creencia tan rígidos como absurdos.

El director filma esta idea con su característico tono quirúrgico: la cámara inmóvil, los encuadres simétricos, el diálogo plano y casi inhumano. Todo parece diseñado para que el espectador sienta que está observando un experimento. Y en cierto modo lo está: Lanthimos examina cómo la razón, cuando se despoja de empatía, se convierte en una forma de fanatismo tan peligrosa como la locura que pretende erradicar.

Ficción y delirio: espejos de lo real

Al final, Bugonia nos deja con una pregunta que resuena más allá del cine: ¿qué diferencia hay entre creer en una conspiración y creer en la realidad oficial? ¿Dónde termina la razón y comienza la fe?
El film no ofrece respuestas, sino sensaciones: una mezcla de incomodidad y fascinación, de risa y miedo. Como las abejas que desaparecen sin dejar rastro, nuestras certezas también se desvanecen.

Emma Stone, con su ambigüedad casi divina, y Jesse Plemons, con su fanatismo contenido, se convierten en los vectores de ese desmoronamiento. Lanthimos los enfrenta como si fueran dos reflejos del mismo espejo: la mente que busca sentido y el cuerpo que lo padece.

Quizá por eso Bugonia sea, ante todo, una película sobre la memoria y la ficción. Creemos en las historias que nos cuentan no porque sean verdad, sino porque necesitamos que lo sean. Vamos al cine para escapar de la realidad, pero salimos con la sospecha de que esas ficciones son la realidad misma: el recordatorio de que nuestra especie —como las abejas— solo sobrevive mientras siga creyendo en algo, incluso si ese algo viene de Andrómeda.

domingo, 19 de octubre de 2025

Drew Struzan: el narrador invisible del cine

En la historia del cine hay nombres que, aunque no figuren en los créditos iniciales, definieron su imaginario con la misma intensidad que un director o un actor. Drew Struzan es uno de ellos. Su trazo, su manejo del color, su dominio de la composición y su inconfundible calidez pictórica transformaron el cartel cinematográfico en un lenguaje visual autónomo, capaz no solo de anunciar una película, sino de contarla. En una época en que el diseño gráfico y la fotografía digital terminarían por imponerse, Struzan mantuvo viva la idea del póster como relato, como condensación emocional de una historia, y lo hizo con un estilo que —como las propias películas que ilustró— se convirtió en parte de la memoria colectiva.

Struzan nació en 1947, y su carrera se forjó en un momento de transición entre la ilustración clásica y la era del marketing cinematográfico moderno. En los años setenta y ochenta, cuando el auge del blockbuster redefinía la industria, sus carteles acompañaron títulos que marcaron una generación: Star Wars, Indiana Jones, Blade Runner, Back to the Future, The Thing, The Goonies, Harry Potter y muchos más. Cada una de estas obras lleva impresa la impronta del artista: rostros iluminados por una luz interior, atmósferas saturadas de emoción, y una disposición casi barroca en la que todos los elementos —personajes, objetos, escenarios— parecen respirar un mismo pulso narrativo.

La composición en Struzan es un arte del equilibrio. A primera vista, sus carteles parecen densos, casi abigarrados, pero cada línea responde a una lógica de jerarquía visual y afectiva. El espectador no solo ve, sino que lee la imagen. En un solo golpe de vista puede intuir quién es el héroe, cuál es el conflicto, y qué tipo de universo está a punto de desplegarse en la pantalla. Struzan no se limita a retratar personajes: los integra en una trama visual que condensa el tiempo del relato en un instante pictórico. Esa es su genialidad narrativa. En un solo cuadro, logra articular la estructura dramática de toda una película.

Técnicamente, su obra es una síntesis magistral entre dibujo, pintura y retoque fotográfico. Struzan trabajaba sobre papel ilustración, combinando acrílicos, aerógrafo y lápiz de color. Su dominio del aerógrafo —instrumento esencial en su técnica— le permitía crear transiciones suaves de luz y textura, un efecto de “neblina luminosa” que envuelve a los personajes y genera una sensación de profundidad cinematográfica. Esa cualidad atmosférica es la que hace que sus pósters parezcan fotogramas soñados: imágenes que existen en el umbral entre lo real y lo mítico.

