martes, 25 de noviembre de 2025

Reseña de Die, My Love: entre el hervor de la mente y el incendio del paisaje

 

La adaptación cinematográfica de Die, My Love logra algo que pocas películas basadas en textos literarios alcanzan: trasladar a la imagen no solo los hechos, sino el pulso interno, la fiebre y el desgarro de la voz narrativa creada por Ariana Harwicz. La directora Lynne Ramsay—fiel al espíritu salvaje y fragmentario de la novela— construye un retrato descarnado de la depresión posparto, pero evita los lugares comunes del drama psicológico para explorar un territorio más incómodo: la violencia tenue de la vida doméstica, la opresión que ejercen los espacios rurales y la erosión emocional que produce un matrimonio que ya no sostiene a nadie.

La protagonista vive atrapada en una casa que encarna, con una precisión casi simbólica, la lógica de su encierro mental. Al inicio, el hogar se percibe como un espacio abandonado, tosco, casi ruinoso: puertas que crujen, habitaciones heladas, objetos acumulados que parecen restos de otra vida. Poco a poco, la puesta en escena lo transforma en un lugar tensionantemente acogedor, un refugio que solo ofrece confort a través del sofoco. La casa respira con ella, y la oprime como ella se oprime a sí misma; no es un entorno neutral, sino un organismo emocional que absorbe sus impulsos, sus silencios y su progresiva desestabilización.

En esa geografía agreste, rural, de un Estados Unidos que parece anclado en viejos valores, se revela la fractura con su esposo: un hombre cada vez más distante, aferrado a rutinas y creencias que funcionan como un dique defensivo ante el caos interior de su pareja. Él encarna la estabilidad normativa y ella la fractura —y entre ambos se abre un abismo que nunca llega a cerrarse.

El bloqueo creativo de la protagonista es uno de los ejes más sutiles y potentes de la película. La incapacidad de escribir no es solo un síntoma: es la pérdida del último espacio donde podía ejercer control y agencia. A medida que su cuerpo, su maternidad y su rutina parecen volverse ajenos, la escritura, que alguna vez fue refugio, se vuelve un desierto. La directora hace visible ese vacío sin melodrama, a través de planos fijos, silencios largos y una distancia que amplifica la sensación de fracaso íntimo.

La irrupción del hombre de la motocicleta funciona como una fractura fulgurante en esa cotidianeidad opresiva. Él no es exactamente un personaje, sino una manifestación del deseo reprimido, un catalizador del instinto erótico que ella creía muerto. La directora trabaja su presencia casi como un fantasma del deseo: aparece entre el humo, entre la noche y el ruido del motor, como si fuera la materialización de todo aquello que la protagonista no puede decir ni hacer. Su aparición no resuelve nada —al contrario, intensifica el conflicto, porque reabre una zona del cuerpo que había quedado clausurada por el mandato maternal.

A nivel simbólico, la película amplifica imágenes ya presentes en la novela de Harwicz: el bosque en llamas, la noche como territorio de desborde, el amanecer como momento de falsa claridad. El incendio funciona como metáfora de la combustión interna: una fuerza que arrasa sin dirección y cuya devastación es tan hermosa como destructiva. La noche, por su parte, es el ámbito del deseo y del miedo, mientras que el amanecer deja ver los restos del arrebato, los silencios que deberán recomponerse para seguir sobreviviendo. La directora toma esos símbolos y los vuelve atmósfera: no son alegorías explícitas, sino la textura emocional que recorre la película.

En diálogo con la escritura incendiaria de Harwicz —que siempre se mueve entre la lucidez feroz y la deriva emocional—, la película construye un retrato incómodo de la maternidad: lejos de la idealización, cerca de la pulsión. Aquí ser madre no es un rol sino una jaula; amar es una forma de violencia, y desear es un riesgo que amenaza con derrumbarlo todo.

Die, My Love no ofrece respuestas ni consuelos. Es un descenso a una mente que arde, a un paisaje que quema, a un cuerpo que todavía quiere vivir. Y en ese territorio turbulento, la directora consigue mantener vivo el espíritu de la novela: una experiencia sensorial y emocional que atraviesa sacude y deja brasas encendidas mucho después de que la pantalla se vuelva negra.

 

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