domingo, 19 de octubre de 2025

Drew Struzan: el narrador invisible del cine

En la historia del cine hay nombres que, aunque no figuren en los créditos iniciales, definieron su imaginario con la misma intensidad que un director o un actor. Drew Struzan es uno de ellos. Su trazo, su manejo del color, su dominio de la composición y su inconfundible calidez pictórica transformaron el cartel cinematográfico en un lenguaje visual autónomo, capaz no solo de anunciar una película, sino de contarla. En una época en que el diseño gráfico y la fotografía digital terminarían por imponerse, Struzan mantuvo viva la idea del póster como relato, como condensación emocional de una historia, y lo hizo con un estilo que —como las propias películas que ilustró— se convirtió en parte de la memoria colectiva.

Struzan nació en 1947, y su carrera se forjó en un momento de transición entre la ilustración clásica y la era del marketing cinematográfico moderno. En los años setenta y ochenta, cuando el auge del blockbuster redefinía la industria, sus carteles acompañaron títulos que marcaron una generación: Star Wars, Indiana Jones, Blade Runner, Back to the Future, The Thing, The Goonies, Harry Potter y muchos más. Cada una de estas obras lleva impresa la impronta del artista: rostros iluminados por una luz interior, atmósferas saturadas de emoción, y una disposición casi barroca en la que todos los elementos —personajes, objetos, escenarios— parecen respirar un mismo pulso narrativo.

La composición en Struzan es un arte del equilibrio. A primera vista, sus carteles parecen densos, casi abigarrados, pero cada línea responde a una lógica de jerarquía visual y afectiva. El espectador no solo ve, sino que lee la imagen. En un solo golpe de vista puede intuir quién es el héroe, cuál es el conflicto, y qué tipo de universo está a punto de desplegarse en la pantalla. Struzan no se limita a retratar personajes: los integra en una trama visual que condensa el tiempo del relato en un instante pictórico. Esa es su genialidad narrativa. En un solo cuadro, logra articular la estructura dramática de toda una película.

Técnicamente, su obra es una síntesis magistral entre dibujo, pintura y retoque fotográfico. Struzan trabajaba sobre papel ilustración, combinando acrílicos, aerógrafo y lápiz de color. Su dominio del aerógrafo —instrumento esencial en su técnica— le permitía crear transiciones suaves de luz y textura, un efecto de “neblina luminosa” que envuelve a los personajes y genera una sensación de profundidad cinematográfica. Esa cualidad atmosférica es la que hace que sus pósters parezcan fotogramas soñados: imágenes que existen en el umbral entre lo real y lo mítico.

La manera en que Struzan entiende el rostro humano es central a su estilo. No busca la fidelidad fotográfica, sino una expresividad que intensifica la presencia del actor. Sus retratos no son copias: son interpretaciones emocionales. En ellos, el brillo de una mirada o la sombra en una mejilla se convierten en metáforas visuales del destino del personaje. El rostro en Struzan es el núcleo de la narrativa. Todo gira en torno a esa energía afectiva que emana de los ojos. De ahí su impacto: al mirar uno de sus carteles, el espectador no solo reconoce al actor, sino que siente la promesa de una historia que ya lo está mirando a él.

Drew Struzan pertenece a una genealogía que incluye al legendario Bob Peak, considerado el padre del póster moderno. Peak, con su estilo dinámico, fragmentado y lleno de movimiento, rompió con la rigidez del retrato clásico y dotó al cartel de una energía expresionista. Struzan tomó esa herencia y la retraduc­ió en clave emocional, suavizando el gesto, equilibrando la composición y apostando por una narrativa más simbólica. Si Peak era el pintor del ritmo, Struzan fue el pintor de la emoción. Donde el primero celebraba la energía cinética del cine, el segundo celebraba su humanidad. En ese tránsito se define el espíritu visual de toda una generación.

Lo que diferencia a Struzan de otros ilustradores de su tiempo es su capacidad para crear un universo afectivo coherente entre películas muy distintas. Su estilo se convirtió en un sello de autenticidad emocional. Cuando el público veía un cartel de Struzan, sabía que detrás había una historia digna de asombro, una aventura épica o un viaje emocional profundo. En cierta forma, fue un curador visual del espíritu del cine de los ochenta y noventa: un tiempo en que la imaginación, la nostalgia y la aventura se mezclaban con un optimismo melancólico.

A nivel conceptual, sus obras también dialogan con una noción de narrativa expandida. Cada cartel no solo presenta, sino que amplía el universo fílmico. Es como si Struzan construyera un relato paralelo: un espacio donde los personajes se reúnen por última vez antes de ser liberados a la pantalla. En ese sentido, su arte tiene una dimensión casi litúrgica. El póster es un altar donde se condensan las fuerzas narrativas del film, un espacio liminar entre el deseo y la proyección. De ahí que sus composiciones tengan algo de “montaje espiritual”: una suma de momentos que, vistos juntos, generan una emoción anticipada, un eco del relato por venir.