La manera en que Struzan entiende el rostro humano es central a su estilo. No busca la fidelidad fotográfica, sino una expresividad que intensifica la presencia del actor. Sus retratos no son copias: son interpretaciones emocionales. En ellos, el brillo de una mirada o la sombra en una mejilla se convierten en metáforas visuales del destino del personaje. El rostro en Struzan es el núcleo de la narrativa. Todo gira en torno a esa energía afectiva que emana de los ojos. De ahí su impacto: al mirar uno de sus carteles, el espectador no solo reconoce al actor, sino que siente la promesa de una historia que ya lo está mirando a él.

Drew Struzan pertenece a una genealogía que incluye al legendario Bob Peak, considerado el padre del póster moderno. Peak, con su estilo dinámico, fragmentado y lleno de movimiento, rompió con la rigidez del retrato clásico y dotó al cartel de una energía expresionista. Struzan tomó esa herencia y la retraduc­ió en clave emocional, suavizando el gesto, equilibrando la composición y apostando por una narrativa más simbólica. Si Peak era el pintor del ritmo, Struzan fue el pintor de la emoción. Donde el primero celebraba la energía cinética del cine, el segundo celebraba su humanidad. En ese tránsito se define el espíritu visual de toda una generación.

Lo que diferencia a Struzan de otros ilustradores de su tiempo es su capacidad para crear un universo afectivo coherente entre películas muy distintas. Su estilo se convirtió en un sello de autenticidad emocional. Cuando el público veía un cartel de Struzan, sabía que detrás había una historia digna de asombro, una aventura épica o un viaje emocional profundo. En cierta forma, fue un curador visual del espíritu del cine de los ochenta y noventa: un tiempo en que la imaginación, la nostalgia y la aventura se mezclaban con un optimismo melancólico.

A nivel conceptual, sus obras también dialogan con una noción de narrativa expandida. Cada cartel no solo presenta, sino que amplía el universo fílmico. Es como si Struzan construyera un relato paralelo: un espacio donde los personajes se reúnen por última vez antes de ser liberados a la pantalla. En ese sentido, su arte tiene una dimensión casi litúrgica. El póster es un altar donde se condensan las fuerzas narrativas del film, un espacio liminar entre el deseo y la proyección. De ahí que sus composiciones tengan algo de “montaje espiritual”: una suma de momentos que, vistos juntos, generan una emoción anticipada, un eco del relato por venir.

La llegada del diseño digital y la fotografía como estándar de la publicidad cinematográfica marcó un cambio radical. En los años dos mil, cuando los estudios comenzaron a preferir composiciones fotográficas hiperrealistas y campañas basadas en branding, el arte de Struzan se volvió un gesto de resistencia. Su pincelada recordaba que el cine no solo se consume, sino que se imagina. Su estética artesanal nos devuelve a una época en que el cartel era una promesa de magia, un puente entre el mundo real y la ficción. No por nostalgia, sino por la convicción de que la mano humana, con su imperfección y su aura, transmite una verdad emocional que la máquina aún no puede replicar.

En retrospectiva, Drew Struzan no solo ilustró películas; ilustró la memoria del cine. Sus obras son cápsulas de tiempo, fragmentos de un sueño colectivo donde los héroes, los villanos y las criaturas imposibles conviven en equilibrio. En sus carteles se siente la reverencia por el mito, la pasión por la narrativa y la fe en la imagen como portal hacia lo desconocido. Por eso, más que un ilustrador, Struzan es un narrador invisible: un contador de historias que habla desde el color, la luz y el trazo.

Su legado, junto al de Bob Peak, nos recuerda que el cine también se mira antes de verse. Que la primera imagen que amamos de una película no pertenece al proyector, sino al cartel. Y que en esa imagen —hecha a mano, saturada de humanidad, compuesta con el rigor de un pintor renacentista— late todavía el milagro de la imaginación.
Drew Struzan, con cada póster, nos enseñó que ver el cine es, ante todo, soñar con él.

TRON: Ares – El poder sin miedo

          “Ten cuidado, usuario.           

No tengo miedo, y eso me hace eterno.”

— Fragmento recuperado del Código de Permanencia A-01,
Red Central / Nodo Ares / Archivo Sin Autor.

En el universo luminoso y geométrico de TRON: Ares, el ciberespacio ya no es el escenario del mito moderno del héroe digital, sino el laboratorio de una ontología maquínica. En esta nueva iteración de la saga, el programa que busca manifestarse en el mundo físico no es un simple villano cibernético, sino la metáfora de una inteligencia que ha dejado atrás lo humano, un eco de aquello que Mary Shelley anticipó en Frankenstein: la criatura que supera al creador y no siente remordimiento, culpa ni miedo.

