La actual oferta
narrativa audiovisual entra en cuarentena. Series y películas padecen una sintomatología
que debe ser tratada con urgencia, de lo contrario todo esfuerzo será en vano. El
diagnóstico inicial arrojaba lo siguiente: estancamiento argumental, afecciones
de nostalgia avinagrada y sobrevalorados efectos especiales. La rueda de prensa
ofrecida por la junta directiva del Proyecto Lázaro, concordaba en declarar la
pandemia mediática. En el comunicado, que fue bastante explícito y alarmista, enfatizó
en la condición de ciertas franquicias como producto cultural y las
circunstancias que las rodeaban, las mismas que posibilitan su creación, por ende,
se preguntan por el beneficio que podría representar traerlas de nuevo a la
vida, teniendo presente que su estado de conservación no ha sido el más óptimo.
Uno de los candidatos
revisados para el proyecto estaba rotulado por las iniciales TZ59. Dicha etiqueta
alude a The Twilight Zone estrenada
en 1959, emitida por la cadena CBS. La noticia de que Amazon Prime “estrenaría”
la primera temporada de la Twilight Zone,
o Dimensión Desconocida como fue
conocida en América Latina, cayo con
escepticismo entre los devotos de la serie original. La Dimensión Desconocida fue una popular serie televisiva creada
por el guionista y productor Rod Serling, quien también hacía las veces de anfitrión,
nos llevaba a diversos rincones del inconsciente que bajo ninguna circunstancia
hubiésemos recorrido. Tras recolectar las muestras y someterlas al escrutinio
del buen juicio argumental, esta serie, que se presenta como una antología
altamente aleccionadora, respondía a un contexto totalmente diferente al que
vivimos actualmente. Los exigentes espectadores anhelan novedosas premisas que
abandonen esos imaginarios recalcitrantes de la desaparecida cortina de acero,
algo que realmente estimule su nervio óptico y lo lleven al nirvana narrativo.
Para las expectativas
del Proyecto Lázaro, Serling, quien gano reputación no solamente como excelso
guionista sino como detractor de la censura impuesta por esos anunciantes y las
cadenas televisivas, representaba el espíritu y la voz de aquel álgido momento.
Impulsado a combatir la censura, Serling busco la manera de zafarse de esta
regulación y la encontró en la creación de su propia serie: The Twilight Zone. Para esa época, llena
de fantasmas y susurros paranoicos del este, sus contenidos eran altamente
novedosos para el medio. Cada episodio, apuntando
a la metáfora y la alegoría, hablaba de problemáticas excluidas por la programación
habitual, envolviéndolas en las atractivas premisas de la ciencia ficción, la fantasía
y el terror; géneros menores según la elite literaria de aquel entonces, pero
con el mayor potencial para la necesidad de Serling.
El racismo, la
xenofobia, la paranoia, la ludopatía, la arrogancia, por mencionar algunas, se
daban cita en aquella Twilight Zone,
la zona crepuscular, una referencia al intersticio entre el inconsciente y el consciente
del intelecto humano donde todo puede ocurrir, incluso no poder salir de ella. Sin excesivos recursos tecnológicos, se notaba
el enfoque primordial en el argumento y la capacidad actoral, lo que hacían de
cada entrega un deleite narrativo de gran valor. Luego de 156 capítulos, la CBS
cancela el programa. Serling se enfoca en la industria cinematográfica y cierra
la puerta que seria reabierta en varias ocasiones por sus fervientes seguidores.
Tras recuperarla,
como otras tantas franquicias, comienza su trasegar para impregnarse en la
mente de los incautos espectadores de la década de los ochenta y los noventa. Una
de ellas fue en 1983 con la película The
Twilight Zone, a esta le siguió un reinicio en 1985, otra en 2002 y luego
vendrán algunas películas y su reinicio en 2019.
Para quienes ya
lo han visto, el veredicto es el mismo: Mala. El primer episodio, que alude a
un comediante que para hacerse exitoso debe hacer uso de un curioso recurso:
desaparecer a la persona sobre la cual se burla, es increíble, una gran
apertura, pero el resto se vuelve en un reencauche de las viejas premisas con
cambios argumentales que no la benefician del todo, por el contrario, se notan
bastante forzadas y poco creíbles. Quizás el último episodio, que hace las veces
de carta de amor a Serling, hace simpáticas reflexiones sobre el arte de narrar
y la manera de producir relatos para un mundo cada vez mas desencantado y
carente de sorpresa, un mundo que ya no produce, reproduce los viejos esquemas
para refugiarse en un presente continuo.
En conclusión, este
caso pasa a manos del comité de vigilancia aristotélica quien tomara la última decisión
sobre el particular. Mientras se anuncia el resultado, seguiremos revisando otros
prospectos en busca de aquello que merece ser devuelto a la vida y que
represente una ganancia para el imaginario colectivo.
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