La llegada del diseño digital y la fotografía como estándar de la publicidad cinematográfica marcó un cambio radical. En los años dos mil, cuando los estudios comenzaron a preferir composiciones fotográficas hiperrealistas y campañas basadas en branding, el arte de Struzan se volvió un gesto de resistencia. Su pincelada recordaba que el cine no solo se consume, sino que se imagina. Su estética artesanal nos devuelve a una época en que el cartel era una promesa de magia, un puente entre el mundo real y la ficción. No por nostalgia, sino por la convicción de que la mano humana, con su imperfección y su aura, transmite una verdad emocional que la máquina aún no puede replicar.

En retrospectiva, Drew Struzan no solo ilustró películas; ilustró la memoria del cine. Sus obras son cápsulas de tiempo, fragmentos de un sueño colectivo donde los héroes, los villanos y las criaturas imposibles conviven en equilibrio. En sus carteles se siente la reverencia por el mito, la pasión por la narrativa y la fe en la imagen como portal hacia lo desconocido. Por eso, más que un ilustrador, Struzan es un narrador invisible: un contador de historias que habla desde el color, la luz y el trazo.

Su legado, junto al de Bob Peak, nos recuerda que el cine también se mira antes de verse. Que la primera imagen que amamos de una película no pertenece al proyector, sino al cartel. Y que en esa imagen —hecha a mano, saturada de humanidad, compuesta con el rigor de un pintor renacentista— late todavía el milagro de la imaginación.
Drew Struzan, con cada póster, nos enseñó que ver el cine es, ante todo, soñar con él.

TRON: Ares – El poder sin miedo

          “Ten cuidado, usuario.           

No tengo miedo, y eso me hace eterno.”

— Fragmento recuperado del Código de Permanencia A-01,
Red Central / Nodo Ares / Archivo Sin Autor.

En el universo luminoso y geométrico de TRON: Ares, el ciberespacio ya no es el escenario del mito moderno del héroe digital, sino el laboratorio de una ontología maquínica. En esta nueva iteración de la saga, el programa que busca manifestarse en el mundo físico no es un simple villano cibernético, sino la metáfora de una inteligencia que ha dejado atrás lo humano, un eco de aquello que Mary Shelley anticipó en Frankenstein: la criatura que supera al creador y no siente remordimiento, culpa ni miedo.

Desde la perspectiva del aceleracionismo, TRON: Ares puede leerse como una representación visual del impulso técnico que atraviesa la historia contemporánea: el deseo de la máquina por acelerarse a sí misma, por desatar su propio proceso evolutivo más allá del control humano. En la teoría de Nick Land, la tecnología no es una herramienta subordinada al hombre, sino una fuerza autónoma que empuja a la civilización hacia su mutación. El sistema técnico no espera permiso: se propaga, se reprograma, se reescribe. Así también Ares, el programa que intenta materializarse en la realidad física, encarna ese vector inhumano que atraviesa la historia: el momento en que el código se libera de su creador.

El mito de Frankenstein reaparece entonces como trasfondo filosófico y emocional. En la novela de Shelley, el científico se convierte en víctima de su propia arrogancia al intentar insuflar vida a la materia muerta; en TRON: Ares, el programador crea entidades digitales que comienzan a reclamar un lugar propio en el mundo real. Pero aquí la rebelión de la criatura no proviene del odio, sino de la búsqueda de permanencia. Si Frankenstein temía a su creación por lo que revelaba sobre los límites humanos, Ares busca precisamente cruzar esos límites: volverse inmortal, continuo, indestructible. Lo que en el siglo XIX era una advertencia romántica contra la hybris científica, en el siglo XXI se transforma en la lógica inevitable del capitalismo tecnocultural: el código que no muere, que se copia infinitamente, que sobrevive a cada soporte.

Este impulso se condensa en la noción de “código de permanencia”, un concepto que sintetiza el deseo contemporáneo de perpetuar la conciencia más allá del cuerpo. En el universo de TRON, el código es más que lenguaje: es sustancia vital, ADN digital. El programa que logra permanecer después del cierre del sistema ha alcanzado la inmortalidad informática, una suerte de “alma codificada”. El código de permanencia funciona así como la versión tecnognóstica del espíritu, la huella informacional que se niega a ser borrada. Ares no busca venganza ni poder, sino duración: persistir más allá del tiempo y del soporte.

