Los gastados
neumáticos de la Ballena Blanca —un Cadillac alquilado— acarician el áspero
asfalto que atraviesa el desolador desierto de Nevada rumbo a Las Vegas, la
ciudad de la ilusión y el engaño. Al volante de tan flamante cachalote
melvilliano va el periodista Raoul Duke, acompañado de su abogado, el temible
Dr. Gonzo, con la encomienda de cubrir una carrera de motocross y una
convención de narcóticos. Una siniestra visión lo obliga a frenar abruptamente,
abrir la cajuela y sacar un matamoscas con el que pretende ahuyentar a los
murciélagos que lo rodean. “Es un país de murciélagos”, musita, mientras
verifica que su equipaje —un arsenal químico de alcaloides y estimulantes— esté
completo. La travesía apenas comienza. Thompson está a punto de relatar los
despojos de una bella ola que perdió su brío entusiasta y anegó el sueño
americano, convertido ahora en una pesadilla draconiana poblada por lagartos,
humo ácido y el zumbido de la paranoia.
Miedo y Asco en
Las Vegas fue un
experimento —o más bien, un experimento fallido— de periodismo Gonzo. Basada en
hechos reales, la novela es una hipérbole controlada que conecta el activismo
radical, la contracultura psicodélica y la decadencia moral estadounidense a
finales de la década de 1960. En ella, Hunter S. Thompson dibuja los arquetipos
que fisuran el sueño americano, contaminándolo con una desviación radical que
busca degradar, abusar, ridiculizar y destruir los pilares del consumismo, la
superficialidad y el espectáculo político.
El célebre “monólogo de la ola” —uno de los pasajes más melancólicos del libro— condensa esa mirada crepuscular:
“No tiene sentido
pelear ni de nuestro lado ni del de ellos. Teníamos todo el momentum;
navegábamos en la cresta de una inmensa y bellísima ola. Y ahora, menos de
cinco años después, puedes ir hasta la cumbre de alguna colina en Las Vegas y
mirar al Oeste, y, con la mirada apropiada, casi podrás ver el lugar donde al
final la ola rompió contra la tierra y comenzó a retroceder”.
Ese retroceso —el
lento reflujo de la ola— es el verdadero núcleo del libro: la resaca moral y
política tras la borrachera de la utopía.
La adaptación
cinematográfica de Miedo y Asco en Las Vegas, dirigida por Terry Gilliam
en 1998, no es una simple transposición del texto a la pantalla: es una
recreación febril, una distorsión óptica que se mimetiza con el vértigo de la
prosa de Thompson. Gilliam no intenta narrar una historia lineal ni explicar el
viaje; su apuesta es sensorial, inmersiva, un ataque frontal a la percepción
del espectador. La cámara se contorsiona, los encuadres se inclinan, los
colores saturan, las texturas gotean. Es cine como alucinación.
Johnny Depp, en el papel de Raoul Duke, logra una mímesis casi quirúrgica con Thompson. Se rapa la cabeza, adopta sus manías, clava su acento. No actúa como Thompson: se convierte en él. Benicio del Toro, como el abogado Dr. Gonzo, es un monstruo de apetitos desbordados, violento y trágico, una figura que representa tanto la amenaza del descontrol como su potencia destructiva. Ambos personajes, más que individuos, son símbolos: de una época que se autodevora, de una nación que confunde libertad con delirio.
Gilliam entiende
que la novela no tiene una estructura narrativa convencional porque su
propósito no es contar una historia, sino exponer un estado mental colectivo.
La película es, entonces, un viaje a través del colapso: el colapso del
lenguaje, del tiempo, de la ética, de la revolución como esperanza. Las Vegas
se convierte en una distopía luminosa, un purgatorio kitsch donde los sueños se
disuelven en LSD y donde incluso los hoteles parecen respirar.
En lugar de
suavizar el texto, Gilliam lo extrema. Acelera los pasajes de mayor confusión,
fuerza la distorsión óptica, acentúa el grotesco. Lo que en la novela puede
leerse con distancia irónica, en la película se vuelve inmersión total. La
música psicodélica, los diálogos balbuceantes, los efectos de cámara subjetiva:
todo está diseñado para que el espectador, como el lector, se sienta atrapado
en el viaje.
Pero, así como Thompson utilizó el Gonzo para revelar la mentira detrás del “periodismo objetivo”, Gilliam usa el cine para revelar la mentira detrás del espectáculo americano. La película no celebra las drogas: las exhibe como síntoma. No glorifica la contracultura: la muestra rota, desencantada, atrapada entre el idealismo de los sesenta y el cinismo de los setenta. Como en el libro, el monólogo de la ola es el corazón melancólico de la película. Es en esa voz en off —calma, poética, resignada— donde el vértigo encuentra pausa y se vislumbra el verdadero horror: no el de los lagartos, sino el de la esperanza extinguida.
Miedo y Asco en
Las Vegas, tanto en su
versión escrita como fílmica, no es simplemente una crónica de excesos ni una
sátira sobre el abuso de drogas. Es un réquiem psicodélico por una época que
creyó poder cambiar el mundo con amor libre, ácido lisérgico y conciencia
expandida. Es la autopsia de una ola que rompió en la arena sin dejar rastros
más allá de la paranoia, la resaca y la confusión. La novela de Hunter S.
Thompson es, en el fondo, una elegía amarga por el fracaso de la contracultura,
por la traición de sus ideales y por la domesticación brutal del deseo
colectivo de transformación. El lenguaje se vuelve hipérbole, distorsión,
vómito y clarividencia.
La película de Terry Gilliam, por su parte, recoge ese espíritu y lo convierte en experiencia sensorial: un cine de percepción alterada que no solo representa el delirio, sino que lo encarna. Si la novela es un disparo escrito bajo el influjo de la adrenalina y el desencanto, la película es una tormenta estroboscópica que hace visible lo invisible: el vacío detrás de la promesa americana.
Ambas obras, cada
una desde su medio, desmontan la mitología fundacional de los Estados Unidos,
ese relato de libertad, éxito y redención individual. En su lugar, Thompson y
Gilliam ofrecen un paisaje devastado donde el consumo reemplazó a la utopía y
el simulacro devoró la experiencia. El resultado no es solo una crítica: es un
grito entre risas nerviosas, una carcajada rota que anuncia que lo real ha sido
vencido por lo grotesco.
Hoy, más de medio
siglo después del viaje de Duke y Gonzo, Fear and Loathing sigue siendo
incómoda, sucia, alucinante. No porque celebre el caos, sino porque muestra que
bajo su superficie se esconde una verdad más aterradora: que el sueño americano
nunca fue más que una droga más —una promesa vendida al mejor postor.
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