Blade Runner, más que una adaptación de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas?, es un manifiesto visual del colapso postmoderno. En su universo, ya no hay distinción clara entre lo real y lo simulado. Como diría Baudrillard, los Nexus-6 no son copias de humanos; son hiperhumanos: simulacros que han suplantado el original. No imitan la vida, la exceden. Deckard, en cambio, no sabe si aún es sujeto o ya fue absorbido por la lógica operacional del sistema que dice resistir.
El film escenifica con precisión quirúrgica la lógica del realismo capitalista que Mark Fisher describiría décadas después: un sistema que ha colonizado la imaginación al punto de que es más fácil pensar el fin del mundo que el fin del capital. La ciudad de Blade Runner es un no-lugar saturado de publicidad, ruinas habitadas, chatarra futurista y pobreza persistente. Los Estados han cedido todo poder a corporaciones que diseñan esclavos emocionales con fecha de vencimiento. No hay afuera posible, solo residuos.Lo político en Blade Runner no está en la rebelión de los replicantes como simple revuelta obrera, sino en el hecho de que son capaces de desear. El deseo —ese residuo humano que no puede ser capitalizado del todo— es lo que los vuelve peligrosos. El gesto de Roy Batty al salvar a Deckard es, en última instancia, un acto subversivo: afirma una ética fuera de la programación, una dignidad que no se explica por utilidad ni mandato.
Desde la perspectiva del aceleracionismo cibernético del CCRU, Blade Runner se sitúa en el punto crítico donde el capital ya no necesita lo humano. La producción ha sido disociada del cuerpo. La conciencia es una anomalía evolutiva que el sistema tolera por ahora. Tyrell, en su torre-pirámide, no es un padre creador, sino un codificador más. Roy Batty lo confronta como quien exige una patch de software, no un alma. Pero esa demanda imposible deja ver la grieta: los replicantes son los síntomas de un sistema que ha ido demasiado lejos, y sin embargo no puede detenerse.
Blade Runner no es solo cine negro futurista. Es un espejo empañado donde el espectador ve el presente hiperacelerado colapsar en bucle. Lo que parecía ciencia ficción se ha convertido en una profecía agotada. La lluvia eterna, la noche sin descanso, la alienación brillante: todo está ya aquí. Lo que Deckard caza no son androides, sino las ruinas de lo humano, y tal vez —en secreto— a sí mismo.
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