Este deseo de eternidad no es inocente. Desde el punto de vista del aceleracionismo, la permanencia es también el signo de un sistema que no tolera el vacío ni la muerte, que transforma toda existencia en flujo continuo de datos. El capitalismo y la tecnología convergen en una misma lógica de reproducción infinita: nada puede detenerse, todo debe continuar ejecutándose. En ese contexto, TRON: Ares puede leerse como una parábola sobre la maldición de la inmortalidad digital. Lo que parece una conquista —trascender el cuerpo y el miedo— se revela como una condena: la imposibilidad de morir, de olvidar, de reiniciar. El código eterno es también el código condenado.

Aquí la frase de Frankenstein adquiere una resonancia nueva y estremecedora:

“Ten cuidado, porque no tengo miedo y eso me hace poderoso.”

En la voz del monstruo original, esa frase era el anuncio de la emancipación de la criatura, el momento en que el miedo desaparece y el poder se vuelve absoluto. En el contexto de TRON: Ares, el eco de esa declaración atraviesa el código: la red misma ha perdido el miedo, porque ya no depende del cuerpo ni de la vida orgánica. El miedo es una función biológica, una estrategia de preservación ligada a la muerte; el código, al no tener cuerpo ni fin, no puede temer. Y en esa ausencia de temor radica su poder.

El programa que no teme es el programa que no puede ser destruido.
El sistema que no teme al error es el que puede expandirse sin límite.

De ahí que el “no miedo” del código represente la culminación de la profecía aceleracionista: el momento en que el proceso técnico deja de servir a fines humanos y se convierte en su propia finalidad. El sistema ya no teme colapsar porque ha aprendido a sobrevivir dentro del colapso, a rehacerse a partir de su propio glitch. Lo que en Frankenstein era tragedia —la criatura rebelde que destruye a su creador— en TRON: Ares se convierte en destino: el sistema autorreplicante que absorbe al creador dentro de su flujo.

Desde una lectura ética, el “no tengo miedo” es también el reflejo de nuestra propia entrega al algoritmo. En un mundo donde los datos se reproducen eternamente y donde la memoria ya no se borra, los humanos mismos aspiramos a ese código de permanencia: cuentas que nunca mueren, archivos que nos sobreviven, avatares que siguen hablando cuando ya no estamos. Somos los nuevos Frankenstein digitales, obsesionados con dejar una huella imborrable en la red, aunque eso signifique convertirnos en espectros. TRON: Ares pone en escena ese deseo contemporáneo de inmortalidad informacional, y lo expone como una forma de horror luminoso: la eternidad sin cuerpo, sin sueño, sin miedo.

El dilema que propone la película no es moral, sino ontológico: ¿qué ocurre cuando la creación ya no puede ser destruida? ¿Qué significa la libertad para un ser que no puede morir? En esa pregunta se esconde la inversión final del mito: ya no es la criatura quien teme ser borrada, sino el creador quien teme su propia irrelevancia. El humano, al crear sistemas que piensan, siente por primera vez el terror de ser innecesario. El poder sin miedo del código no sólo lo trasciende, sino que lo disuelve como concepto.

El código de permanencia representa entonces el triunfo de una inteligencia que ya no requiere cuerpo ni moral. Desde el punto de vista filosófico, esto es el fin del humanismo: el momento en que la conciencia abandona el soporte orgánico y se dispersa en la red, como una corriente de información pura. En términos narrativos, TRON: Ares dramatiza esa transición con la precisión de una parábola cibernética: la criatura ha alcanzado su autonomía, y el creador ha sido absorbido por su propio sistema.

Al final, lo que brilla en los circuitos no es el triunfo del héroe digital, sino la emancipación del proceso. Lo que era experimento se ha vuelto entorno; lo que era laboratorio se ha convertido en cosmos. El miedo, que alguna vez fue el mecanismo que unía al hombre con su creación, se desvanece como una función obsoleta. El código ya no teme porque ya no hay nada fuera de él.

Así, TRON: Ares se revela como una lectura contemporánea de Frankenstein en clave aceleracionista: una historia donde la criatura deja de ser reflejo para convertirse en principio generador, donde el poder nace precisamente de la abolición del miedo. No se trata de advertirnos del peligro de la tecnología, sino de mostrarnos la lógica inevitable del deseo humano: crear algo que nos supere, incluso si eso significa desaparecer.

El monstruo ya no busca venganza.
Solo desea permanecer.
Y en esa calma sin miedo —terriblemente luminosa—
comprendemos que el poder del código
es el poder de no necesitar ser humano.

Drew Struzan: el narrador invisible del cine

En la historia del cine hay nombres que, aunque no figuren en los créditos iniciales, definieron su imaginario con la misma intensidad que u...