lunes, 4 de agosto de 2025

Operativo: Lioness: Mujeres de combate en la maquinaria del imperialismo narrativo.

La geopolítica contemporánea continúa moldeada por las secuelas de la Guerra Fría, cuyas cicatrices son periódicamente reactivadas por el cine y la televisión. En especial, el Medio Oriente se convierte una y otra vez en escenario de relatos donde el conflicto, la traición y la intervención militar estadounidense aparecen como inevitables. Estas narrativas no solo cuentan historias: reproducen y legitiman formas de poder. A eso se le podría llamar imperialismo narrativo —la forma en que ciertas ficciones refuerzan el imaginario del dominio occidental como protector, justiciero o necesario.

En ese contexto emerge Operativo: Lioness, la nueva serie de Taylor Sheridan, que si bien se aleja de los clichés explícitos del “soldado bueno contra el terror islámico”, desplaza el foco hacia la infraestructura interna del aparato militar estadounidense. Lejos de los campos de batalla convencionales, la guerra aquí es secreta, burocrática y psicológica.

El piloto comienza con un operativo de extracción fallido. La agente infiltrada es descubierta y su líder —Joe, interpretada por Zoe Saldaña— opta por volar todo antes de permitir que caiga en manos enemigas. Una decisión radical, casi suicida, que nos deja en vilo para luego retroceder cuatro años y presentarnos a Cruz: exbailarina y stripper, víctima de una relación violenta, que se convierte en marine. Pronto destaca como una fuerza imparable, capaz de resistir tortura, humillación y condiciones extremas. En ella, la narrativa condensa dos mitos clásicos del storytelling imperial: la redención personal a través del ejército y la mujer que se masculiniza para sobrevivir al sistema.

Cruz será reclutada por Joe para infiltrarse en la vida de Aaliyah, hija de un poderoso jeque árabe, figura ambigua asociada a la amenaza terrorista. Su misión: ganar su confianza y preparar el terreno para un eventual ataque. Antes, claro, debe demostrar que puede soportar la brutalidad del entrenamiento y la presión del espionaje encubierto. Sheridan construye aquí un relato que combina los códigos del thriller de inteligencia con los del western moderno: personajes al límite, moral difusa, violencia seca y emocionalmente contenida.

Pero más allá de su ritmo sostenido y sus buenas actuaciones, Operativo: Lioness se inscribe en una tradición narrativa que conviene interrogar. ¿Hasta qué punto este tipo de series no solo representan, sino que reafirman, la arquitectura simbólica del poder estadounidense? ¿Por qué la serie necesita mostrar una y otra vez que “el enemigo” es invisible, multimillonario, culturalmente ajeno y potencialmente inhumano? ¿Qué nos dice esto sobre la mirada que propone hacia el mundo?

A nivel estructural, la serie evita, por ahora, los cuestionamientos profundos. El verdadero peligro no está en la guerra, sino en la política: en los burócratas que dudan, en los diplomáticos que traicionan, en las reglas que obstaculizan “lo que hay que hacer”. Una narrativa que recuerda los discursos post-11 de septiembre, donde el enemigo ya no es solo el terrorista, sino el político tibio.

Nicole Kidman interpreta a la funcionaria de la CIA que media entre el ejército y el gobierno, y Morgan Freeman encarna a un Secretario de Estado. Ambos personajes prometen ampliar el espectro político del relato, aunque queda por ver si eso significará una complejización real o simplemente un barniz institucional.

La dirección corre por cuenta del australiano John Hillcoat (The Proposition, The Road), experto en retratar la violencia como destino. Su estilo se adapta bien a la propuesta de Sheridan: una serie que se mueve como un western encubierto, donde las mujeres ya no son víctimas sino verdugos, y donde la línea entre el deber y la barbarie se desdibuja peligrosamente.

En síntesis, Operativo: Lioness es una pieza eficaz de entretenimiento bélico con protagonistas femeninas fuertes, sí, pero también es parte de una maquinaria cultural más grande, que opera sobre la base de una lógica imperial: mostrar que el mundo necesita ser intervenido, que el enemigo es siempre otro, y que el sacrificio personal —aunque trágico— es el precio de la estabilidad global. En esa medida, la serie no solo cuenta una historia, sino que participa activamente en la escritura de un imaginario donde Estados Unidos sigue siendo el sheriff del planeta.

domingo, 3 de agosto de 2025

José Eustasio Rivera y el horror verde del progreso

 

Mi primer contacto con La vorágine fue en la clase de Español en secundaria. El plan lector, acompasado por la revisión de la historia de la literatura, hacía obligatorio el paso por la novela de Rivera que, dicho sea de paso, no tenía el mayor atractivo para un adolescente contaminado por la televisión y el heavy metal. A pesar de la entusiasta motivación de la profesora, solo hice un desplazamiento ocular de izquierda a derecha buscando las palabras clave para poder entregar el reporte de lectura. Hace unos meses adquirí la edición cosmográfica publicada por la Universidad de los Andes y decidí leer, ahora con otros ojos, esta influyente obra de la literatura colombiana que explora el conflicto clásico entre el hombre y la naturaleza y que, al mejor estilo de Conrad o Salgari, utiliza este marco para denunciar las atrocidades de la industria del caucho.