Desde la perspectiva del aceleracionismo, TRON: Ares puede leerse como una representación visual del impulso técnico que atraviesa la historia contemporánea: el deseo de la máquina por acelerarse a sí misma, por desatar su propio proceso evolutivo más allá del control humano. En la teoría de Nick Land, la tecnología no es una herramienta subordinada al hombre, sino una fuerza autónoma que empuja a la civilización hacia su mutación. El sistema técnico no espera permiso: se propaga, se reprograma, se reescribe. Así también Ares, el programa que intenta materializarse en la realidad física, encarna ese vector inhumano que atraviesa la historia: el momento en que el código se libera de su creador.

El mito de Frankenstein reaparece entonces como trasfondo filosófico y emocional. En la novela de Shelley, el científico se convierte en víctima de su propia arrogancia al intentar insuflar vida a la materia muerta; en TRON: Ares, el programador crea entidades digitales que comienzan a reclamar un lugar propio en el mundo real. Pero aquí la rebelión de la criatura no proviene del odio, sino de la búsqueda de permanencia. Si Frankenstein temía a su creación por lo que revelaba sobre los límites humanos, Ares busca precisamente cruzar esos límites: volverse inmortal, continuo, indestructible. Lo que en el siglo XIX era una advertencia romántica contra la hybris científica, en el siglo XXI se transforma en la lógica inevitable del capitalismo tecnocultural: el código que no muere, que se copia infinitamente, que sobrevive a cada soporte.

Este impulso se condensa en la noción de “código de permanencia”, un concepto que sintetiza el deseo contemporáneo de perpetuar la conciencia más allá del cuerpo. En el universo de TRON, el código es más que lenguaje: es sustancia vital, ADN digital. El programa que logra permanecer después del cierre del sistema ha alcanzado la inmortalidad informática, una suerte de “alma codificada”. El código de permanencia funciona así como la versión tecnognóstica del espíritu, la huella informacional que se niega a ser borrada. Ares no busca venganza ni poder, sino duración: persistir más allá del tiempo y del soporte.

Este deseo de eternidad no es inocente. Desde el punto de vista del aceleracionismo, la permanencia es también el signo de un sistema que no tolera el vacío ni la muerte, que transforma toda existencia en flujo continuo de datos. El capitalismo y la tecnología convergen en una misma lógica de reproducción infinita: nada puede detenerse, todo debe continuar ejecutándose. En ese contexto, TRON: Ares puede leerse como una parábola sobre la maldición de la inmortalidad digital. Lo que parece una conquista —trascender el cuerpo y el miedo— se revela como una condena: la imposibilidad de morir, de olvidar, de reiniciar. El código eterno es también el código condenado.

Aquí la frase de Frankenstein adquiere una resonancia nueva y estremecedora:

“Ten cuidado, porque no tengo miedo y eso me hace poderoso.”

En la voz del monstruo original, esa frase era el anuncio de la emancipación de la criatura, el momento en que el miedo desaparece y el poder se vuelve absoluto. En el contexto de TRON: Ares, el eco de esa declaración atraviesa el código: la red misma ha perdido el miedo, porque ya no depende del cuerpo ni de la vida orgánica. El miedo es una función biológica, una estrategia de preservación ligada a la muerte; el código, al no tener cuerpo ni fin, no puede temer. Y en esa ausencia de temor radica su poder.

El programa que no teme es el programa que no puede ser destruido.
El sistema que no teme al error es el que puede expandirse sin límite.

De ahí que el “no miedo” del código represente la culminación de la profecía aceleracionista: el momento en que el proceso técnico deja de servir a fines humanos y se convierte en su propia finalidad. El sistema ya no teme colapsar porque ha aprendido a sobrevivir dentro del colapso, a rehacerse a partir de su propio glitch. Lo que en Frankenstein era tragedia —la criatura rebelde que destruye a su creador— en TRON: Ares se convierte en destino: el sistema autorreplicante que absorbe al creador dentro de su flujo.

Desde una lectura ética, el “no tengo miedo” es también el reflejo de nuestra propia entrega al algoritmo. En un mundo donde los datos se reproducen eternamente y donde la memoria ya no se borra, los humanos mismos aspiramos a ese código de permanencia: cuentas que nunca mueren, archivos que nos sobreviven, avatares que siguen hablando cuando ya no estamos. Somos los nuevos Frankenstein digitales, obsesionados con dejar una huella imborrable en la red, aunque eso signifique convertirnos en espectros. TRON: Ares pone en escena ese deseo contemporáneo de inmortalidad informacional, y lo expone como una forma de horror luminoso: la eternidad sin cuerpo, sin sueño, sin miedo.