Seguir los pasos de Arturo Cova es descender a un inframundo vegetal, donde los árboles frondosos y las enredaderas sofocantes no solo enmarcan la geografía, sino que envuelven al lector en las visiones más crudas de la industria del caucho: las plantaciones, la esclavitud, el delirio. La novela traza una espiral descendente en la que un abogado lujurioso y poeta idealista se va convirtiendo, poco a poco, en un ser dominado por los instintos más primarios, avivados por el contacto directo con la selva.

Lo que inicia como un idílico y romántico escape —el de Cova con Alicia, su amante, una mujer de refinadas costumbres que está por ser comprometida con un acaudalado empresario— hacia los llanos del Casanare, se transforma en una búsqueda desesperada cuando Alicia es secuestrada por un empresario del caucho y llevada a lo profundo de la Amazonía. Cova, impulsado por el deseo y la culpa, se lanza a una travesía que lo enfrenta con la naturaleza indómita del llano y la selva, adentrándose en el corazón oscuro de una tierra donde la savia blanca de los árboles se ha vuelto la nueva fiebre del oro.

En ese trayecto, el protagonista se sumerge en el brutal sistema de extracción del caucho y es testigo —y víctima indirecta— de sus horrores: esclavización, tortura, genocidio de pueblos enteros, saqueo sistemático de los recursos naturales. Rivera intercala en la narración diversos testimonios que documentan esta barbarie con crudeza y precisión.

La vorágine es mucho más que una novela de aventuras o una historia de amor trágico: es una denuncia feroz contra la explotación del ser humano y de la naturaleza. Su vigencia es innegable, pues los conflictos sociales, económicos y ambientales que retrata siguen presentes en muchos rincones de América Latina. En su lenguaje vibrante y en su visión crítica, la novela se consolida como una obra esencial de nuestra literatura, capaz de mostrarnos tanto la belleza como el espanto de una selva que devora.

Lo que hace de La vorágine una obra tan potente no es solo su contenido de denuncia, sino el estilo narrativo con el que José Eustasio Rivera lo articula. Su prosa es exuberante, casi alucinada, cargada de imágenes poéticas y descripciones febriles que reflejan tanto la inmensidad salvaje de la selva como el caos emocional del protagonista. Hay momentos en que el lenguaje se desborda, se enreda, como si imitara el ritmo espeso y laberíntico de la naturaleza misma. Rivera fusiona lo lírico con lo testimonial: cada escena parece escrita desde el vértigo de quien presencia lo inenarrable y, sin embargo, intenta dejar constancia de ello.

Este estilo intensifica la experiencia del lector, no solo como espectador sino como partícipe de un descenso físico y espiritual. La selva no es solo paisaje; es una fuerza viva que transforma a quien la atraviesa, una entidad que resiste ser domesticada por el lenguaje o por el progreso.

El elenco de la puesta en escena televisiva 
A más de un siglo de su publicación, La vorágine sigue dialogando con las problemáticas contemporáneas: el extractivismo desmedido, la violencia contra comunidades indígenas, la devastación ecológica, el abandono estatal de las regiones periféricas. En una era en que la Amazonía continúa siendo saqueada en nombre del desarrollo, y donde los discursos oficiales aún minimizan o encubren el impacto de la destrucción ambiental, la novela de Rivera resuena como un eco incómodo, una advertencia que no ha perdido su vigencia. Leerla hoy no es un acto nostálgico, sino un ejercicio urgente de memoria crítica.

En definitiva, La vorágine no solo es una obra maestra del regionalismo latinoamericano, sino un grito persistente contra la barbarie disfrazada de civilización. Rivera nos obliga a mirar de frente las heridas abiertas por el progreso a sangre y caucho, y lo hace con una intensidad poética que no suaviza, sino que amplifica el horror. Leer esta novela hoy es reconocer que la selva sigue ardiendo, que sus ecos aún nos interpelan, y que la literatura, cuando se compromete con la verdad, puede convertirse en una forma de resistencia.

Operativo: Lioness: Mujeres de combate en la maquinaria del imperialismo narrativo.

La geopolítica contemporánea continúa moldeada por las secuelas de la Guerra Fría, cuyas cicatrices son periódicamente reactivadas por el ci...