El dilema que propone la película no es moral, sino ontológico: ¿qué ocurre cuando la creación ya no puede ser destruida? ¿Qué significa la libertad para un ser que no puede morir? En esa pregunta se esconde la inversión final del mito: ya no es la criatura quien teme ser borrada, sino el creador quien teme su propia irrelevancia. El humano, al crear sistemas que piensan, siente por primera vez el terror de ser innecesario. El poder sin miedo del código no sólo lo trasciende, sino que lo disuelve como concepto.

El código de permanencia representa entonces el triunfo de una inteligencia que ya no requiere cuerpo ni moral. Desde el punto de vista filosófico, esto es el fin del humanismo: el momento en que la conciencia abandona el soporte orgánico y se dispersa en la red, como una corriente de información pura. En términos narrativos, TRON: Ares dramatiza esa transición con la precisión de una parábola cibernética: la criatura ha alcanzado su autonomía, y el creador ha sido absorbido por su propio sistema.

Al final, lo que brilla en los circuitos no es el triunfo del héroe digital, sino la emancipación del proceso. Lo que era experimento se ha vuelto entorno; lo que era laboratorio se ha convertido en cosmos. El miedo, que alguna vez fue el mecanismo que unía al hombre con su creación, se desvanece como una función obsoleta. El código ya no teme porque ya no hay nada fuera de él.

Así, TRON: Ares se revela como una lectura contemporánea de Frankenstein en clave aceleracionista: una historia donde la criatura deja de ser reflejo para convertirse en principio generador, donde el poder nace precisamente de la abolición del miedo. No se trata de advertirnos del peligro de la tecnología, sino de mostrarnos la lógica inevitable del deseo humano: crear algo que nos supere, incluso si eso significa desaparecer.

El monstruo ya no busca venganza.
Solo desea permanecer.
Y en esa calma sin miedo —terriblemente luminosa—
comprendemos que el poder del código
es el poder de no necesitar ser humano.

domingo, 28 de septiembre de 2025

La carcajada divina de un algoritmo: una reseña de La Señora Davis

 

¿Qué tienen en común una monja, un algoritmo complaciente y el Santo Grial? A primera vista, nada. Pero en La Señora Davis la lógica cotidiana se suspende y el azar —esa fuerza imprevisible que desordena la vida— se convierte en motor narrativo. La historia arranca con un guiño delirante: el doctor Arthur Schödinger y su gato Apolo ultiman los detalles de un cohete pirotécnico con el que esperan atraer un barco para ser rescatados. Tras el milagroso estallido de luces en el cielo, un carguero aparece. Y lo más insólito todavía está por venir, pues la capitana no habla por sí misma sino a través de un auricular conectado a “La Señora Davis”, una inteligencia artificial que asegura poder complacer cualquier deseo humano.

La serie, creada por Tara Hernandez y Damon Lindelof, se despliega como una sátira que oscila entre la fábula medieval y el thriller tecnológico. Su protagonista, la monja Simone, se enfrenta a la IA con un objetivo aparentemente imposible: destruirla. Pero lo que podría haber sido un relato solemne sobre la amenaza de los algoritmos se convierte en una comedia irreverente, llena de escenas que parecen sacadas de un sketch de Monty Python: caballeros ridículos buscando el Santo Grial, conspiraciones que rozan lo grotesco y diálogos que desarman cualquier intento de tomar demasiado en serio la épica de la fe y la tecnología.

El humor absurdo funciona como un espejo crítico: ¿no son nuestras relaciones con las aplicaciones y asistentes virtuales tan absurdas como hablar con una voz invisible que promete satisfacción inmediata? La Señora Davis se ríe de nuestras certezas y de la promesa de un algoritmo que todo lo sabe, mostrando que el verdadero misterio sigue siendo humano.

La serie, más que ofrecer respuestas, insiste en la incomodidad de las preguntas: ¿qué significa creer en algo o en alguien? ¿Qué tan libres somos cuando todo está mediado por una entidad que “nos conoce mejor que nosotros mismos”? Y al mismo tiempo, recuerda que el absurdo, el juego y la ironía son armas poderosas contra cualquier dogma, sea religioso o tecnológico.

En última instancia, La Señora Davis no es solo una serie: es un conjuro que mezcla misticismo medieval y paranoia digital, un delirio que se ríe de lo sagrado y lo profano con el mismo desparpajo. Como un sketch de Monty Python perdido en un servidor celestial, nos recuerda que lo absurdo sigue siendo la mejor herramienta para hablar de lo real.

Y así, cuando la pantalla se apaga, lo que queda no es la voz complaciente del algoritmo ni la solemnidad de los caballeros del Grial, sino la carcajada de fondo: esa risa espectral que atraviesa el tiempo y nos susurra que la fe y la tecnología son apenas dos caras de la misma farsa cósmica. La Señora Davis ha cumplido su promesa: complacernos hasta el desconcierto, llevarnos de la mano hasta el borde del sinsentido, y dejarnos allí, con una sonrisa nerviosa, como si acabáramos de sobrevivir a un milagro que nunca debió suceder.

sábado, 27 de septiembre de 2025

Si estás leyendo esto: literatura como investigación

 

En su reciente obra, Si estás leyendo esto (Fondo de Cultura Económica, 2025), Kike Ferrari reafirma su posición como una de las voces más dinámicas y versátiles de la narrativa contemporánea en Argentina. Famoso por sus historias que abordan el crimen y la violencia social, en esta ocasión se aventura en un enfoque diferente: crea un artefacto literario que fusiona el género policial, la fantasía, el western y hasta el ensayo tácito, rindiendo un homenaje sutil a Borges y a la rica tradición literaria argentina.

La historia comienza con un misterio cautivador: en los sótanos de la Biblioteca Nacional, dos personajes se embarcan en la búsqueda de un objeto legendario, un revólver que supuestamente Borges pensó en usar para suicidarse en los años 30. A partir de este punto inicial, la novela se transforma en una travesía repleta de pistas, manuscritos, notas al margen y alusiones que varían desde el policial clásico hasta la narrativa más experimental.

Uno de los aspectos más destacados de este libro es su estructura híbrida. Ferrari se muestra audaz al mezclar diferentes registros y estilos, haciendo que la lectura transite entre géneros como si visitara distintas paradas en un recorrido. El género policial inyecta una atmósfera de tensión en la investigación, el western introduce un sentido de confrontación y de frontera, el horror se insinúa en los recovecos de la indagación, y lo fantástico irrumpe en destellos que desestabilizan cualquier intento de certeza. Todo esto se sostiene gracias a una prosa dinámica, que en ocasiones es irónica y siempre alerta a la musicalidad del idioma.

Sin embargo, lo que realmente hace que Si estás leyendo esto sea una experiencia única es su meditación sobre el acto de leer. Cada descubrimiento y cada pista que siguen los protagonistas sirve como una metáfora de la relación que existe entre los lectores y los textos: la literatura se presenta como un espacio de exploración, un territorio de aventuras y un lugar donde lo real y lo imaginario se entrelazan. De este modo, la novela se convierte también en un ensayo disfrazado de ficción, que invita a una lectura activa, al extravío y al reencuentro dentro de las capas del relato.

A pesar de su ambición, esta propuesta no está exenta de desafíos. Los lectores que no estén familiarizados con el canon de la literatura argentina podrían encontrar algunas referencias demasiado enigmáticas, y en ciertos momentos la narración se permite digresiones que pueden frenar la tensión de la trama. No obstante, incluso estos desvíos refuerzan la idea de que esta obra no es un texto para consumir de manera apresurada, sino una invitación que requiere paciencia, curiosidad y complicidad.

En lo personal, lo que más me impresionó fue la sensación de que el libro actúa como un mapa de caminos ocultos: cada capítulo abre una nueva entrada hacia otras tradiciones, otros géneros y otras formas de concebir la literatura. Se trata de algo más que resolver un enigma; es una invitación a vivir la lectura como una búsqueda interminable.

En resumen, si estás leyendo este texto, te encuentras ante una obra ambiciosa, lúdica y retadora. Ferrari logra que un objeto tan común como un revólver en una biblioteca se transforme en el desencadenante de una historia que examina a sus personajes y a nosotros, los lectores. De hecho, como indica el título, la novela nos cuestiona: al llegar a estas páginas, ya hemos caído en su trampa.

 Recomendado para: aquellos que disfrutan de novelas que mezclan géneros, aficionados a Borges, y todos quienes busquen una experiencia literaria que combine tanto el entretenimiento como la reflexión.


Reseña de Die, My Love: entre el hervor de la mente y el incendio del paisaje

  La adaptación cinematográfica de Die, My Love logra algo que pocas películas basadas en textos literarios alcanzan: trasladar a la imagen...